disparos que a Montoya le habian roto el pecho, sin venganza ni sangre saliendo de mis venas, habia muerto.

Volvio Sintora a la casa de Serena en los dias siguientes, volvio a rondar las tapias del ferrocarril, el portal, las ventanas cerradas. Miro de lejos la casa del Marques. Ya no habia ruido de bombas y el frente estaba abandonado, ya los hombres del coronel Casado y los comunistas habian concluido su guerra dentro de la guerra. Vagaban soldados por las calles, sin rumbo y a la espera de que el enemigo, piadoso o cruel, en moneda que nadie sabria de que lado iba a caer, entrase en la ciudad rendida. Los treinta meses de asedio y lucha, los treinta meses de correr a los sotanos, a los boquetes y a las cuevas del metro se habian tatuado en la cara de los hombres, en la mirada de los ninos y en el andar sigiloso de las mujeres. Tenian las bombas en la cara como tenian el hambre, los ojos o la nariz.

Sintora y sus companeros del antiguo destacamento pasaban las horas en la Casona, alli donde el viejo camion habia quedado con su rueda reventada y sin combustible, varado en medio del jardin, animal muerto o fosil por el que iban rodando las hojas viejas, la hierba tronzada, la arena de los dias. Le fueron desgajando maderas de la caja para quemarlas en la hoguera de la chimenea, rebuscaban harina, lentejas agusanadas por la despensa, ropas abandonadas con las que conseguir en un canje desigual cualquier cosa que pudiera servirles de alimento. Ya todos querian ver a la tropa enemiga entrar con sus banderas y su victoria por las calles de Madrid. En medio de la noche, en el frio del frio, me despertaba y me parecia oir una marcha de tambores. Eran los muertos que se levantaban.

Y como si fuera un muerto, como si fuera un espectro, alguien que venia de otro mundo, vieron un dia, cerca de la Puerta del Sol, Doblas y Sintora, al Marques. Se lo encontraron de improviso, al girar una esquina y tropezarselo de frente. El viejo hizo amago de huir, pero el propio asombro de los dos soldados, casi la alegria pintada, entre las cicatrices de los vidrios y los perdigones, en la cara de Doblas y la sorpresa inocente en los ojos de Sintora, lo hicieron detenerse.

Nunca me habian visto ustedes al sol, es lo primero que les dijo. Llevaba un abrigo militar, y bajo el podia versele el batin de seda roja. Ahora va a ser a ustedes a quienes encierren y fusilen, les dijo con una sonrisa, tambien inocente, sin atisbo de venganza. ?Y Corrons?, le dijo Sintora, con la esperanza de pronto renacida, por un instante, antes de morir de nuevo por aquel gesto del hombre anciano, encogido de hombros, diciendo: Ya no hay Corrons, ya no hay mas Corrons, ni mas cautiverio, me escape, y ahora viene mi libertad, que no es la de ustedes.

Y entonces, caminando junto a Doblas y a Sintora, cubriendose a cada paso el cuello y las orejas con las solapas del abrigo raido, les conto el Marques que, en su casa, al llegar Montoya, el, lo mismo que todos los que alli habia, supo lo que iba a ocurrir. Sabia que se lo iban a llevar con ellos, que la hora de su viaje habia llegado. Sabia que lo iban a matar, y para perder la conciencia, para no darse cuenta del trance, saco la botella con restos de conac que tenia escondida entre unos cojines destripados. La apuro de un trago, mientras en la habitacion de al lado oia los gritos y luego los disparos, y nada mas apurarla, nada mas tragar la ultima gota de alcohol, fue al cuarto de bano y alli se bebio el eter que tenian en un frasco de cristal.

Y era tanto el miedo que, acabado el eter, el Marques, dando tumbos y oyendo los gemidos y nuevos gritos, otro disparo, encontro en un rincon una botella de gasolina y fue a bebersela ante la mirada indiferente del abogado Cantos. Le habia dado dos buches largos a la gasolina cuando Corrons y uno de sus hombres, Armando pensaba el, irrumpieron en la habitacion y de un golpe le arrebataron la botella de los labios. Me partieron este diente, dijo, senalandose la boca, sin tiempo de que ni Doblas ni Sintora vieran nada. Buscaron al cura, que habia desaparecido no se sabia como, quiza escondido en la biblioteca, detras de unas tablas huecas que alli habia, despues mataron al abogado, a sangre fria. A el se lo llevaron. Vio a uno de los hombres de Corrons, Asdrubal, muerto, Montoya a su lado, tambien muerto, penso el, en la entrada de la casa. Y ya en la escalera noto, mas por lo ingerido que por la contribucion del miedo, que las piernas se le doblaban cada una para un lado, y que cada una bajaba los escalones a su manera y sin saber como se hacia aquella operacion.

Todo empezo a oscilarle en la cabeza, noto que las tripas se le desbarataban. Lo empujaron dentro de un coche, y lo llevaron por las calles de Madrid, que el no reconocia, por el tiempo sin verlas, por las bombas o por la intoxicacion que llevaba por las venas y el entendimiento. Le temblaban los dientes, se le desmoronaban y aquella tierra que creia tragar le producia arcadas y vahidos. Los hombres no hablaban, y cuando hablaban los oia muy de lejos, como si Corrons y los suyos viajaran en otro coche. Se le nublo la vista y todo lo que miraba lo veia incendiado por una llamarada roja, el cielo, las casas y la gente, todo lo veia tintado con el color del infierno. Detuvieron el coche delante de un edificio del que colgaba una bandera comunista, o quiza fuera de otro color, pero el la veia roja. Corrons se bajo, el Sordomudo con el, y ambos entraron en el edificio, que, efectivamente, tenia una hoz y un martillo grabados en la puerta. Otro de los hombres, Armando creia el, se quedo de pie delante del coche, Amadeo al volante. Hubo unos disparos, alguien corria por la azotea de uno de aquellos edificios y apuntaba a la calle. El Marques, indiferente a las carreras de la gente, a los disparos que rebotaban a su lado, se bajo del coche y se perdio por una esquina, sin que ninguno de los hombres de Corrons, Amadeo ni Armando, distraidos por los tiros, advirtieran su huida, hecha sin disimulo ni estrategia, pues segun contaba, se alejo del coche dando tumbos y haciendo eses, notando como todo era pasto de un incendio enorme, de unas llamaradas que alcanzaban a tintar el color del cielo.

No supo lo que ocurrio. Se desperto ya de noche, delirando y medio congelado en un escalon. En una calle que no conocia. Ahora vivia en un tunel del metro, volveria a su casa cuando las tropas entraran en Madrid. Se quedo mirando a Doblas y a Sintora con una sonrisa antes de despedirse de ellos y perderse calle abajo, su cuerpo insignificante dentro de aquel abrigo grande y sucio. Un fantasma mas en aquel mundo de fantasmas, escribio con su letra menuda Sintora. Y alli mismo, en aquella calle por la que habian visto alejarse al Marques, oyeron un ruido de gritos y tambores, correr de gente y vitores. Se miraron en silencio Doblas y Sintora. Los ojos de Doblas eran los ojos de un animal, vaca o dragon, ojos tristes, tapados por parpados de peso y rodeados por aquella nube de cicatrices menudas. Pense que aquellos eran los ojos de la derrota, los ojos de un animal en la cara de un hombre.

Oyeron acercarse el ruido y se retiraron de la calle, doblaron una esquina, y desde lejos vieron el ondear de banderas. Iba una columna de marroquies desfilando con un redoble pobre de tambor, y por su lado corria la gente dandoles aplauso y alzando el brazo con el saludo del fascismo. Marchaban rapido, iban limpios y alimentados, con su piel negra y la mirada negra. Y yo mire a Doblas otra vez y le vi la boca abierta, el grosor de los labios, la saliva brillandole entre los hierros de la boca, por abajo los moros y su desfile, la musica de su victoria, la bandera de dos colores, y vi que una lagrima o un sudor repentino le bajaba por la cara y serpeaba por entre las costuras que el plomo y las postillas del vidrio le habian dejado en la piel, con sus ojos de animal triste, Doblas, y me vino el temblor del frio, y parecia que me fuese a desmembrar y que cada parte de mi se fuese a caer por su lado, de tanto como temblaba, iba a salirme de mi cuerpo, y Doblas, sin mirarme, mirando el desfile, dijo sin voz, solo con el vaho de la voz, Vamonos.

Los detuvo cerca de la Casona una columna de soldados que llevaba escolta de camisas viejas. Ya se habian desprendido de sus fusiles, los habian arrojado unos cientos de metros mas abajo, entre los arbustos de un terraplen. Encanonados y con amenazas, un falangista le escupio a Sintora en las gafas y tuvieron que ponerle una bayoneta en el cuello a Doblas para contenerlo, fueron llevados a un solar cercano al que iban llegando los soldados de la victoria y nuevos presos.

En una de las esquinas del solar, debajo de unos chopos, pusieron de rodillas a uno de los presos, un oficial, y le dieron un tiro en la cabeza. Le cubrieron la cara con las ramas de un arbol. Y todavia estaban riendose los soldados que habian disparado sobre el militar cuando a lo lejos Sintora vio aparecer en medio de un nuevo grupo de hombres al sargento Sole Vera. Venia todavia con la cojera, con su gorra de plato torcida, el viejo capote sobre su guerrera de cuero rota y andando derecho, destacando entre aquellos hombres que se torcian por la mansedumbre natural del miedo. Por detras vi asomar el traje que habia sido blanco del mago Perez Estrada y la figura menuda del faquir Ramirez. Oi la respiracion de Doblas, su fuelle ronco, al verlos. Habian dejado libre al enano Visente. A la Ferrallista la habian encontrado ahorcada en su habitacion de la Casona, habia escrito el nombre de Montoya en un papel y lo tenia apretado en una mano. Su cuerpo, me dijo el mago, se habia alargado con el ahorcamiento, y era un cipres blanco, palido, sin viento ni aire que lo meciera.

En medio de la noche, alumbrados por los focos de un camion que iba muy despacio detras de ellos, llevaron a todos los presos camino de la carcel. Entre la oscuridad oian las voces y los insultos de los soldados que les daban escolta, tambien habia risas. Ibamos callados y sin saber si aquel ir era el de la muerte. Se oian disparos y habia muertos salpicados por las calles, tambien hogueras, y rondas de borrachos y lamentos.

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