Mi hermano, que habia estado hasta un momento antes cogido de la mano de mi padre, lo vio. Y vio como Doblas dejo su vaso de cafe en el mostrador y casi se puso firme para darle la mano al hombre que llegaba de tan lejos, de tanta guerra. Y aunque yo todavia no estaba en el mundo, ni sabia que el mundo existia, supe lo que ocurrio. Me lo conto mi hermano muchos anos despues, y tambien me dijo que al poco, esa misma tarde, se reunio con ellos Gustavo Sintora, que ya habia dejado su empleo en los tranvias y llevaba unos meses trabajando en los talleres del diario Sur. Tenia unas arrugas finas por debajo de los ojos el comandante Villegas, y la mirada mas triste, con un atardecer por dentro de las pupilas que Gustavo Sintora habia visto alegres y en movimiento en medio de una habitacion llena de fotos de artistas. Y esa noche, cuando ya el padre de Luisito Sanjuan se habia retirado y a mi hermano lo habia dejado mi padre en la casa, los supervivientes del destacamento, con el Toto de anadido, vieron como la oscuridad todavia se hacia mas densa en los ojos de su antiguo jefe.

Hasta ese momento de la noche no hablaron de la guerra, solo de los anos, de los trabajos, de la dureza de la vida, pero entonces le contaron el fusilamiento de Ansaura, el Gitano, del que el comandante habia tenido alguna vaga noticia a la que no habia querido dar credito, y tambien le conto el sargento Sole la muerte de Enrique Montoya, los ultimos dias de Madrid. Y el comandante, ya metido en la madrugada y en los vahos del alcohol, sin perder el gesto y sin que el nudo de la corbata se le ablandara un milimetro en el cuello, conto su salida de Barcelona, convertido ya en comandante, hablo del camino a la frontera de Francia, el ejercito en retirada mezclado con la poblacion civil por las tierras de Gerona, mujeres que arrastraban maletas, mulos muertos, soldados heridos con vendas de mugre, coches abandonados y sin combustible en las cunetas, ninos que entre los brazos llevaban un cachorro de perro, la cadena de montanas delante de ellos y la carretera serpeando cuesta arriba. El mar a un lado y el invierno dandoles azote. Una desbandada de cientos de miles de personas en medio de la que el intentaba avanzar con los suyos.

En los puestos fronterizos se acumulaba el caos. En medio del desastre, la unidad del comandante Villegas cruzo la frontera en perfecta formacion y orden. Habia hombres que llevaban tierra espanola en el puno, otros lagrimas en los ojos. Fueron desarmados nada mas pasar al otro pais, iban con toda la ropa puesta, porque no les dejaban llevar bultos ni macutos, nada en las manos. Dias despues, cuando ya toda esperanza estaba perdida, seis de sus soldados llevaron a hombros hasta el patio de un pequeno cementerio el ataud de Machado envuelto en una bandera de tres colores. Estuvieron durmiendo en las playas de Argeles, en boquetes que excavaban en la arena para no morir de frio. Aunque comiamos, dormiamos y nos daban el trato que se les da a los animales, nadie se comporto como un animal en aquel campo de concentracion, por lo menos en el lado de dentro de las alambradas, dijo el comandante Villegas, alumbrado su perfil por la luz endeble de uno de los quinques del Camara, ya sin ruido de clientes ni botellas, los camareros poniendo las sillas sobre las mesas y andando de puntillas al pasar por al lado de aquel hombre que rodeado de silencio hablaba pausado y firme.

Estuvo con los partisanos y combatio contra los alemanes, el comandante Villegas. Nueve anos de guerra, tanta destruccion ha pasado por delante de estos ojos, susurro mirando las pinturas, los campos y las mujeres dibujados en las paredes del Camara. Entro con la primera columna en las calles de Paris, el dia de la liberacion. En el primer carro de combate que piso los Campos Eliseos iban dos malaguenos, dijo con una sonrisa, Me acorde de ustedes, alli, tan lejos, sin saber si me acordaba de muertos o de vivos. Conocio a una francesa, pequena y rubia, como la mujer de los suenos de la que siempre hablaba Montoya. Murio de una enfermedad del pecho, a los dos anos de estar con ella. Quiza no fue la mujer de mi vida, pero la queria, y era dulce, dijo el comandante, y los hombres del antiguo destacamento pensaron todos en aquella cantante de cejas corridas y ojos negros, Salome Quesada, que huyo con el solista Arturo Reyes llevandose para siempre la vida y el corazon de Villegas, quien, una vez muerta la joven francesa, vivio en Lyon, trabajando en una oficina de patentes, y ya cansado de estar lejos de su patria, se habia decidido a volver.

Se despidieron en silencio los hombres, al amanecer, sus pasos resonando cada uno en una direccion distinta en el cruce de la calle Larios y la Alameda. Pero con el paso de los dias volvieron a encontrarse, en el cafe Cruz, en el Camara o en Los 21. Pasaron los anos y la guerra se fue convirtiendo en una niebla entre la que de vez en vez asomaban rostros de fantasmas. Con el tiempo se unio a aquellos hombres que habian atravesado la guerra juntos Sebastian Hidalgo, llegado de la carcel de Madrid, condenado siempre por sus estafas y falsificaciones. Y Sintora, que ya trabajaba redactando los sucesos del periodico, le busco empleo alli, repintando fotografias, corriendo las cejas de los asesinos, frunciendoles el ceno, borrando arrugas a los proceres, como en otro tiempo habia hecho en Madrid. Yo lo vi el dia de su llegada a Malaga acompanado de Sintora y Doblas, pequeno y sonriente, con una chaqueta oscura sentado en el patio de mi casa, tomando un refresco de limon con espuma de bicarbonato, haciendome juegos de manos entre los mazos de margaritas que nacian en los arriates.

Vi a Sintora, a Doblas, a mi padre, el sargento Sole Vera, y a Sebastian Hidalgo sin saber quienes eran, sin saber que vida ni que hombres se ocultaban detras de aquellos rostros aranados de arrugas y cicatrices. Con el tiempo fui intuyendolo, adivinando algunas historias, sabiendo otras. Oi hablar del mago Perez Estrada, de nuevo actuando en los cabarets de Barcelona, compartiendo a veces cartel con el famoso mago Chin Lu y sacando al escenario bandadas de palomas y jovenes vestidas con alas de angeles, ya nunca a su caballo Ulises, perdido en la nada del espacio, pero siempre con un inmaculado frac de resplandeciente raso blanco, el mago, tan distinto su destino al del faquir Ramirez, que ya nunca quiso acercarse a cuchillo, chatarra ni metal alguno y que, ya para siempre con el bigote pespunteado de cicatrices, encontro lugar en una panaderia de Talavera, amasando la materia blanda de la levadura, solo en la madrugada, oyendo el eco de las bombas en lo hondo de sus oidos y comprobando cada amanecer, con la primera luz del dia, que el mundo continuaba en paz, que en los campos de Talavera seguian germinando las cosechas y que el estruendo de las bombas solo habia estallado en la fragua de su cerebro.

A traves de esos escritos supe quienes eran aquellos hombres que combatieron en una guerra lejana, cuando ellos ya habian desaparecido del mundo, cuando ya solo vivian en los cuadernos de Gustavo Sintora. Ellos son el rostro y la voz, la memoria de aquellos otros miles, millones de seres que sin dejar nombre ni huella vivieron los anos de la furia. Todos quedaron retratados en esos cuadernos de pastas oscuras y viejas por aquel soldado joven y con gafas que ya para siempre fue un hombre sin patria, porque su verdadera patria nunca fue un territorio o una bandera, sino una mujer, una mujer que tenia el resplandor de los veranos en la mirada, el reflejo del fuego ardiendo bajo la piel. Aquella fue en verdad su patria y por ella siguio luchando, sin importar que estuviera lejos o perdida para siempre.

La guerra ya para siempre iria con el, tronando secretamente en el silencio de su vida. No pudo el tiempo, el duro trabajo de los meses y los dias, borrar aquel rumor. No pudo el olvido vencer a Gustavo Sintora. Quiza aquel fue el unico triunfo de su vida, el unico combate del que aquellos soldados salieron victoriosos. Con su letra ya endeble y temblorosa lo dejo escrito en el ultimo de sus cuadernos. Ansaura, el Gitano, mi amigo Enrique Montoya, Doblas, el sargento Sole, el capitan Villegas, los hombres que lucharon, cada dia atraviesan sus fantasmas mi vigilia y van a reunirse alli, en lo hondo de mi sueno para resucitar una ciudad perdida, un tiempo de combate y furia en el que ahora, en la distancia, se que alcance la plenitud de mi vida. Si por algun camino oculto pudiera, yo volveria al fragor de aquel tiempo, volveria a escuchar el claxon del coche alargado y negro del Textil, las risas de Enrique Montoya o las canciones que en los escenarios pobres de los pueblos entonaba la cantante Salome Quesada, el rumor de la cantina y la voz alegre del mago volando por encima de el. No importa que luego vinieran los disparos y la huida, la derrota, porque alli estaria ella, una mujer con un campo de girasoles ondeando en la piel. Nada importaria que ya para siempre tambien yo fuese un soldado perdido en la niebla, como aquellos jinetes que en el Ebro, entre casas derruidas y tanques quemados desaparecieron de la faz de la tierra, tragados por el furor de la batalla. Ni siquiera sombra ni cenizas, ni siquiera cadaveres mutilados quedo de ellos. Igual que tantos a lo largo de los siglos, desaparecieron del universo como si nunca hubieran puesto pie en el, como si nunca hubieran existido, borrados del tiempo como yo con ellos quedaria borrado en este instante si tras de mi no dejase la huella humilde de estas palabras que escribo, el nombre que ahora digo. Serena.

Antonio Soler

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