el autobus que desde la ciudad traia a Vera, amparada entre turistas y viajeros, clandestina tras sus gafas oscuras. Era la vispera del tiroteo. El corazon de Bastian, entonces feliz, galopaba excitado ante el reencuentro tras casi dia y medio sin verla, con el enamoramiento y el deseo entrechocando sus respectivas intensidades y rebotando de pura felicidad bruta contra las paredes de carne y sangre de su cuerpo. Los latidos de hoy son igualmente vigorosos, pero crueles y desolados, desdichados por el panico al hueco infinito que para Bastian sigue entranando el mundo de los vivos. Brincan en su pecho al borde de la nada, sin afectos reales a los que aferrarse, abandonados a la deriva sobre el abismo sin fondo de su ser vaciado.

Aparca ante la estacion de autobuses y busca elementos que distingan este escenario autentico del que custodian sus recuerdos, como en aquel viejo pasatiempo consistente en encontrar diferencias minimas entre dos dibujos aparentemente identicos. La primera que salta a la vista es la lluvia gris de hoy, tan distinta a la luminosidad veraniega de cuatro anos atras, que parecia convocada para resaltar el oro de la piel de Vera. Llevaba aquel vestido azul celeste con el que el la veia infinitamente desnuda. Puede que entonces aparcara el en este mismo lugar, puede que unos metros mas alla. En los pueblos, los autobuses no suelen cumplir los horarios con exactitud, pero aquel dia el retraso de varios minutos, lejos de irritarlo, fue un acicate para la excitacion del deseo. Era, como es hoy, la hora del mediodia, porque hoy Bastian ha querido llegar a la misma hora del mediodia que entonces.

Saca de la guantera la carpeta que reposa bajo el revolver, rebusca entre los papeles del interior y extrae el croquis de la plaza que hace poco, cuando supo que no tenia otro remedio que enfrentarse a su pasado, se obligo a dibujar lo mas detalladamente que pudo, como un calentamiento de las funciones de la memoria: la forma rectangular de la plaza, el area de la estacion y las dos calles principales, una a la izquierda y otra, por la que acaba de acceder al pueblo, a la derecha. Reflejo unicamente lo principal, descartando detalles como la panaderia del extremo, el quiosco de prensa, la heladeria ahora cerrada porque es otono, el estanco de toda la vida, la callejuela empinada que sube hacia la iglesia y el ayuntamiento, los dos restaurantes de servicio familiar, el hostal o las escalinatas de piedra que conducen hacia la carretera del unico escenario que merece el nombre de protagonista en su vida: el viejo caseron del acantilado. Por alguno de estos accesos, ignora cual, irrumpio agonizante en la plaza Amir o Amin y desbarato con su profusion de sangre la paz del aperitivo estival. Nunca llego a saber el nombre exacto del pistolero. ?Lo mataste tu, Vera? ?O cuando ocurrio estabas muerta porque Amir o Amin te habia matado antes a ti? Esa pregunta sin respuesta, que se ha repetido hasta el delirio, le suena flamante y recien inventada cuando se la formula en el lugar de los hechos.

Saca de la carpeta el recorte de periodico provincial que narra lo que paso aquel dia. Lo ha leido y releido docenas de veces, hasta memorizarlo, y sin embargo ahora vuelve a estudiarlo como si, al encontrarse donde todo acontecio, el texto impreso pudiera alterarse milagrosamente para contar una version distinta: una version, por ejemplo, en la que Vera hubiera sobrevivido; entonces el, se lo ha repetido siempre con teson masoquista, no habria sido destruido por la carcoma de la culpa ni por el panico fisico; sobre todo, por el puro panico fisico. Pero las letras y las palabras son las mismas, inalterables como la realidad que acontecio: «Ajuste de cuentas entre delincuentes en pueblo turistico de la costa», dice, como siempre ha dicho, el titular impreso en papel amarillento. Salta la vista hasta el parrafo noveno donde, tambien como siempre, se lee lo que siempre se ha leido: «… A. G. R., de veintiseis anos, sembro el panico entre los viandantes al aparecer, cubierto de sangre, en mitad de la plaza». Tampoco el periodico ha aclarado nunca si era Amir o Amin. Por el transcurso perverso del tiempo que fluye, los hechos acontecidos en el pasado permanecen difusos, y ello solo en el caso de que alguien se empene en recordarlos, como Bastian ahora. De lo contrario se deshilachan y desintegran, dejan de existir. Y como primera y mas clara prueba de su decadencia inevitable, de su importancia esencialmente desprovista de importancia, se desordenan. ?Quien podria saber ahora si en el orden real de los hechos tuvo lugar primero la llegada en autobus de Vera a esta plaza donde el la esperaba enamorado o la irrupcion de Amir o Amin banado en sangre? Aparte de Bastian y de su obsesion, nadie sabe ni puede saber que la llegada de Vera fue primero, un jueves de junio, y la irrupcion de Amir o Amin tuvo lugar al dia siguiente, viernes. Tampoco sabra nadie dentro de unos anos, o dentro de unos meses, o dentro de unas semanas, acaso tampoco sabe nadie hoy el lugar que ocupa en ese orden impreciso el mismo: un hombre que un dia de noviembre espia su propio pasado, escondido tras los cristales de un coche desdibujados por la lluvia.

?Por donde empezar su pesquisa?, se pregunta. ?Y cual es con exactitud esa pesquisa? No hay respuestas, pero si sabe que unicamente aqui puede llegar a resolver la cuestion que lo ha martirizado durante estos cuatro anos que lleva muerto a su manera, y que el impacto de la ciega en el restaurante ha reactivado con tanto apremio:

?Me traicionaste, me abandonaste a mi suerte? ?Nada fue verdad? ?Ni una sola de tus palabras y tus actos de amor?

Un sonido de motor irrumpe en sus pensamientos. Al mirar, su estomago no puede reprimir el alboroto del vertigo: el autobus llega como entonces, y Bastian, igual que un nino perdido, se aferra por un instante a la idea de que Vera se apeara de el, volvera a apearse, luminosa de vida, en el vestido azul celeste que hacia mas infinita su desnudez. Ese latido, tan infimo que casi carece de duracion, resulta sin embargo suficiente para evocar la vieja intensidad perdida del deseo y hacerle anorar sus garras aranando las paredes del estomago. ?Es posible desear a una mujer muerta? Bastian traga saliva al aceptar que la respuesta podria ser positiva. Vera todavia existe, Vera todavia es. Muerta, odiada y maldita. Pero ?y deseada? Al principio el, con toda ingenuidad, llamo amor eterno a su ansiedad febril. Dentro de Vera se sentia a salvo de todo mal, y eyacular en ella lo convertia en amo y senor del universo durante unos pocos segundos que lo sostenian sobrevolando la eternidad. ?Como renunciar a ello? Creia muerto ese deseo cruel, pero permanecia agazapado en la tumba de profundidad insuficiente que cavo el en su propia memoria. Deseo vivo e imposible de matar… Basto la mujer ciega para resucitarlo.

Del autobus se apea, sorpresivamente, otra inesperada fiera de la jungla del pasado: Julian, muy envejecido y todavia mas delgado que entonces, desciende parsimonioso, mirando hacia un lado y hacia otro con el ceno fruncido por el teson irreversible de quienes ya no pueden volver a ser inocentes, airado o temeroso como si su olfato de viejo policia le hiciera sospechar que alguna presencia amenazadora acecha en cualquiera de los coches estacionados en la plaza. Bastian se encoge por instinto en el asiento, y piensa que tal vez no es el unico a merced de los propios recuerdos. Julian, para ayudarse a descender, se agarra al soporte del gran espejo retrovisor de la puerta del autobus. Lleva en la diestra un baston sobre el que reposa el peso del cuerpo al caminar. La cojera resulta un elemento nuevo, Julian no la tenia cuando cuatro anos atras era un oficial de la policia municipal a punto de jubilarse. Cojera nueva en hombre viejo: la vida no escatima sorpresas negras ni cuchilladas imprevistas. Julian enfila renqueando la empinada callejuela, solitario y probablemente proximo a su propio final, y, al alejarse, su silueta logra parecer la de un anciano bondadoso y entranable. Es un impulso, y no la razon, quien dicta a Bastian sacar el revolver de la guantera y echarselo al bolsillo de la gabardina. Aqui nadie lo amenaza, pero lo mueve la costumbre de cuatro anos de clandestinidad, un vicio adquirido al saberse en el punto de mira de los sicarios de Humberto, armados con el serrucho y el alfiler.

Se apea y cierra el coche. Acaba de apoyar el pie sobre las calles de Padros, e intenta, como si fuera un juego, ubicar con exactitud cuando piso estas piedras por ultima vez. Si, tuvo que ser en la manana del domingo siguiente al viernes mortal, cuando tras dos dias en estado de ansiedad extrema esperando noticias de Vera que nunca llegaron, sono en la casa el disparo preciso, uno solo, que lo aterrorizo, lanzandolo a su fuga interminable. De un salto abandono el sofa donde permanecia hundido a merced de negros pensamientos y sin mirar atras subio a su coche de entonces, acomodo a los pies del asiento del conductor la bolsa con el botin, seis millones largos de euros en efectivo que abultaban poco y pesaban menos, y condujo hacia el pueblo tratando de mantener la calma, repitiendose en voz baja, como una cinta sin fin, que todavia era, y por tanto podia parecer, un apacible vecino camino de la panaderia un domingo por la manana. El eco del disparo revivia una y otra vez en su cabeza, instandole a huir. Ya en la plaza, y antes de enfilar la carretera de Madrid, se apeo y corrio hacia el quiosco de prensa aprovechando un semaforo para comprar el periodico y buscar entre los resultados del futbol y la actualidad politica alguna referencia a la muerte de Amir o Amin acontecida en ese mismo lugar dos dias antes. Pero no la encontro. Si, esa fue la ultima vez que piso Padros. Luego inicio la fuga, en compania del regalo del diablo: todo el botin para el debido a la muerte de Vera, la verdadera ladrona. Seis millones de euros con pasado de sangre y futuro de muerte, el numero de la bestia reducido de triada a individualidad: la de su desvalida persona.

Suspira antes de tirar tras Julian calle arriba. No es el frio otonal ni el viento inhospito cargado de lluvia lo que le obliga a alzar el cuello de la gabardina y encoger los hombros, sino los recuerdos, que parecen caer sobre el

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