enano Visente dejaba caer-, ustedes no sabian nada de lo que estaba ocurriendo en aquella casa. Ustedes, usted, sargento, solo ponian su camion, una maquina, un salvoconducto falso escrito por Sebastian Hidalgo, cogian su dinero y no querian saber que era de nosotros. Un acto de soberbia el de ustedes, pasar por encima del bien y del mal pensando que ninguna fuerza, ningun viento, ninguna lluvia salpicaria su reino de dioses pequenos. Antes o despues tendrian que rendir cuentas, y hoy lo han hecho con el percance del soldado Montoya.

Doblas miraba al cura torciendo la boca ensangrentada, con los dedos, redondos y cortos, acariciando sobre sus rodillas la culata, el canon de su fusil. Los ojos no le pestaneaban, eran dos lunas tristes, alumbradas de oscuridades marrones.

– Corrons nunca entrego ningun prisionero a nadie. Siempre hizo lo mismo, a lo mejor usted lo sospechaba, sargento Vera -miro sus propias manos, temblorosas, el cura Quintana, antes de seguir-. En el momento de recibir el dinero, los hombres de Corrons aparecian por cualquier lado y mataban al prisionero y a los familiares o a quien quiera que hubiese ido a pagar el rescate que habian pedido y que luego repartian con ustedes. El Textil, aquel al que le cayo la bomba en la coronilla, si sabia lo que Corrons hacia con sus victimas, siempre estuvo de acuerdo con el. El abogado Cantos los oyo una noche. Escucho como el Textil y Corrons hablaban de una entrega, y de como habian acabado con la vida de Casimiro Olmedo, el joven que apenas estuvo en la Casona quince dias, el rubio. Pagaron por el mucho dinero, de inmediato. Lo mataron al lado de su padre y de su madre, que habia querido estar presente en el rescate de su unico hijo, verlo. Y vio. Vio como Corrons le daba un tiro en la espalda, y luego otro en la cabeza, vio como su hijo se quedo hincado de rodillas y como en medio del frio le salia un hilo de humo blanco del pelo, y luego cuatro canos de sangre bajandole por la cara. Los mataron a los tres, al rubio y a sus padres. Una vez, sargento Vera, cuando se llevaron a la madre Javiera, sus soldados, Montoya y Sintora, no se si iba con ellos algun otro, no se si ese que se llama Ansaura, oyeron el tiroteo en medio de un bosque. Pero no quisieron saber mas, como tampoco quisieron saber la suerte de Beatriz, la pobre novicia.

Levanto muy despacio la mirada el sargento Sole Vera. Dejo mi padre sus ojos fijos en los ojos del cura y le pregunto:

– ?Que paso con la nina?

– La mataron tambien, que se piensa usted. Por saber. Por saber lo que ustedes no querian saber.

– No pagaron por ella. ?Quien la mato?

– El Sordomudo quiza. Uno de esos.

– No pagaron -el sargento Sole Vera hablaba con desgana, como si ya no quisiera saber ni le importara aquello de lo que hablaba.

– Le he dicho que fue por saber, sargento Vera. Eso pensamos, aunque quiza hubiese ademas alguna bajeza de la libido por medio. Parece que oyo hablar a Asdrubal y Amadeo de uno de sus crimenes. La pobre Beatriz supo de pronto que iba a ser de ella, tarde o temprano, y no tuvo la sangre fria del abogado Cantos. Era una nina. Pura, sargento Vera, una nina pura, inocente, como nadie ha sido inocente en esta guerra que ahora va a acabar y que ustedes han perdido. Se asusto al escuchar las barbaridades que decian los hombres aquellos, la descubrieron llorando y ya no se sabe lo que ocurrio. Oimos golpes, su voz, y los roces de la lujuria, el movimiento de los hombres gozando con el peor de los pecados, pecando contra Dios y contra una de sus servidoras, ultrajando a los dos. La oimos pedir clemencia. Pensaba la pobre infeliz que alguno de aquellos individuos podia tener en medio de la oscuridad de su alma un gramo de su pureza, de su piedad. El Anselmo aquel se coloco delante de la puerta, para vigilarnos. Le cortaron el cuello, alli, en la casa, al lado de donde estabamos nosotros, rezando. Sabe, sargento Vera, a veces rezabamos por ustedes.

– Para que no los soltaramos, para librarse de que el Sordomudo o alguno de esos los matara. Rezarian por ustedes mismos -la voz de Doblas parecia salir de otro sitio que no fuese su boca. Sonaba ronca y los labios, inflamados y deformes, apenas se le movian.

– Por ustedes. Y tambien por esos desalmados sin Dios, esos hijos del infierno que mataron a la nina Beatriz. Se quedaron alli, al lado de ella, esperando que llegase Corrons. Lo unico que hicieron fue meterle unas sabanas debajo, para que la sangre no se extendiera. Nos dijeron que habia sido un accidente y ni siquiera dejaron que nos acercasemos a la pobre nina para darle el ultimo auxilio a su espiritu. Nos llevaron a la habitacion que habia en la otra punta, Asdrubal se quedo con nosotros, masticaba unas hebras de hilo y nos miraba con una medio sonrisa, sentado alli delante en uno de aquellos butacones, bailando la pierna. Cuando llego Corrons oimos voces, muchos gritos. Corrons nos volvio a decir que habia sido un accidente y que lo mejor para todos seria que ustedes no se enterasen de lo ocurrido. Se la llevaron en medio de la noche, Corrons dijo que la iban a entregar a las autoridades y que luego el se iba a Valencia, pero, por las herramientas que les vimos meter en el coche, seguro que a donde la llevaron fue a enterrarla en cualquier descampado, lejos, asustados de que se descubriera de donde venia ese cuerpo, de perder su negocio, de no poder seguir haciendo justicia, que es lo que oyo el abogado Cantos que le decia Corrons al Textil, que cobraban por hacer justicia. Lo que hacian, sargento Vera, era matar y robar.

– El Textil tampoco sabia lo de la monja esa, la nina, o a lo mejor todo era un engano y disimulaba, no se. Ya nada importa. El Textil parece que murio hace mucho tiempo, no se sabe cuantos anos -los ojos de mi padre tenian un tinte de sueno, una nostalgia profunda por aquel tiempo en el que el Textil todavia estaba vivo y aun era posible librar no se sabe que batalla en medio de esa guerra que ya solo era un panteon de sombras-. Unos muertos borran a otros, y al final tambien van borrandonos a nosotros, hasta convertirnos en fantasmas, en muertos a los que les late el corazon y andan por el mundo, pero ya sin vida, nada mas que con los recuerdos.

– A lo mejor tendria usted que haber pensado antes muchas cosas, sargento Vera. Ya, me parece, es demasiado tarde.

Se miraron los hombres, alumbrados por una luz endeble en medio de la cantina. El sargento Sole Vera, Doblas, el enano Visente y el cura Anselmo en medio de la luz. El mago Perez Estrada y el faquir Ramirez metidos casi en la penumbra, consolando a la silenciosa, muda, Ferrallista. El rumor, las risas, las sombras del ventrilocuo Domiciano, de la cantante Salome Quesada, Paquito Textil, el solista Arturo Reyes, el capitan Villegas, Ansaura, el Gitano, la de Enrique Montoya, se movian por las paredes, cruzaban la habitacion, pasando entre los hombres que en medio de la noche alentaban.

– Tambien es tarde para lamentarse. Le queda, sargento Vera, hacer frente a la derrota. El paso mas importante en la vida de un hombre. Yo tambien he perdido una guerra, acuerdese. Pero tambien se que la derrota deja de ser verdadera derrota cuando uno tiene un refugio, y usted tiene una familia. Su mujer en Malaga, una hija que no conoce. Tiene el deber de llegar alli. Salvar su vida.

– La mia y la de mis hombres, de los que me quedan.

– La suya y la de sus hombres. Si alguno ha caido en el camino no ha sido responsabilidad suya. Usted no envio a Enrique Montoya a buscar a Corrons. Ademas, el fue por proteger a otro companero, al pobre Sintora, el nino de las gafas, enamorado. Montoya fue generoso y quiza viva para recibir recompensa por su entrega, si no, el conocia el riesgo de su generosidad, lo supo desde el primer momento, desde que dio el primer paso en direccion a la casa del Marques. Yo oi los golpes que dio en la puerta, la aporreo con el fusil, gritaba el nombre de Corrons. Corrons y los suyos estuvieron mirandose, sin saber que hacer. Le abrieron cuando ya tenian las armas montadas. Yo no sabia lo que habia ocurrido, pero oli la sangre y la muerte, sargento Vera. El Marques y el abogado Cantos se quedaron en el salon principal, escuchando, pero yo me fui a la biblioteca.

– Quien, quien le disparo, a Montoya.

– No lo se, sargento. Primero estuvieron hablando, a gritos, despues hubo unos momentos en los que yo no escuche nada. Cuando empezaron otra vez las voces oi el nombre de Sintora. Hablaban de mujeres, de la de Corrons y de otra, la Ferrallista -miro el cura a la penumbra donde la Ferrallista miraba al vacio-. Corrons le dijo a Montoya que soltara su fusil, que no le apuntara, algo asi. Montoya se rio, eran unas carcajadas como las que dan en el teatro, y fue en medio de la risa cuando se escucharon tres o cuatro disparos, todos a la vez. Tiros de fusil, de escopeta, de pistola quiza tambien hubiera alguno, y por en medio de los tiros tambien hubo voces, ruidos, cosas o personas que se derrumbaban. Montoya dijo con la voz muy clara, Me han matado. Alguien grito un nombre, Asdrubal, me parece, se escucho un lamento, y luego hubo otro disparo. Y ya solo se oia una especie de llanto y alguien que repetia ese nombre, Asdrubal, o algo parecido.

El cura Quintana dejo de hablar, titubeo. Miro a Doblas, que seguia sin expresion, mirandolo a el con los ojos y la cara entera hinchados, escupiendo sangre en el suelo. Luego miro el cura al sargento. Tosio, volvio a hablar, mirandose ahora el temblor de la mano, despues mirando otra vez al sargento Sole Vera.

– Quien tiembla no soy yo, sargento, y me parece que tampoco la mano, quien tiembla es el temblor, algo

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