momento, y viendo al cura enfrente, se le ocurrio que el infierno consistia en que todo el mundo se fijara en ti. La noche anterior habian acabado en lo de dona Eulalia, tomando la sopa, escuchando a las putas, y durmiendo con Fidel y Nano en un colchon atravesado en el suelo de la entrada.

– Tu, por ejemplo. Fuera de los libros de texto, ?has leido a algun filosofo? -don Maximo iba con sotana, y su cara brutal, mas que la de un filosofo, parecia la de un asesino de filosofos.

– Los que me han mandado.

Noto que la clase se movia, pero estaba demasiado cansado como para preocuparse de eso. En el fondo, Jacobo pensaba que ya se habia ido del Instituto, aunque estuviera alli. Pensaba que no habia vuelto, que habia caido en ese sitio como podia haber caido en cualquier otro esa manana.

– Dime uno que te hayan mandado -dijo don Maximo sin inmutarse, quiza decidiendo simplemente si aquella pieza se la iba a comer cruda o cocida.

– Platon, si le parece bien.

– ?Tu has leido a Platon? -el cura no cambio de cara, pero Jacobo sintio que se volvia mas atenta.

– Solo un poco.

– ?Y te gustaba?

– Me gustaba que los personajes hablaran.

– ?Por que?

– No lo se.

– Quiza porque querian saber.

– No lo se. En todo caso, porque no les gustaba lo que sabian.

Don Maximo apoyo su corpachon cruzando las manos sobre la mesa y acerco la cabeza como si fuera a embestir.

– ?Te gusta la filosofia?

– No, senor.

– ?Por que?

– Porque no me gustan los filosofos.

– ?Por que?

– Porque a la mayoria lo que le gusta es decir frases.

– ?Y que tienes tu contra las frases?

– No tengo nada contra el que pesca un pez. Pero yo no le llamaria pescador.

Don Maximo no cambio de postura, pero estuvo segundos mirando al muchacho alto, vestido de azul, con el pelo cortado a tazon, y los ojos brillantes, castanos y absolutamente desafiantes.

Cuando don Maximo se marcho, Jacobo cerro los ojos y reconstruyo la escena. Seguramente el cura no le preguntaria mas. El no tenia nada que decir, el no queria contestar a nada. Podian dejarle en paz ahora que ya no estaba alli. Pero enseguida empezo a sentir la presencia cercana, aquellos ojos que, aunque cerrase los suyos, seguian mirandole y entonces a el no le quedaba mas remedio que zambullirse en el aguamarina. Pero eso era asunto suyo mientras mantuviera su juramento de no acercarse a ellos, de no obligar a que le mirasen.

Despues de la humillacion del Alcatraz, ella le habia dicho:

– La conozco bien. Es tia mia. Disfruta asi.

El no habia contestado y, a partir de ese momento, ella, que se llamaba Christine y que tenia un apellido frances, habia aceptado su silencio de los dias siguientes sin mayor esfuerzo. A medida que Jacobo sentia lo que a el le parecio indiferencia, mas se convencia de su juramento y mas, tambien, pensaba en ella.

Con los ojos todavia cerrados, escucho a uno de delante que se volvia y le decia a Christine:

– Anoche, cogimos el Alfa Romeo del padre de Joaquin y fue una pasada. Por cierto, ?por que no viniste?

– Lo de siempre. Mi madre -contesto Christine.

– Nos hicimos Piquio a toda pastilla, con las ventanillas bajadas y gritando a todo el mundo: «?Inteligente, eres inteligente!» No te lo vas a creer, pero no hubo nadie que no se cabreara.

No veia la cara de Christine y no queria imaginarla mientras escuchaba aquella mamonada.

– ?No te parece gracioso? Por lo menos nos divertimos. Esta ciudad esta cada dia mas conazo. ?Que le pasa a tu madre?

– Nada de particular. Ella se divierte odiandome.

A las once, salieron al recreo. Jacobo echo una carrera hasta el Mercado Central, en la trasera del Ayuntamiento, y se presento en el puesto de Matilde, la mujer de Fermin, que trabajaba de dependienta de carniceria. Era una mujer bajita, gorda y agitanada, una antipoda de su marido, el vikingo atronador.

– Pasa, anda -le dijo sin mirarle mientras atendia a una senora-. Ya he hablado con la duena y dice que no le importa. Vendra dentro de nada. El hornillo lo tienes aqui debajo.

Jacobo dio la vuelta al puesto, que hacia esquina y entro empujando un panel del mostrador. Espero a que se fuera la senora y le dijo a Matilde:

– Pon cincuenta pesetas de panceta.

– Con eso no vas a morirte de hartura. Cuando no este la duena no hace falta que pagues. Y yo te pongo lo que quiera, ?estamos?

– Pero acabara dandose cuenta.

– Quedate tranquilo. No lleva el metro de medir panceta en el bolsillo.

Jacobo saco un hornillo de gas y una sarten pequena de una cajonera y se retiro hacia la pared de azulejos. Poco despues, cuando Jacobo observaba el retorcimiento hirviente de las lonchas en su propia grasa, escucho una voz familiar que decia:

– Cuatrocientos gramos de jamon. Con cuatrocientos vale, ?no? Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Que si, que vale con cuatrocientos.

Jacobo fue levantando la cabeza con la lentitud de llevar un peso en la nuca, un peso que no era el peso del cansancio ni de nada reconocible. Y, mientras hacia ese movimiento, tambien se fue dando cuenta de que habian pasado tres segundos de silencio extrano, de silencio que venia de fuera, hacia el.

El que habia hablado era el de la historia del Alfa Romeo, un tal Alvaro o algo asi. Detras de su cara de platano descolorido, a medias entre lo rubio y lo traslucido, aparecieron las tres caras que se sentaban cerca de el en el aula. Todas con la mirada clavada y un gesto de atencion penetrante o que a Jacobo, por lo menos, le penetraba. Y, por ultimo, hacia la derecha, la cara de Christine, tranquila, con los inmensos ojos de mar adentro, echandole encima el oleaje distante de su parpadeo y empujandole aun mas lejos. Estaba en cuclillas, con el hornillo en el suelo, y sintio que estaba arrodillado y suplicando que aquellos cinco pares de ojos no le pasaran mas por encima, como pasan los cascos pisoteadores de un caballo.

Despues de muchos, muchos minutos, Matilde dijo:

– Aqui teneis. Seiscientas ochenta.

Cuando se marcharon, se asusto al ver que Matilde corria hacia el con la cara congestionada, cogia la sarten en llamas, la apartaba y la soplaba, mientras decia a gritos:

– Por el amor de Dios. ?Donde tienes la cabeza?

Ese fue el primer dia en que, al salir de clase, Jacobo empezo a seguir a Christine hasta su casa. Bajaba por la Plaza Porticada, cogia la calle General Mola y terminaba en un portal de la Plaza de Pombo. Jacobo la seguia a mucha distancia, atemorizado no porque le descubrieran, sino por lo que estaba descubriendo de si mismo. Los que siguen los pasos de otro, no van a ninguna parte, creia que habia escuchado decir a Roncal.

6

El Gran Sol habia hecho una de sus travesias largas. Atraco en Santander el 14 de octubre, a la una y media de la madrugada, con las camaras mas llenas que de costumbre y un marinero enfermo, el padre de Jacobo. El maestro desembarco apoyado en el brazo de Roncal, pero nada mas tocar tierra, las piernas se le doblaron y cayo al suelo como un fardo. Entre Jacobo y el cocinero le ayudaron a levantarse.

– Vamos a llevarle a la Residencia. No le muevas de aqui. Yo voy a por el coche -dijo Roncal.

Jacobo permanecio en el muelle sin atreverse a dar un paso, con su padre colgado del cuello, mientras la tripulacion, el patron y los demas le decian cosas o le hacian preguntas a las que no respondia. Fidel y Nano no

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