Entonces si me acordaba de Malaga y de mi madre, de como me miraban sus ojos, me acordaba de sus manos y tambien de mis manos en la palanca del tranvia, y de como la luz de la manana y el mar pasaban por el fulgor de la ventanilla, notaba que ya no podia con tanta guerra, y seguia andando, pegado a la respiracion de Doblas y al paso cojitranco del sargento Sole.

Por la noche y por el dia sacaban presos de la carcel. Se los llevaban en camiones. Decian que a otra carcel, pero todos sabiamos que era para matarlos, sin venganza ni ira, siguiendo la tarea cansada y sangrienta de los matarifes. Estuvieron varios dias en la carcel viendo el paso de militares vencedores, de falangistas y curas. Oyendo los nombres que desde una ventana un soldado iba leyendo, los nombres de aquellos que partirian en el proximo turno. Al mago Perez Estrada y al faquir Ramirez los soltaron a los dos dias de estar presos, salieron juntos, con un anciano y un adolescente, casi un nino, que habian atrapado escondido en una alcantarilla, pestilente y demacrado. El mago y el faquir salieron a pie, con pasos cortos y hombro con hombro, casi cogidos de la mano, despues de despedirse del sargento y de los dos soldados del antiguo destacamento. El faquir Ramirez lloroso, con el pespunte de sus cicatrices arrugado, y el mago Perez Estrada, digno y altivo, sobreponiendo una sonrisa por encima de la pena, elegante a pesar de la tizne y los manchurrones de su traje blanco que ya no era blanco.

Y tal como vieron salir por el portalon del patio al mago y al faquir, en la lejania, vieron entrar dias despues una comitiva de militares y autoridades en medio de la cual ondeaba al viento la sotana de un cura. Solo cuando lo tuvieron muy cerca identificaron el sargento y sus dos soldados al cura Anselmo Luque Quintana. Los oficiales y falangistas que le daban escolta se quedaron a unos pasos, el se acerco con una sonrisa, mirando al sargento Sole Vera. Lo saludo sacudiendo la cabeza con gesto afirmativo, con sus temblores. Viendonos, ni siquiera puso la vista en Doblas ni en mi. Solo escudrinaba con sus ojos mojados y su temblor la cara del sargento, que seguia mirandolo, sentado en el poyo de cemento, con la pierna estirada y en alto, la herida abierta otra vez.

Le miro la mancha del pantalon, la oscuridad de la sangre seca, el cura, y la sonrisa se le hizo triste. Usted no habia estado preso nunca, verdad, sargento Vera, le pregunto el cura. Pero el sargento no le contesto, siguio mirandolo sereno, con su gorra de plato ladeada sobre la frente y una astilla de madera colgandole de los labios. Ya tiene mas conocimiento, dijo el cura, ya sabe mas del mundo. Los hombres que acompanaban al sacerdote miraban al sargento con repugnancia, torcian el cuello y miraban para otro lado por no ver el desprecio del sargento.

– Pero ya no le hace falta mas conocimiento.

– Ni mas palabras -hablo el sargento por primera vez.

– Ni mas palabras -se sonrio generoso el cura-. Usted y yo nunca podremos ser amigos, esta escrito en las estrellas, nos quiso privar Dios de esa posibilidad. En otra vida sera, asi que mejor ser breves en esta que ahora vivimos. He venido aqui con estos caballeros para darle la libertad, para que se vaya de aqui, a Malaga, para salvarlo. No le parezca soberbia si se lo digo.

– Para sacar un alma del infierno.

– Si.

– ?Para lavar sus pecados en la otra guerra?

– Solo para salvarlo, sargento Vera.

Afirmo muy levemente el sargento con la cabeza, y de reojo miro a Doblas y a Sintora:

– Ellos son mis hombres, lo que me queda, y su suerte es la mia.

– Le queda una familia. Y la vida. Esa es la suerte de usted.

Lo miro sin sonrisa ni palabras el sargento Sole Vera. Movio la pierna herida, que empezaba a tener el olor dulce de la podredumbre. Se saco despacio la astilla de palo de la boca y le dijo al cura que no habia venido a salvarlo, sino a tentarlo, y que no estaba haciendo el papel de un santo, de un pastor de almas, sino el papel del demonio. Al cura le temblaron mas los temblores, y una ola de labios le paso por la sonrisa, que dejo de serlo y que volvio a resurgir entre tanto oleaje y temblor, sin dejar de mirarlo, al sargento. Doblas tenia los ojos para otro lado y a mi las gafas se me resbalaban por la nariz, como si al pronto la cabeza se me hubiera achicado.

El cura dio unos pasos atras y estuvo hablando unos instantes con los hombres que lo acompanaban. Habia uno de bigote fino y negro, vestido de paisano, que negaba con la cabeza, que giro sobre si mismo, escupio al suelo y se alejo del grupo, andando con zancadas largas. Dijo el nombre de Cristo cuando se iba y en el otro extremo del patio estrello contra la pared a un preso que le estorbaba en el camino. El cura Anselmo Luque Quintana se acerco de nuevo y hablo otra vez con el sargento, sin mirar nunca a Doblas ni a Sintora. Se iran con usted, sargento Vera, los dos, dijo, y luego anadio, Me he alegrado, a pesar de los pesares, de conocerlo. Y todavia, antes de irse, mirando la pierna extendida sobre el poyo de piedra, dijo, Que Dios le acompane y le perdone los pecados. Y se fue el cura con aquella corte de uniformes y camisas azules, su sotana ondeando negra en la sombra del patio.

Vinieron dos soldados a buscarnos a los pocos minutos. Nos llevaron a una habitacion sin muebles, nos pusieron desnudos a los tres. Todo tenia aire de matadero, con las paredes desnudas y los azulejos sucios, uno tenia manchas de sangre. Al sargento se le iba un caldo marron y espeso por la pierna, Doblas se tapaba sus partes de hombre haciendo coraza con las manos. Nos trajeron ropa de calle, sucia, de muerto, y luego nos llevaron a otra dependencia donde habia un militar, teniente, un mostrador y una mesa. Fue diciendo el nombre de cada uno y nos fue entregando un papel.

Al sargento Sole Vera, mi padre, lo llevaron a la enfermeria. Lo metieron detras de un biombo y le hicieron una cura. El medico le dijo que tenia la pierna medio podrida. Le puso un vendaje y le dio unas gasas y unos polvos para que se los pusiera en el camino a Malaga. Con escolta de dos soldados pasaron por la habitacion donde habian estado desnudos, y el sargento miro, tiradas en el suelo, su gorra de plato con las insignias de sargento y su guerrera de cuero, alguien habia pasado por encima de ella y le habia dejado la huella de barro de un zapato. Desvio la vista el sargento y la desviaron sus dos soldados. Por un pasillo largo salieron al frio de Madrid en medio de la manana.

Se fueron esa tarde, Doblas y el sargento. Ya no era sargento el sargento Sole Vera, ya no era militar ni servidor de la Republica, solo un hombre herido. Se fueron esa tarde los dos en un tren que atravesaba campos abandonados y casas destruidas. Estaciones en la noche y kilometros, ruido, ruina, paradas en medio de la madrugada y cansancio, y la nueva vida, pobre y dura, al final de los railes. Se fueron en un tren con banderas el sargento Sole Vera y Doblas, a Malaga, y yo vi entrar en el vagon pintado de verde la cojera del sargento y la tristeza de Doblas, su boca mellada de dientes metalicos sonriendome desde lo alto de los escalones de hierro, la mirada serena, inmovil, del sargento.

Por Madrid mataban a la gente, y yo apretaba el salvoconducto en el bolsillo de mi chaqueta, gris y con olor a otro cuerpo. Fui a casa de Serena, a ver las ventanas sin luz y la puerta cerrada. Ya no estaban las manchas de sangre, solo un grumo negro. La puerta tenia un eco de tumba cuando mis nudillos la llamaron. Mil veces me fusilaron sobre aquellas tapias que habia frente a la casa, separando la calle de las vias de los trenes, mil veces cai herido y mil veces dije su nombre mientras andaba, soldado en derrota, por las calles donde Madrid habia dejado de ser una ciudad.

Dos dias despues de que se fueran el sargento Sole Vera y Doblas, salio Gustavo Sintora en un nuevo tren camino de Malaga. La guerra habia terminado, por mas que continuara todavia su trabajo de destruccion y muerte, por mas que su estela se prolongara durante no se sabe cuantos anos en la vida de muchos de aquellos hombres, para los que la batalla y la huida no acabaria nunca. Pero volvieron los anos a reunirlos, volvieron con el tiempo a saber unos de otros. Volvio con el tiempo a saberse de los hombres que lucharon.

Vivian en Malaga el sargento Sole y Doblas, tambien Sintora, los ojos creciendole lentamente detras de las gafas. Y un dia, once anos despues de que ellos llegaran, por separado y vencidos, de Madrid, entro por la puerta del cafe Cruz el comandante Villegas. No vieron sus rasgos con el contraluz y la claridad que, poniendole aureola de santo, llegaba de la calle, pero en aquella figura alta y delgada, el sargento Sole Vera reconocio a su antiguo capitan. Y dejo de hablar el sargento que ya no era sargento, miraron a donde el miraba, su ayudante Doblas, el Toto y el padre de Luisito Sanjuan. Venia algo demacrado, con las ondas de su tupe en orden y pintado de canas, el bigote recto y un abrigo colgando del brazo, el comandante Villegas, que ya tambien habia dejado de ser comandante, y militar, soldado. Se quedo alli de pie, dejo que mi padre se le acercara y se abrazo con un gesto lento al que habia sido sargento Sole Vera. Se abrazaron los dos hombres despacio, dandose palmadas suaves en la espalda, con las sienes juntas y los ojos abiertos.

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