Me movi despacio. Vi otra gota de sangre en el suelo, separada de las demas. Por donde yo habia venido. Mi abuelo tambien tiene gafas, dijo la nina. La mire, se reia ahora como se rien los locos, seguia moviendome, andando hacia la calle aunque todavia no sabia adonde iba. Habia mas gotas de sangre, algunas pisadas, restregado el marron de la sangre en la suciedad del suelo. La nina subia la escalera a saltos, arrastraba, daba golpes la cabeza de la muneca, la estopa amarilla, en el borde de los escalones. Gritaba mama, no se si la muneca o la nina o quiza alguien en los pisos altos de la casa. Y corri, mire desde la calle las ventanas de Serena, y volvi a verla, su sonrisa, su mano en mi cuello, de pronto la mano del soldado resucitada en la espalda de la mujer, meses, anos atras, cuando yo era otro.

Gustavo Sintora, el soldado con gafas y miedo, miro las tapias del ferrocarril, el ladrillo rojo con corona de cemento. Y empezo a andar rapido, a acelerar el paso en medio de la noche, casi corriendo entre la tapia y los troncos de unos arboles de corteza negra que iban parejos a ella, sin hojas ni apenas ramas los arboles y el pecho de Gustavo Sintora. A veces miraba el suelo y entre mis pies creia ver manchas de sangre, pero solo eran mis pies y su movimiento, la noche y sus sombras. Y pensaba de quien era aquella sangre, la que si habia visto, en la puerta de Serena.

Habia soldados en los alrededores de la estacion. Colas de gente mostrando sus documentos. Hombres con brazaletes blancos. Banderas y ruido dentro del edificio. En un rincon, cerca de las taquillas, se calentaban dos soldados con las llamas que salian de un bidon, el humo ennegrecia las paredes y el techo, y el relumbre de la llama alargaba las sombras y les daba aires de fantasmagoria. Miraba las caras, andaba decidido, un nino se rio al verme las gafas, tropece con un anciano que dormia o se habia muerto en el suelo, me solte el brazo de alguien que me lo agarraba, entre en los andenes, y mire, mire el suelo por si veia sangre, miraba las caras por si veia a Serena, a Corrons, y el dedo acariciaba el arco del gatillo, el fusil que llevaba en bandolera.

Caminaba entre la gente, Sintora, su cabeza perdida entre tantas cabezas, su cuerpo como una brizna de paja entre la paja, una gota de agua llevada por el agua de un rio. Miro algunos trenes y algunas ventanillas, muchas caras y alguna nuca en las que en una primera mirada creyo reconocer las caras y las nucas, y tambien los hombros, tambien las espaldas, las manos, de Serena Vergara, de Corrons, llegue a verme a mi mismo, mirandome, mi cara en el cuerpo de otro soldado, de otro hombre, miraba, pero no miro Sintora la ventanilla en penumbra donde un hombre herido, con el dedo metido en el gatillo de su pistola y la pistola metida en el bolsillo de su abrigo, estaba sentado frente a su mujer, frente a su hija, llorosa, de ojos claros.

El hombre era Corrons, y estaba herido de bala, por una bala de mi padre, debajo de las costillas, un tiro limpio que le habia entrado y salido en una trayectoria corta, sin llevarse ni tocar ningun organo, solo rompiendo musculo y alguna vena menor, derramandole una sangre que continuaba empapandole el pano, la compresa que en su casa se habia colocado. La mujer era Serena Vergara, que miraba con los ojos borrosos de lagrimas a su marido, a su hija, abrazandola, apretandola contra su pecho, para que la nina no la viese llorar, para que la nina no le viese el dolor ni el miedo, para que no viese nada.

Pero la nina vio. Y asi, como habia visto en la casa la mirada de agua rosa, casi roja, del padre, el golpe primero que le lanzo a su mujer, en medio de la cara, un punetazo en el pecho, como habia visto a su madre arrodillada, como habia visto la pistola y la sangre de su padre, la pistola y la sangre en las manos, la pistola apuntando la cabeza de su madre, asi, como habia visto la palidez del hombre y las encias abiertas por el llanto, vio la nina a Gustavo Sintora, con sus gafas de montura grande, con sus ojos abiertos mas abiertos, caminando frente a la ventanilla donde ella estaba con sus padres. Y lo senalo con su dedo blanco y tembloroso, lo apunto con el canon de su dedo, apoyando su yema en el frio de la ventanilla, torciendo el cuello para mirar, con una sonrisa, a su madre.

Vio, entre lagrimas, la sonrisa de la nina, Serena Vergara, y con las lagrimas que ya tenia y otras nuevas que vinieron a derramarsele por los ojos y las mejillas, vio al soldado con cara de nino andando entre el extravio de otros soldados, lo vio con su fusil y sus manos de nino, con su capote viejo, el flequillo revuelto y las gafas, lo vio, y muy despacio, su mano, la mano de Serena Vergara, fue hacia la mano de su hija, sus ojos a sus ojos, y mientras le retiraba la mano del vidrio y se la encerraba en el calor de su propia mano, le sonrio Serena, con una lagrima nueva a la nina, y le hizo un gesto de silencio, mientras pasaba la vista por la cara de su marido, por aquellos ojos entornados por el cansancio o el dolor, y volvia a mirar, ya por ultima vez, la figura de un soldado joven perdido entre la multitud, perdido como en el frente se perdian los soldados entre los soldados, entre el tumulto de la guerra y los canones, y cuando en ese instante el tren se estremecio y con un chirrido seco empezo a ponerse en movimiento, Serena Vergara sintio que era su propio pecho, su corazon, el que se rompia en un crujido ronco, su boca la que temblaba. Pero de sus labios solo se escapo un soplo leve, el aire ultimo, debil y tibio, que escapa de la boca de aquellos que dejan de vivir.

Y ya todo fue un rechinar de hierros y railes, un tunel que duro nadie sabe cuantos anos. Gustavo Sintora fue ya siempre un soldado sin patria, un hombre sin tierra ni bandera, alguien que hizo de su vida un sueno imposible, el sueno de otra vida, de una vida que nunca llego a vivir. Y asi, sin tener todavia certeza de su destino, en medio de las sombras, camino esa noche Sintora por las calles de Madrid, entre disparos perdidos, por plazas con estatuas enterradas y otras que al descubierto miraban con sus ojos de piedra la negrura del cielo. Iba por la noche y yo mismo parecia un trozo de noche, un soplo de viento que no tiene cuerpo ni memoria, y como la noche entre en los jardines, bajo aquellos arboles desnudos por los que durante tanto tiempo habian andado los pasos de mi vida.

Fueron los dias frios de final de marzo. Montoya se nos murio una manana. Asi empieza el ultimo cuaderno de Gustavo Sintora, apenas unas hojas en las que con letra diminuta y frases a veces sin acabar, cuenta los ultimos dias de Madrid. Habla de como una manana helada y gris el sargento Sole Vera, cojo, Doblas y el, caminando por las calles ya vencidas aunque todavia sin entregar al ejercito enemigo, encontraron en la puerta del hospital a la Ferrallista, que bajaba las escaleras con la mirada transparente, la cara herida, mirando con sus ojos azules a la lejania, a aquel horizonte de casas largamente bombardeadas y arboles sin vida que se extendian a lo lejos. Supieron la noticia por el enano Visente, que de negro y con la cabeza agachada, bajaba a su lado. No lloraba, pero al vernos lloro el enano, con su flequillo revuelto en la prominencia de su frente y sus piernas torcidas, y corrio como un nino que no sabe correr y se abrazo a las faldas, al capote enmaranado de briznas de paja y barro que el sargento llevaba por encima de su desgarrada guerrera de cuero. La mano blanca de la Ferrallista le consolo la nuca y el cuello al enano y tambien a ella, con algo que semejaba una sonrisa, le asomo una lagrima a la cara y le bajo rapida, derramada por la mejilla.

Fueron los dias del frio y la furia, seguia escribiendo Sintora, y yo sentia que el frio venia hacia mi interior, y me iba ganando cavas, las visceras o lo que alli yo tuviera. El frio y el dolor me iban excavando. El sufrimiento. Sufri por Montoya y sufri porque su muerte era la mia, porque a mi, solo a mi, me habria correspondido aquella muerte. Fransia, la lluvia en el tejado y los anos que estaban por venir, las palabras que nunca le dirian al oido se las habia arrebatado yo tanto como Corrons o el Sordomudo o quienquiera que hubiese empunado el arma que le habia disparado a Montoya en mitad del pecho.

El de Montoya fue un entierro solitario en medio de un campo gris, tan diferente al de Paco Textil meses atras, casi una fiesta el del Textil, los soldados borrachos, el peloton del brigada Garriga desfilando en silencio y los artistas dandole color a la ceremonia, Domiciano del Postigo con su verborrea y el corro de las planideras arremolinandose por los alrededores de la Casona. Todo lejano, tan distinto a aquel dia helado de marzo. El sargento Sole Vera, Doblas y Sintora, el mago Perez Estrada cubierto con un capote gris de infanteria y el faquir Ramirez fue toda la comitiva que vio entrar aquel cajon de madera basta en un boquete umbrio de ladrillos y cal humeda. En la Casona se habian quedado el enano Visente y la Ferrallista, doblada y muda desde el dia en que Montoya fue herido, intuyendo, sabiendo cual iba a ser el desenlace de aquel disparo que llevaria a Montoya a la tumba.

El aire nos traspasaba como si ya no estuvieramos alli, como si ya el tiempo nos hubiese borrado, como si no tuvieramos carne, sosten ni esqueleto. Ni las cuerdas de los nervios siquiera. Ni la voluntad de tenerlos, tenia yo. Vague por el viento, me hice viento y recorri las calles. Madrid ya no era una ciudad ni un pueblo ni un cementerio, solo un reloj marcando horas, un circulo cerrandose sobre si mismo, solo un cumulo de miradas que huian de otras miradas por la calle unica de la ciudad, la calle del miedo. Montoya no estaba, habia muerto. Habiamos soltado al cura Anselmo, el sargento le senalo con la barbilla la puerta de la Casona la noche que yo llegue como una sombra, ya con Serena perdida para siempre. Tambien yo, de otra manera, sin los

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