Y tal como vieron salir por el portalon del patio al mago y al faquir, en la lejania, vieron entrar dias despues una comitiva de militares y autoridades en medio de la cual ondeaba al viento la sotana de un cura. Solo cuando lo tuvieron muy cerca identificaron el sargento y sus dos soldados al cura Anselmo Luque Quintana. Los oficiales y falangistas que le daban escolta se quedaron a unos pasos, el se acerco con una sonrisa, mirando al sargento Sole Vera. Lo saludo sacudiendo la cabeza con gesto afirmativo, con sus temblores.
Le miro la mancha del pantalon, la oscuridad de la sangre seca, el cura, y la sonrisa se le hizo triste. Usted no habia estado preso nunca, verdad, sargento Vera, le pregunto el cura. Pero el sargento no le contesto, siguio mirandolo sereno, con su gorra de plato ladeada sobre la frente y una astilla de madera colgandole de los labios. Ya tiene mas conocimiento, dijo el cura, ya sabe mas del mundo. Los hombres que acompanaban al sacerdote miraban al sargento con repugnancia, torcian el cuello y miraban para otro lado por no ver el desprecio del sargento.
– Pero ya no le hace falta mas conocimiento.
– Ni mas palabras -hablo el sargento por primera vez.
– Ni mas palabras -se sonrio generoso el cura-. Usted y yo nunca podremos ser amigos, esta escrito en las estrellas, nos quiso privar Dios de esa posibilidad. En otra vida sera, asi que mejor ser breves en esta que ahora vivimos. He venido aqui con estos caballeros para darle la libertad, para que se vaya de aqui, a Malaga, para salvarlo. No le parezca soberbia si se lo digo.
– Para sacar un alma del infierno.
– Si.
– ?Para lavar sus pecados en la otra guerra?
– Solo para salvarlo, sargento Vera.
Afirmo muy levemente el sargento con la cabeza, y de reojo miro a Doblas y a Sintora:
– Ellos son mis hombres, lo que me queda, y su suerte es la mia.
– Le queda una familia. Y la vida. Esa es la suerte de usted.
Lo miro sin sonrisa ni palabras el sargento Sole Vera. Movio la pierna herida, que empezaba a tener el olor dulce de la podredumbre. Se saco despacio la astilla de palo de la boca y le dijo al cura que no habia venido a salvarlo, sino a tentarlo, y que no estaba haciendo el papel de un santo, de un pastor de almas, sino el papel del demonio.
El cura dio unos pasos atras y estuvo hablando unos instantes con los hombres que lo acompanaban. Habia uno de bigote fino y negro, vestido de paisano, que negaba con la cabeza, que giro sobre si mismo, escupio al suelo y se alejo del grupo, andando con zancadas largas. Dijo el nombre de Cristo cuando se iba y en el otro extremo del patio estrello contra la pared a un preso que le estorbaba en el camino. El cura Anselmo Luque Quintana se acerco de nuevo y hablo otra vez con el sargento, sin mirar nunca a Doblas ni a Sintora. Se iran con usted, sargento Vera, los dos, dijo, y luego anadio, Me he alegrado, a pesar de los pesares, de conocerlo. Y todavia, antes de irse, mirando la pierna extendida sobre el poyo de piedra, dijo, Que Dios le acompane y le perdone los pecados. Y se fue el cura con aquella corte de uniformes y camisas azules, su sotana ondeando negra en la sombra del patio.
Al sargento Sole Vera, mi padre, lo llevaron a la enfermeria. Lo metieron detras de un biombo y le hicieron una cura. El medico le dijo que tenia la pierna medio podrida. Le puso un vendaje y le dio unas gasas y unos polvos para que se los pusiera en el camino a Malaga. Con escolta de dos soldados pasaron por la habitacion donde habian estado desnudos, y el sargento miro, tiradas en el suelo, su gorra de plato con las insignias de sargento y su guerrera de cuero, alguien habia pasado por encima de ella y le habia dejado la huella de barro de un zapato. Desvio la vista el sargento y la desviaron sus dos soldados. Por un pasillo largo salieron al frio de Madrid en medio de la manana.
Dos dias despues de que se fueran el sargento Sole Vera y Doblas, salio Gustavo Sintora en un nuevo tren camino de Malaga. La guerra habia terminado, por mas que continuara todavia su trabajo de destruccion y muerte, por mas que su estela se prolongara durante no se sabe cuantos anos en la vida de muchos de aquellos hombres, para los que la batalla y la huida no acabaria nunca. Pero volvieron los anos a reunirlos, volvieron con el tiempo a saber unos de otros. Volvio con el tiempo a saberse de los hombres que lucharon.
Vivian en Malaga el sargento Sole y Doblas, tambien Sintora, los ojos creciendole lentamente detras de las gafas. Y un dia, once anos despues de que ellos llegaran, por separado y vencidos, de Madrid, entro por la puerta del cafe Cruz el comandante Villegas. No vieron sus rasgos con el contraluz y la claridad que, poniendole aureola de santo, llegaba de la calle, pero en aquella figura alta y delgada, el sargento Sole Vera reconocio a su antiguo capitan. Y dejo de hablar el sargento que ya no era sargento, miraron a donde el miraba, su ayudante Doblas, el Toto y el padre de Luisito Sanjuan. Venia algo demacrado, con las ondas de su tupe en orden y pintado de canas, el bigote recto y un abrigo colgando del brazo, el comandante Villegas, que ya tambien habia dejado de ser comandante, y militar, soldado. Se quedo alli de pie, dejo que mi padre se le acercara y se abrazo con un gesto lento al que habia sido sargento Sole Vera. Se abrazaron los dos hombres despacio, dandose palmadas suaves en la espalda, con las sienes juntas y los ojos abiertos.