Estuvo dos dias sentado delante de la oficina cerrada del teniente. Los soldados y milicianos que por alli pasaban, llevando con ellos olor a polvora y sudor, unos con fusiles y uniformes, otros heridos y con vendajes marrones, de sangre vieja, lo miraban extranados y algunos le decian con sorna que el teniente andaba con Salome Quesada, que estaba estudiandole la coreografia a la cantante. Y se encontraba alli, durmiendo en medio del pasillo, cuando noto que la puerta de Villegas se abria y que por encima de el alguien entraba en la oficina. Abrio los ojos y, borroso, vio a un hombre alto, con gorra de plato bajo el brazo, bigote fino y una fusta de cuero usado alinando el primer uniforme impecable que Gustavo Sintora veia en toda la guerra. Cuando el oficial ya estaba a punto de cerrar la puerta, Sintora le cogio el pantalon y le dijo que estaba esperando al teniente Villegas, si era el. Si es usted, mi teniente, le pregunto. Tiro el oficial con suavidad para soltar el pellizco que el otro todavia le tenia cogido y, alisandose la tela, calibrando una posible arruga que no se habia producido, le hizo un gesto con la cabeza, ordenandole con la frente recien peinada que entrara.

El despacho estaba lleno de carteles y fotos de toreros y artistas. Habia el retrato de un novillero con un panuelo al cuello, un panuelo que por el gris oscuro de la foto, debia de ser rojo. El novillero se llamaba Rafalito Ballesteros y, segun rezaba en el pasquin en el que estaba metido su retrato, en el frente de Guadalajara habia toreado nueve novillos en una tarde. Tenia un garabato al pie de la fotografia, una firma y el nombre de Villegas, una especie de dedicatoria con una letra que parecia la letra de los rusos. Habia dos enanos equilibristas que andaban por un alambre y llevaban en la mano una sombrilla estampada de flores, unos hombres con turbantes y unas tunicas a las que se les notaban los remiendos, un mago con capa blanca subido a lomos de un caballo tambien blanco. El cantante Miguel de Molina retratado de perfil, con la mirada mistica y un sombrero cordobes que en la foto parecia de plata, a lo mejor de aluminio, un tipo muy delgado con un bigote largo y lacio y un punzon atravesandole la cara de un lado a otro, medio sonriendose a pesar del punzon y el hambre que se le adivinaba en los ojos mas que en la abundancia de costillas y huesos del pecho. Al lado del faquir, que segun decia el pie de la foto se llamaba Ramirez, estaba el retrato de una mujer que tenia un casquete del que salian unas plumas blancas y que solo iba vestida con un corse de piedras brillantes. Tenia las cejas negras y casi corridas y yo supe que esa era la Salome Quesada que me habia tenido dos dias en el pasillo, durmiendo en el suelo y comiendome mi hambre.

Y mientras Gustavo Sintora, con la vista yendo y viniendo de las tinieblas a la nitidez, miraba todos aquellos retratos y carteles, el teniente Villegas, sentado detras de su escritorio, miraba los documentos que tenia encima de la mesa, olvidado de la existencia de Sintora. Solo al cabo de unos minutos, alzo la vista para preguntar:

– ?Asi que tu te llamas? Sientate -miro otro documento-. Los Faraones antifascistas, cuadro flamenco y zambra gitana. Si no tienes en que entretenerte, los dias que quieras te vienes por aqui y miras estos papeles. ?No te parece?

– Si, mi teniente -dijo Sintora sin saber a que contestaba-. Sintora, mi teniente.

– Y tu tendras hambre, viniendo de donde vienes, que tiene que ser lejos. Por la pinta que traes. Y el olor - tenia los ojos serenos, Villegas, jugaba nervioso con los dedos en la mesa. Tamborileaba sin sonido.

– Por las vacas. Vengo de.

– No te preocupes, aqui vas a estar bien. Te acostumbraras pronto -dijo, levantandose despacio, echando un ultimo vistazo a los papeles que dejaba encima de la mesa.

Vamos, ordeno sin mirar a Sintora. Con la gorra bajo el brazo y la fusta azotandose suave la pierna, marcho por un laberinto de pasillos el teniente, el paso largo y rapido y Sintora caminando un par de metros atras. Se intentaban levantar los heridos al paso del teniente Villegas, se cuadraban los sanos y a todos se les ponia una mirada de orgullo al verlo pasar, sin saludar el a nadie. Y ya en el comedor, un sotano que tenia las ventanas cerca del techo y con barrotes, me sente donde el me dijo que me sentara y me comi lo que el le dijo que me trajese a un hombre pequeno que tenia la frente cuadriculada de arrugas y las orejas muy despegadas del craneo. Me miraba comer sin decir nada el teniente, como si en vez de mirarme a mi mirase un prado largo y unas montanas al fondo. Como si la guerra se hubiera acabado me miraba el teniente Villegas. Y cuando dejo de mirarme corto un trozo de papel y a la par que escribia algo me dijo que fuese a los hangares de transporte y preguntase por el cabo Sole Vera.

El lugar al que llegaron los camiones era un jardin abandonado por el que los vehiculos, entre setos medio calvos y arboles con aire de prehistoria, avanzaron royendo la grava. Al fondo del jardin habia una casa grande que en la caida de la tarde parecia de color amarillento y tenia luces encendidas. Se bajaron los hombres de los camiones y mi padre, el cabo Sole Vera, iba andando delante, con su gorra de plato torcida y su chaqueton de cuero. Enrique Montoya fue corriendo tras el, con el traje de torero en la mano y dando explicaciones. Aqui esta, Sole, nuevo. Impecable. Impoluto disfras, como si no me lo hubiera puesto. Ansaura, el Gitano, caminaba al compas de Sintora, en silencio, y detras de ellos iba Doblas, tragandose la noche con aquella respiracion de animal cansado.

Al empezar a subir la escalera que daba entrada al edificio, mi padre se detuvo a hablar con una mujer que en ese momento salia. Enrique Montoya le hizo una reverencia y entro en el caseron antes de que Sintora, esquivando la espalda de mi padre, lo siguiera, aunque deteniendose el recien llegado a mirar, borrosa por la penumbra y por la enfermedad de sus ojos, la cara de aquella mujer. Vio Sintora una melena corta, morena aunque con un resplandor rojizo, como si cerca de ella hubiese una hoguera, y vi unos ojos grandes que tambien parecian estar anocheciendo al lado de un fuego que no se sabe de donde venia, y tambien vi un abrigo oscuro de color remolacha, un panuelo al cuello, con dibujo verde en el burdeos del fondo, y una sonrisa de labios largos que parecian tener, en palido, el color del abrigo. Entro Sintora en la casa dejando atras a mi padre y a Serena Vergara, la mujer que el joven soldado llevaria tatuada a fuego el resto de sus dias y por la que habria de perder todas las patrias. Atraveso un pasillo corto y al pronto fue como si todas las fotos que habia visto en el despacho del teniente Villegas hubieran cobrado vida y, huidas de sus retratos y carteles, se hubiesen echado a andar por el mundo.

Habia gente llevando vasos de vino y botellas, humo y ruido, risas al fondo. Aqui es donde vivimos, la Casona, asi se le llama por santo nombre, pupilo mio, le dijo Enrique Montoya, que se habia quedado rezagado, esperandolo. Lo que ves es la cantina, bien provista, paraiso belico, alli arriba estan los dormitorios, le senalo Montoya unas escaleras por las que en ese momento bajaba el novillero que el habia visto en la oficina de Villegas, Rafalito Ballesteros, vestido ahora con un uniforme gastado pero con el mismo panuelo rojo al cuello. Hablaba con el hombre que Sintora tambien habia visto retratado en la oficina, aquel que, a lomos de un caballo, iba vestido entero de blanco y que ahora tambien llevaba chaqueta, corbata, camisa y pantalon blancos.

Avanzaron hacia unas mesas de tablones largos. Una mujer palida y con el pelo de color anaranjado se abrazo al cuello de Montoya y le beso los labios, Montoya, mi Montoya. Luego, luego, le dijo el soldado apartandola, luego. La Ferrallista, loca importante que quiso reventar con dinamita los altos hornos porque desia que eran del capital y se vino aqui a ver si reventaba Madrid, tiene huevos y de ves en cuando se va a la Siudad Universitaria o a la Huerta del Obispo a pegar tiros y matar fasistas, todo por Stalin y la barragana que lo pario, le explico Montoya a Sintora.

En una de las mesas ya estaba sentado Ansaura, el Gitano, con un tipo de uniforme que tenia bigote de pua y una cicatriz que le bajaba desde el ojo izquierdo hasta la boca. Paquito Textil, le dijo Enrique Montoya a Sintora al oido mientras se sentaban. Siverguensa, simpatico Textil, unica persona en el mundo que puede considerarse amiga del Gitano, nunca han conosido los siglos una ocasion en la que el Gitano se haya reido si a su lado no ha estado este, el Textil.

– Digo que Stalin podia ser torero. Por lo hijoputa, se me ocurre -dijo Montoya en voz alta en el momento que llegaban a la mesa el cabo Sole Vera y su ayudante Doblas.

– ?Donde andas, Sole? -saludo el Textil-. ?Y el nino quien es? -pregunto senalando a Sintora.

– Nuevo -respondio mi padre desabrochandose el chaqueton de cuero, antes de sentarse.

– Nuevo. La leche que mamaste, me vas a comer el nispero como no hagas lo que te digo, o lo que te diga aqui el cabo Sole -se sonrio Paco Textil arqueando la cicatriz que le bajaba del ojo como una lagrima de carne, y ya hablo dirigiendose a los demas-. La leche que mamo, que tiene cara de gracioso, el nuevo. Miralo. La leche que mamaste.

Trajeron unos vasos y dos botellas de vino negro y el gordo al que decian Doblas y que era de color morado se tomo un vaso de un trago, despues otro, sin beber, como se echa liquido por un embudo, y solto una especie de regueldo, un sonido de canerias que se le perdio pecho adentro por los radiadores y turbinas que debia de tener por alli. Tenia cara de camion, con el parachoques de los labios grueso y algunos dientes

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