Gustavo Sintora, el soldado con gafas y miedo, miro las tapias del ferrocarril, el ladrillo rojo con corona de cemento. Y empezo a andar rapido, a acelerar el paso en medio de la noche, casi corriendo entre la tapia y los troncos de unos arboles de corteza negra que iban parejos a ella, sin hojas ni apenas ramas los arboles y el pecho de Gustavo Sintora.
Habia soldados en los alrededores de la estacion. Colas de gente mostrando sus documentos. Hombres con brazaletes blancos. Banderas y ruido dentro del edificio. En un rincon, cerca de las taquillas, se calentaban dos soldados con las llamas que salian de un bidon, el humo ennegrecia las paredes y el techo, y el relumbre de la llama alargaba las sombras y les daba aires de fantasmagoria.
Caminaba entre la gente, Sintora, su cabeza perdida entre tantas cabezas, su cuerpo como una brizna de paja entre la paja, una gota de agua llevada por el agua de un rio. Miro algunos trenes y algunas ventanillas, muchas caras y alguna nuca en las que en una primera mirada creyo reconocer las caras y las nucas, y tambien los hombros, tambien las espaldas, las manos, de Serena Vergara, de Corrons,
El hombre era Corrons, y estaba herido de bala, por una bala de mi padre, debajo de las costillas, un tiro limpio que le habia entrado y salido en una trayectoria corta, sin llevarse ni tocar ningun organo, solo rompiendo musculo y alguna vena menor, derramandole una sangre que continuaba empapandole el pano, la compresa que en su casa se habia colocado. La mujer era Serena Vergara, que miraba con los ojos borrosos de lagrimas a su marido, a su hija, abrazandola, apretandola contra su pecho, para que la nina no la viese llorar, para que la nina no le viese el dolor ni el miedo, para que no viese nada.
Pero la nina vio. Y asi, como habia visto en la casa la mirada de agua rosa, casi roja, del padre, el golpe primero que le lanzo a su mujer, en medio de la cara, un punetazo en el pecho, como habia visto a su madre arrodillada, como habia visto la pistola y la sangre de su padre, la pistola y la sangre en las manos, la pistola apuntando la cabeza de su madre, asi, como habia visto la palidez del hombre y las encias abiertas por el llanto, vio la nina a Gustavo Sintora, con sus gafas de montura grande, con sus ojos abiertos mas abiertos, caminando frente a la ventanilla donde ella estaba con sus padres. Y lo senalo con su dedo blanco y tembloroso, lo apunto con el canon de su dedo, apoyando su yema en el frio de la ventanilla, torciendo el cuello para mirar, con una sonrisa, a su madre.
Vio, entre lagrimas, la sonrisa de la nina, Serena Vergara, y con las lagrimas que ya tenia y otras nuevas que vinieron a derramarsele por los ojos y las mejillas, vio al soldado con cara de nino andando entre el extravio de otros soldados, lo vio con su fusil y sus manos de nino, con su capote viejo, el flequillo revuelto y las gafas, lo vio, y muy despacio, su mano, la mano de Serena Vergara, fue hacia la mano de su hija, sus ojos a sus ojos, y mientras le retiraba la mano del vidrio y se la encerraba en el calor de su propia mano, le sonrio Serena, con una lagrima nueva a la nina, y le hizo un gesto de silencio, mientras pasaba la vista por la cara de su marido, por aquellos ojos entornados por el cansancio o el dolor, y volvia a mirar, ya por ultima vez, la figura de un soldado joven perdido entre la multitud, perdido como en el frente se perdian los soldados entre los soldados, entre el tumulto de la guerra y los canones, y cuando en ese instante el tren se estremecio y con un chirrido seco empezo a ponerse en movimiento, Serena Vergara sintio que era su propio pecho, su corazon, el que se rompia en un crujido ronco, su boca la que temblaba. Pero de sus labios solo se escapo un soplo leve, el aire ultimo, debil y tibio, que escapa de la boca de aquellos que dejan de vivir.
Y ya todo fue un rechinar de hierros y railes, un tunel que duro nadie sabe cuantos anos. Gustavo Sintora fue ya siempre un soldado sin patria, un hombre sin tierra ni bandera, alguien que hizo de su vida un sueno imposible, el sueno de otra vida, de una vida que nunca llego a vivir. Y asi, sin tener todavia certeza de su destino, en medio de las sombras, camino esa noche Sintora por las calles de Madrid, entre disparos perdidos, por plazas con estatuas enterradas y otras que al descubierto miraban con sus ojos de piedra la negrura del cielo.
El de Montoya fue un entierro solitario en medio de un campo gris, tan diferente al de Paco Textil meses atras, casi una fiesta el del Textil, los soldados borrachos, el peloton del brigada Garriga desfilando en silencio y los artistas dandole color a la ceremonia, Domiciano del Postigo con su verborrea y el corro de las planideras arremolinandose por los alrededores de la Casona. Todo lejano, tan distinto a aquel dia helado de marzo. El sargento Sole Vera, Doblas y Sintora, el mago Perez Estrada cubierto con un capote gris de infanteria y el faquir Ramirez fue toda la comitiva que vio entrar aquel cajon de madera basta en un boquete umbrio de ladrillos y cal humeda. En la Casona se habian quedado el enano Visente y la Ferrallista, doblada y muda desde el dia en que Montoya fue herido, intuyendo, sabiendo cual iba a ser el desenlace de aquel disparo que llevaria a Montoya a la tumba.