– Te espero pasado manana aqui, a las ocho de la noche -anadi cogiendo mi bolsa y despidiendome con la mano-. Adios, Setrak, que lo pases bien. -Y entre en el hotel dispuesta a darme un bano para calmar mi ansiedad, tomarme un whisky y cenar opiparamente en el restaurante del ultimo piso que, como decia la guia, tendria la mejor vista de pajaro sobre la noche de la blanca Alepo.
X. Alepo la blanca.
Alepo es una de las grandes ciudades del mundo arabe, comparable a Amman, Rabat, Tripoli o Tunez, y aunque una gran mayoria de sus habitantes siga siendo cristiana, se la considera la tercera ciudad islamica por las trescientas mezquitas y ‘medersas’ que elevan al cielo sus alminares. Es la segunda ciudad de Siria con poco mas de un millon de habitantes y mantiene vivo el espiritu de competencia con Damasco de la que le separan trescientos cincuenta kilometros. Su historia se remonta al tercer milenio antes de Cristo cuando era una ciudad hitita llamada Halap que con los siglos y las invasiones paso a ser macedonia, romana, bizantina y finalmente musulmana. Segun la tradicion fue en una de sus montanas donde el profeta Abraham apacento sus rebanos.
Alepo y en general la Siria del norte deben desde siempre su riqueza al marmol y las ceramicas, el vino, el aceite y la seda, y la fabricacion del famoso jabon de laurel. Es tierra de grandes familias que durante generaciones ocuparon los puestos administrativos y juridico religiosos, y cuyo poder e influencia siguen vigentes aun hoy.
Es una ciudad rica en una zona rica, sobre todo desde que la construccion de la presa Al Assad hizo posible que se cultivara trigo y algodon en grandes extensiones de terreno fertil. Alepo es famosa, ademas, por sus excelentes pistachos, estos arbustos de flor roja que cubren campos y valles en toda la demarcacion.
En este viaje y en otros posteriores al norte de Siria visite un sinfin de ‘tels’, testimonio del paso sucesivo de civilizaciones: amories, hititas, arameas, macedonias, seleucidas, romanas, bizantinas, y cientos de escuelas, mezquitas, torres y castillos de la epoca arabe de los omeyas. Deambule por las terrazas, salas y mazmorras de la ciudadela y de su castillo, el mayor y con toda seguridad el mas impresionante monumento historico de Alepo al que acuden todos los dias turistas del interior y del exterior, la gran mezquita de los omeyas, el manicomio y, en los alrededores, las ciudades muertas del norte de Siria.
Pero lo mas impresionante de Alepo es su ciudad antigua, un sinfin de zocos y callejas medievales cubiertas que serpentean a lo largo de mas de doce kilometros y que segun sus habitantes es la mejor de Siria aunque nunca hay que decirselo a un damasceno porque la rivalidad entre las dos ciudades sigue latente desde tiempos inmemoriales.
Al dia siguiente de mi llegada anduve paseando por sus callejuelas bajo una cubierta de bovedas y arcos de medio punto entre los cuales se abren a la luz del sol pequenas claraboyas que lanzan sus rayos sobre la multitud, hasta que, con ayuda de un minucioso y detallado plano, me hube familiarizado un poco con ella. Las ciudades antiguas desconciertan al viajero, sus zocos angostos y a veces empinados siguiendo la orografia del lugar, no tienen mas indicacion que las innumerables tiendecillas que se abren a ambos lados de la calle, y solo cuando por mera casualidad o cuando, perdida la orientacion, reconocemos tal o cual producto o la figura de un anciano frente a sus legumbres o sus especias, nos parece haber encontrado de nuevo el hilo de nuestro deambular.
Las callejas estan repletas de publico que, quiza por la costumbre de caminar entre multitudes, no choca entre si ni siquiera se roza como si tuvieran todos un extrano sentido que les hiciera zigzaguear contoneandose y evitar al que avanza en direccion contraria sin cambiar el rumbo. Pero yo no tenia este sentido ni caminaba al mismo ritmo que ellos, por esto me detenia y me arrimaba a la pared cada vez que queria mirar una tienda.
De pronto note la presion de una mano sobre la cadera y me volvi airada contra un muchacho que me miraba con guasa y que a su vez se volvia hacia sus amigos riendo la gracia, o tal vez la apuesta. Segui mi camino y me asome a una tienda apenas mayor que un armario, con sacos de especias o de petalos de flores para perfume. Olia el ambiente a cardamomo, clavo de olor y pimienta, y a los aromas de la antiguedad, salvia, canela, laudano, mirra, nardo, azafran y resina, mientras seguian los arabes su infatigable deambular por los zocos, los hombres en busca de su pequeno negocio, de la compra diaria, del amigo con el que tomarse un te; las mujeres mirando embelesadas las joyas y las telas de los mostradores y escaparates, llevando bultos de un lugar a otro, caminando y riendo en grupos empujadas por la oleada humana.
Callejas iluminadas de apenas dos metros de anchura donde es posible encontrar de todo excepto una chilaba blanca de hilo como la que compre hace anos en Argelia, porque aqui todas tienen adornos, dorados y colorines. Me acerque a un limpiabotas para que me limpiara los zapatos y para mi sorpresa fue el quien se sento mientras yo tuve que permanecer en pie. Me miraban los hombres y las mujeres murmurando a su vecino palabras que yo no entendia. Apenas habia espacio en este tramo y me envolvian no solo sus miradas sino tambien los racimos de esponjas que colgaban del techo, las pilas de colchones, de vasijas, de cubos y cachivaches, todo de plastico ya, todo en colores chillones y en cantidades industriales.
Los arabes miran. Caminar por la calle es pasar entre una fila de miradas como el dia de la boda pasan la novia y el capitan bajo el tunel de sables. El arabe mira siempre. No mira con curiosidad, desprecio, admiracion, lascivia, pasmo o sorna. No, solo mira. Jamas vuelve la cabeza para mirar o seguir mirando, ni hace gesto alguno si no alcanza a ver. Mira lo que tiene delante. Se entera de lo que ocurre, de lo que pasa ante sus ojos, sin mas.
Acostumbrada al norte de Europa, donde no mirar se ha convertido en una virtud publica, o al sur, donde mirar es desde hace siglos una audacia, una impertinencia, cuando no un conato de violacion o un ultraje, las miradas de los arabes dan confianza. Pasados los primeros dias de turbacion o desconcierto me sentia una mas entre los que caminaban por la ciudad y miraba yo tambien, miraba a ese senor que avanzaba pasando las cuentas de su rosario, a las mujeres que arrastraban las cenefas de oro de la orla de su tunica, a los obreros y campesinos con sus ‘kufies’ a cuadros, o a las ancianas velado el rostro bajo esa mascara que las alejaba del mundo pero no las separaba de el.
Segun mi guia, una mujer sola nunca debe mirar de frente a un hombre porque este lo tomara como aceptacion de una insinuacion. Pero no es asi. Lo que quiza queria decir la guia, es que una mujer no debe sostener la mirada de un arabe, quiza porque para un centroeuropeo es tan insolito mirar a los demas que aun no han logrado distinguir entre mirar y sostener la mirada.
El olor dulzon de la fruta se mezclaba mas alla con el de la fragua de las herrerias. Venian despues las carnicerias donde cuelgan del techo como trofeos las cabezas de los corderos y las carcasas, y mas alla los barriles de aceitunas, pepinillos y berenjenas, y toda clase de quesos frescos de formas distintas, en hilachas, en piramides, nadando en aceite en barrenos siempre de plastico.
Me acerque a comprar jabon de laurel a un hombrecillo anciano que
presidia un pequeno corro, y tras ofrecerme una taza de te se lamento en frances de que hoy dia los jovenes ya solo quieren aprender el ingles. En la pared de la tienda colgaba un relieve en barro del presidente hecho en serie cuyo vaciado se habria ensanchado con la repeticion y el uso, y el rostro enjuto de Al Assad aparecia con grandes mejillas, gordo, irreconocible.
Eran casi las cuatro de la tarde cuando sali de nuevo a la plaza junto al Hotel Amir. Me cegaba la luz del sol y estallaba en mis oidos un ruido indescriptible sobre el eco de fondo de las bocinas. La barahunda ahogaba la oracion de los almuedanos que aun con la potencia de los megafonos no lograba hacerse un hueco entre las radios de los tenderetes, los frenazos de los coches y el griterio de los vendedores callejeros. Y por si fuera poco, los altavoces de las tiendas de discos atronaban la calle, la plaza y la ciudad entera, desafiando el rugido de tempestad de la estacion de autobuses donde una multitud abigarrada compraba pinchos de cordero en puestos ambulantes. Densas columnas de humo escapaban de los hornillos y formaban en el aire un vaho espeso con olor a carne adobada y chamuscada y a pimientos asados que aliviaba la acidez de los desperdicios apelmazados en los rincones. Unos campesinos contemplaban embobados los aparatos de musica alineados en los estantes de una tienda, sin inmutarse ni percatarse siquiera del amplificador que junto a su oido lanzaba ensordecedores reclamos y chirridos desconyutados, una mezcla de musica occidental y melodias del desierto.
Apretaba el calor, no quise pensar lo que seria en el mes de agosto, porque esta ciudad es como una sarten, una hondonada inmensa de la que emerge la ciudadela y el castillo, rodeado de un circulo de lomas que detiene el viento del mar y del desierto.