pero que, a partir de la muerte de David Aldrey, se le hicieron indispensables. Queria cerciorarse de lo que para el simplemente era obvio. Recorrio muchos puntos de la ciudad, circulando velozmente en su automovil como si en cierto modo huyera de cada una de sus comprobaciones. Y no le faltaba razon para ello pues las voces, unanimemente, se pronunciaron contra el. En el Hospital General le aseguraron que no constaba en sus archivos el internamiento de unos pacientes a los que se denominara exanimes. Nunca habian oido hablar de tales enfermos y rechazaban que pudiera darse una patologia como la descrita por Victor. Le despidieron entre chanzas y suspicacias. Tampoco la Hemeroteca Municipal le sirvio de mucho pues los archiveros le informaron que los periodicos de aquel ano aun no habian sido clasificados y todavia tardarian en serlo bastante tiempo debido a ciertas innovaciones tecnicas. De otra parte, las emisoras de radio y television no facilitaban sus grabaciones para consulta sino pasados dos anos tras la emision. El perimetro del silencio era cada vez mas extenso y amenazaba con cerrar el cerco. Las dos ultimas comprobaciones que Victor hizo antes de desistir le reafirmaron en esta idea: en la sede del Senado supo, por unos ujieres, que la institucion funcionaba normalmente, al igual que siempre, y dos calles mas abajo unos obreros que trabajaban en el jardin de la vieja Academia de Ciencias dijeron que, de acuerdo con sus noticias, aquel edificio llevaba anos deshabitado. El vacio generaba verdades inconmovibles mientras su verdad, tambaleandose, se demostraba mas y mas infundada.

Recurrio, por fin, a los carretes almacenados en la caja metalica durante doce meses. Al abrirla Victor se apercibio de que no tenia una conciencia muy clara de su contenido. Su cronica del tiempo de los exanimes podia haberse transformado, en definitiva, en la cronica de su propia enajenacion, de modo que alli no se hallaran registrados los acontecimientos vividos sino, unicamente, los espectros por el imaginados. Sentia, al mismo tiempo, ganas de llegar al fondo del desafio y aunque no estaba seguro de que sus fotografias le facilitaran el camino no veia otra manera de intentar acceder hasta el.

Se encerro en el laboratorio y durante los dos dias siguientes, con escasos intervalos de descanso, estuvo dedicado a revelar muchos de los carretes. Cuando por fin, terminada esta tarea, pudo examinar el conjunto de sus fotografias el balance fue, en cierto sentido, decepcionante: si estaba contenida alli una relacion pormenorizada de lo sucedido a lo largo del ultimo ano, pero enseguida tuvo la sospecha de que, fuera de el mismo, los demas que contemplaran aquellas imagenes podrian desorientarse facilmente. Maldijo las trampas del fotografo, de las que tanto se habia aprovechado y que ahora se volvian contra el. Al secuestrar las escenas, arrebatandoles el tiempo al que pertenecian, el fotografo domesticaba su aliento primitivo para luego ofrecerlas a ojos ajenos dotadas de un tiempo neutro que el creia dominar. Victor estaba convencido de que esta era la fuerza de la reproduccion fotografica, superior, tantas veces, a la del modelo.

Sin embargo, en algunas ocasiones el cazador caia en su propia trampa, incapaz de sortear los artificios concebidos por el mismo. Y esto era exactamente lo que experimentaba Victor ante los centenares de fotografias que habia revelado. Le parecieron, por lo general, escenas secas, sustraidas a su tiempo original, aunque, simultaneamente, reacias a que el les insuflara su propio tiempo. Eran testimonios marchitos y, en cuanto tales, habian dejado de poseer el aroma de los minutos y de las horas. Sin duda se encontraba ante lo que muchos de sus colegas hubieran calificado de material valioso, pero Victor no queria llevarse a engano: aquel material era inservible, al menos para probar la existencia de algo tenido por improbable y, por parte de muchos, por imposible. Los diversos rastros del desvario de la ciudad perdian contundencia ante la idea firme y compartida de que la ciudad jamas habia entrado en tal desvario.

Por supuesto, reflejadas en las fotografias, se veian las sucesivas secuencias: las calles anormalmente desiertas o anormalmente abarrotadas, las cordilleras de escombros, los edificios incendiados, las concentraciones de multitudes en torno a los agitadores, las arengas de los profetas, los ejercicios temerarios de los funambulos, las intervenciones prodigiosas de Ruben, vestido siempre con su trasnochado traje blanco. Se veian, al fin, los grandes protagonistas, los exanimes, afectados por una insolita enfermedad al principio y luego aberrantes portadores del mal, condenados a desaparecer los primeros de la memoria colectiva. Victor se detuvo ante las fotografias de su primer reportaje en el Hospital General que dieron pie a la publicacion de la noticia y tambien ante las que realizo, acompanado de Arias, tras los linchamientos de primavera. Las caras inexpresivas, los ojos huecos, las sombras de un miedo insondable, lo terrible, demasiado reiterativo para no volverse rutinario.

Repaso, en suma, los fragmentos del delirio. Para el eran cercanos, cotidianos, frutos de una larga convivencia. Pero bien pudiera ser que para muchos otros no fueran sino fragmentos de un montaje circense o de una escenografia operistica. Nada demostraba lo contrario y, dado que lo que alli se habia registrado era imposible que sucediera en una ciudad moderna y civilizada, lo mas probable es que todo se debiera a la simulacion y al juego. Una representacion, a veces divertida y parodica, a veces sordida, rozando el mal gusto, que, sin embargo, en poco se distinguia de tantas otras representaciones divertidas, parodicas y en ocasiones sordidas a las que estaban acostumbradas las ciudades emprendedoras de la epoca actual.

Algunas figuras sobresalian momentaneamente, interrumpiendo la representacion: Arias en su desvencijado apartamento, David a la salida del Paris-Berlin, Angela junto al cuadro de Orfeo, Max Bertran adoptando una pose estudiada. Eran, desde luego, figuras con luz propia. Y, sin embargo, a pesar de esto, Victor no lograba rescatarlas del laberinto. Al margen de este vivian en su afecto pero sumidas en el, contempladas en el mismo paisaje que poblaba el resto de las figuras, ya no le pertenecian. Pertenecian, ellas tambien, al gran equivoco. La ciudad habia sonado una pesadilla en la que todos, sin excepcion, desempenaban un papel. Todos estaban incorporados. Todos habian sido complices de un mundo que al ser, luego, rechazado los convertia a todos en habitantes de la niebla. Ninguna silueta era nitida, ninguna identidad era estable. Nadie escapaba a la niebla.

Victor quemo todas las fotografias, anadiendo de inmediato al fuego los carretes sin revelar. Unicamente cuando el olor acido y penetrante que desprendia la chimenea lleno toda la habitacion empezo a sosegarse. Un cierto placer, no ajeno a la nostalgia le hizo observar detenidamente las llamas violaceas que consumian su trabajo. Sus fotos habian pretendido retener el alma de la ciudad y ahora esta pretension se descomponia lentamente bajo el efecto de un fuego que tenia algo de liberador. La ciudad estaba comprimida en el reducido espacio de su chimenea, de modo que pudo imaginar facilmente como sus distintos componentes iban quedando reducidos a cenizas. La habitacion olia a asfalto quemado, a carne chamuscada, a hierro fundido: el tiempo ardia velozmente arrastrando en su disolucion las pruebas de sus hazanas y delitos. Los hombres aborrecian las pruebas de su locura y no tenia sentido oponerse a esta voluntad. Cuando el fuego hubo devorado sus fotografias Victor experimento un notable alivio. Despues de todo era inutil obcecarse con la conviccion de que el poseia tales pruebas.

Jesus Samper le llamo por telefono para felicitarle la Navidad. Tras recordarle la conveniencia de tomar una rapida decision sobre la nueva muestra fotografica que proyectaba le invito a su fiesta de Nochevieja.

– Nos vemos muy poco, Victor. Sera una buena oportunidad para que nos reunamos. Muchos amigos ya me han confirmado su asistencia. Creo que habra mas gente que el ano pasado.

Victor dejo en suspenso la aceptacion, balbuceando excusas poco convincentes. Samper, antes de despedirse, se lo recrimino amistosamente:

– Te estas comportando como un misantropo, y eso no es bueno para la salud. Hazme caso, venid Angela y tu. Os divertireis.

Samper no fue el unico: las felicitaciones navidenas llovieron desde todas partes como si los que le rodearan estuvieran empenados en competir con alardes de efusividad. Victor supuso que a todo el mundo le sucedia lo mismo, cruzandose los deseos de bienestar hasta formar una espesa red que, en los propositos y las ilusiones, mantuviera alejada la desgracia. Todos los anos se repetia puntualmente en estas fechas una operacion similar, de manera que las variaciones eran tan escasas que bien hubieran podido resumirse en la media docena de formulas que se heredaba a traves de las sucesivas generaciones. Los ritos para apelar a la fortuna eran parcos y reiterativos.

A pesar de todo Victor, durante aquellos dias, escucho timidamente las proposiciones de sus interlocutores. Lo hizo, con una atencion enfermiza casi, tratando de detectar algo que rompiera la uniformidad de las expresiones. Queria adivinar la intencion callada, apoderarse del mas minusculo desliz que confirmara que aquel ano no habia sido como todos los anos. Leyo tarjetas de felicitacion o atendio las llamadas telefonicas con el espiritu del cazador furtivo que irrumpe alevosamente en terrenos ajenos para cobrarse las piezas codiciadas. Pero busco en vano manchas que ensombrecieran el rutinario idioma de la felicidad navidena. Ninguna alusion a que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal en los meses precedentes. Ni siquiera deseos de que el inmediato porvenir fuera menos turbio que el inmediato pasado. A juzgar por lo que leia o escuchaba el deseo de que nada perturbara la paz de la poblacion se formulaba con la seguridad de que nada, en los tiempos recientes, la habia

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