de los recien llegados para llevarse despues la suya a la frente.

No se como pude salir de alli porque cuando se dieron cuenta de la presencia de una extranjera me abrieron paso para que fuera a saludar a los recien llegados, bebi luego varias tazas de te con ellos en las que moje unos roscones tan apelmazados, dulces y sabrosos como los que hacen en todos los pueblos de Espana y despues me hicieron pasar al ‘liwan’ de la casa y sentarme en el corro de las mujeres, donde no puedo recordar si entre por mi propio pie o empujada por una multitud enfervorizada dispuesta a exaltarse y agitarse por todo cuanto ocurriera aquella tarde.

Entendi que esperabamos a que acabaran de asarse los corderos en el fuego que alguien habria encendido al fondo de la calle. Alli estuve con ellas, saludando a los que entraban con una inclinacion de cabeza, sonriendo a los ojos fijos en mi, mi mano entre las suaves y tiernas de la gran madre que presidia la fiesta, feliz entre esas gentes acogedoras y amables a las que no volveria a ver jamas, aunque un poco confundida tambien porque, entre aquellas maternidades de amplios ropajes y velos negros que me miraban con ternura y curiosidad, mis pantalones blancos tenian un aire exotico y desplazado.

El Hotel Baron

El Hotel Baron se parece muy poco al de la postal que anuncia sus pasados esplendores. Sin demasiadas contemplaciones se ha subido un piso al edificio de piedra que fue construido en 1909 en lo que eran entonces las afueras de la ciudad. Se dice que no hace aun cuarenta anos se podian matar patos donde hoy hay calles populosas en las que se suceden los bazares, las agencias de viajes, los hoteles y cientos de oficinas y viviendas.

No es posible sentarse en la amplia terraza como recomiendan las guias porque no hay mesas ni sillas, asi que entre al bar por una de las grandes puertas cristaleras y me acerque a la barra. Toda la estancia sigue siendo como era en la epoca gloriosa, me conto el barman mientras zarandeaba con estrepito la coctelera que contenia mi martini. El salon estaba repleto de sillones ingleses, sillas tonet, sofas de cuero o de terciopelo, ajados pero dignos, igual que la hermosa alfombra persa gastada por los pasos; alguien debio de sustituir hace anos los primitivos grabados ingleses por los dibujos al pastel de beduinos y camellos que cuelgan de las paredes y un viejo cartel publicitario de una compania aerea ya desaparecida. La luz era mortecina y apenas distinguia las etiquetas de unas curiosas botellas de licor que se alineaban en la hornacina tras la barra, junto con banderines y figuras diversas, regalo de las marcas de whisky.

Cuando me sirvio el martini, el barman me conto que el propietario tenia cuarenta y dos anos, aunque a quien pertenecia de verdad el edificio era a un anciano, hijo del fundador, que se arrastraba a ultima hora por el bar contando antiguas magnificencias a quien quisiera escucharle.

El martini era excelente y lo paladee entreteniendome en abrir y comer pistachos mientras oia los nombres que me repetia sin parar el barman, la lista oficial de los que estuvieron aqui, comenzando por el presidente Hafez al Assad y el rey Faysal I del Iraq, el Cheij Zayed Ibn, Kemal Ataturk y siguiendo con la realeza europea de principios de siglo y entreguerras sin olvidar jamas el tratamiento de Su Majestad o Su Alteza segun correspondiera, siempre con gran reverencia: Su Majestad el rey Gustavo Adolfo de Suecia, Su Majestad la reina Ingrid de Dinamarca, Su Alteza Real el principe Bertil de Suecia, Su Alteza Real el principe Pedro de Grecia, lord y lady Mountbatten, los duques de Bedford…, y hasta que termine mi martini siguieron los de otros muchos reyes, principes, duques, duquesas y gobernantes de antano, todos ellos procedentes de los paises nordicos, a los que tanto gustaban los viajes a lugares exoticos a lomos de camellos enjaezados con damascos y terciopelos, o en vagones de trenes primitivos forrados de terciopelos e iluminados con lamparas de cristal, o incluso a pie aunque bajo una sombrilla que sostenia un nativo envuelto en lienzos. Entre la larga lista que enumero como si fueran trofeos propios no habia un solo meridional.

Paso despues a los que me interesaban y pedi otro martini mientras los nombres de Charles Lindbergh, el joven Winston Churchill, Agatha Christie, Yuri Gagarin, William Saroyan y Lawrence de Arabia me devolvian a los tiempos miticos y llenaban el bar de rostros conocidos, vestidos los hombres con el indispensable esmoquin o el frac que no abandonaban a esta hora ni en el mismisimo desierto y las damas con sus vestidos de seda abotonados hasta el cuello, o mas tarde aquellas que se atrevieron a cortarse el cabello a lo ‘gar &on’ y a fumar en boquilla mostrando al mundo las piernas enfundadas en medias de seda negra bajo faldas de flecos y lentejuelas. Vi el asombro en los ojos de los indigenas que, a falta de television, los contemplaban tras las grandes cristaleras de la terraza o entre los pliegues brumosos de los visillos bordados, mudos de estupor ante esas visiones procedentes de un mundo lejano al tiempo que su memoria se anadia a la memoria colectiva e iba configurando en torno a ellos y a sus gestas heroicas el halo de misterio y de leyenda con que habian llegado hasta mi.

Cuando ya me iba, el recepcionista del hotel me mostro todos los libros del registro, donde yacian escondidos los nombres de mas personajes, por si queria hojearlos y descubrir otros que no estuvieran en los folletos publicitarios ni en boca del adiestrado barman. Pero habian dejado de interesarme, los martinis rondaban por mi cabeza mezclados con la nostalgia de tiempos perdidos que en este bar calido y un tanto depauperado por los anos y el olvido se habia hecho mas evidente, mas lacerante, mas inquietante que ante los sacerdotes y principes esculpidos en piedras hititas y sumerias con los que ayer habia pasado la tarde.

La vuelta a casa.

Volvi al hotel con una melancolia que solo atemperaba la decision de dejar para otro viaje todo lo que me quedaba por ver, la visita a las iglesias y el barrio armenio donde los cristianos van vestidos a la europea aunque con lentejuelas y donde los domingos las mujeres llevan todavia mantilla de blonda para ir a misa. Y me distraje con el aire del anochecer y la contemplacion de las familias que volvian a casa despues de un dia de fiesta: los ninos descompuestos y los padres fatigados llevaban escrito en el rostro el anhelo de descanso, solo las mujeres mantenian intacto el panuelo en la cabeza que ningun cansancio, ningun trajin parecia capaz de aflojar, de desmoronar, de desplomar. Hay distintas formas de ponerse el panuelo, me decia meditabunda: el panuelo del oscurantismo, el de la ocultacion, el de la tradicion y la elegancia, el del viento y el del trabajo. Y de pronto todo me parecio complicado y sin demasiado interes porque yo tambien estaba agotada.

A las ocho en punto de la noche, Setrak me estaba esperando y a la luz de neon del vestibulo del hotel su cara parecia mas malhumorada aun de lo que yo la recordaba.

– Es tarde -dijo como saludo.

– ?Tarde para que? -pregunte yo.

– Es de noche ya. No hay luz.

Llegaremos a Damasco a las doce de la noche. Seria mucho mas sensato quedarnos una noche mas.

– Quiero estar por la manana en Damasco, y no estaremos mas de tres horas con este coche tan rapido - replique con cierta sorna mientras me metia en el asiento de atras.

Hasta mas tarde, una vez que dejamos atras la ciudad, no entendi lo que ocurria: el camino ante nosotros era negro, apenas penetrado por la luz de unos faros endebles como dos velas frente a la potencia cegadora que precedia a los camiones que nos cruzaban.

– ?Les pasa algo a las luces?

– pregunte.

– Las luces van bien, no pueden ir mejor, mejor que esto imposible.

Ibamos tan despacio y tan a ciegas que para no ver y no sufrir me tumbe en el asiento, me hice un almohadon con la chaqueta y cerre los ojos.

Al dia siguiente iria a alquilar un coche para seguir viajando por mi cuenta, porque no me veia capaz de resistir otro dia con Setrak. Por la noche tenia la cena con Ismail, el palestino del avion, en el restaurante Sahara.

Luego iria a Palmira. El proximo martes habia quedado con Alfonso Lucini, el consul, para ir al Libano, y con su mujer, Carmen, para visitar la estacion de Hiyaz, del arquitecto espanol Fernando de Aranda, y al dia siguiente visitaria los Altos del Golan con el embajador. Todavia no me habia banado en el Eufrates ni en el Orontes y el tiempo corria como siempre mas rapido de lo que yo habria querido. No es cierto, como dicen en Barcelona, pense, que haya mas dias que longanizas, lo que hay es mas, muchas mas longanizas que dias.

De pronto la idea de ver a Ismail me dio pereza. En el avion habia llegado a creer que gracias a el podria

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