que nada tiene que ver conmigo. No se si me entiende, sargento Vera, a usted, de otro modo, le ha pasado lo mismo.
Pero no importa. Despues de los gritos esos que le digo, fueron hacia el interior de la casa. Oi como Corrons le gritaba al abogado y al Marques, preguntandoles por mi, que donde estaba. Yo ya me habia escondido alli, donde ustedes me vieron, en el hueco de las tablas que el propio Marques me habia ensenado hacia unos meses. Oi sus pasos por la puerta de la biblioteca, estaban muy nerviosos. Volvio a gritar Corrons. El Marques, que tenia la lengua trabada como un borracho, suplicaba y decia la verdad, que no sabia. Corrons dijo el nombre del abogado. Hubo un momento de silencio, hasta los gemidos del Marques se callaron. Matalo, dijo Corrons, con la voz baja, apenas lo escuche, pero lo dijo, Matalo. Fueron tres disparos, de escopeta, los que mataron al abogado. El Marques volvio a llorar. Yo no respiraba. Hubo carreras, algunos pasos mas por la casa, y la voz del Marques. Se lo llevaron. No se si todavia tenian el pensamiento de poder entregarlo a alguien que pudiera pagar por el. Yo me quede alli dentro. Oia el goteo de la sangre del abogado Cantos, imaginaba su cadaver, y tambien lo imaginaba vivo, como lo habia visto un momento antes. Me parecio escuchar algun ruido, quiza Montoya arrastrandose, el y su fusil, porque era un ruido seco. Espere, y cuando ya hacia un rato, no se cuanto tiempo, que no escuchaba nada mas que el crujir de los muebles y los flujos de mi cuerpo, arrastre la madera, intente salir del boquete y fue entonces cuando los oi a ustedes, su voz en la escalera, sargento, y luego sus pasos entrando en la casa. Lo demas no tengo que contarselo, pense que iban a matarme. No sabia que eran ustedes ni por que habian empezado a disparar a las paredes.
– Sonaba a hueco detras de las estanterias. Pense que habiamos tenido suerte, que Corrons estaba escondido detras de alguna de aquellas tablas.
Sonrio con desgana el cura, triste al mirar la tristeza del sargento Sole Vera, al mirar su pierna herida, apoyada en uno de los bancos de la cantina, ennegrecido el banco por antiguos vinos derramados, triste al ver la luz triste alumbrando las caras, del enano Visente, de Doblas, del faquir Ramirez, del mago Perez Estrada, triste la blancura de su camisa y tristes sus dedos apoyados en la pierna triste de la silenciosa Ferrallista.
En la lejania se oian disparos, el eco de alguna explosion. Madrid era un gran barco, tambien triste y desarbolado, que navegaba en las aguas negras de la noche, sin vigia, sin faro, sin rumbo ni capitan el barco herido. Y en la oscuridad, una sombra llegaba a los jardines de la Casona, caminando solitaria entre el esqueleto de los arboles.
Gustavo Sintora andaba por las calles de Madrid en el final de la guerra, tenia las manos manchadas por la sangre de su amigo Montoya, herido, quiza ya muerto, por el, por aquel soldado que andaba a paso rapido, esquivando miradas de otros soldados, apartandose del camino de vehiculos militares, de los disparos y las carreras y los gritos que venian de las esquinas.
Tuvo que refugiarse en un portal, Sintora, esconderse y subir escaleras arriba, porque en medio de la calle, en medio de una glorieta en la que acababa de entrar, un camion recubierto con planchas de hierro y con una torreta de metal montada sobre la caja habia empezado a disparar su ametralladora contra un grupo de soldados que habian levantado una barrera de sacos. A su lado cayo sin vida, muerto como si llevara mucho tiempo muerto, un hombre delgado y canoso, en la mano, sin soltarlos, llevaba un baston y un periodico con el retrato del coronel Casado, unas gotas de sangre se extendian sobre el papel, sobre la cara, las gafas, el bigote, del coronel. La fachada del edificio saltaba en pedazos, la piedra y la cal levantada por unas balas que no parecian venir de afuera, de la calle, sino del interior de los muros.
Corrio escaleras arriba Sintora, oyendo como los vidrios del portal y los primeros peldanos y la reja del ascensor se quebraban con las balas de la ametralladora.
Se asomo Sintora al portal, el fusil apuntando a la fachada de enfrente, a las ventanas, a otros portales. El camion de la torreta y las planchas de metal se perdia por una de las calles que salian de la glorieta, lento y pesado el escarabajo de hierro, cabeceando y ronco. El hombre muerto con el baston y el periodico seguia tumbado en el suelo, parecia haber cambiado de postura en el sueno de la muerte. Corrio Sintora, se alejo del portal y de la glorieta. Iba orientandose por calles por las que nunca habia transitado, reconociendo nombres, algun edificio visto alguna vez desde los camiones del destacamento.
Y asi, con la tarde ya vencida, llego Sintora a la Puerta de Toledo. No habia ruido de explosiones en el frente.
Se volvio Sintora a mirar a la nina. Los ojos redondos estaban ahora cerrados, la muneca en el suelo. No esta, volvio a decir, ya con cara de llanto la nina. No voy a hacerte nada, mira no voy a hacerte nada, bajaba Sintora los brazos, el fusil. A mi padre lo mataron con los tiros, los fascistas, dijo la nina entre ahogos. Yo no voy a matar a nadie, tu eres una nina, no voy a hacerte nada, ?quien no esta?
– Se han ido con las maletas, la Luci.
– ?Luz, la nina?
Se quedo callada la nina, ya sin llorar, con la cara de miedo, desconfiada.
– ?La nina que vive aqui?
Afirmo, leve, con la cabeza. Miro Sintora la sangre, la puerta.
– Y su padre -dijo la nina con un asomo de voz-, y la madre de la Luci.