Un bano a medianoche es incomparable.

Olga habia replicado:

– ?Para que? Mejor aun banarse desnudo, sobre todo hoy que hay luna.

Siguio este ultimo consejo. A las doce en punto regreso del puerto, descendio a la playa y se echo al agua. La primera sensacion al subir a la superficie y hallarse solo fue la de vivir un momento absoluto, de entera plenitud. El agua en la noche le producia un inedito placer en la piel, un ritmo jubiloso en la sangre, una rara claridad intelectual que le capacitaba para recibir cualquier mensaje que viniera del mar. Pero, de repente, advirtio hasta que punto era total su soledad. Entonces le parecio que la marea subia, que las sombras de las barcas ancladas a su alrededor cobraban vida. Un miedo inexplicable le invadio. Por dignidad dio unas brazadas aun, pero sin dejar de mirar la mancha que el montoncito de su ropa hacia en la arena de la playa. Esta mancha era el unico cordon que le enlazaba con el mundo, su unica seguridad. A pesar de lo cual oyo, bajo sus pies, extranos chasquidos emergentes de ignotas lenguas submarinas. Y al mismo tiempo un escalofrio en las piernas, como un calambre. Sin dejar de sentirse feliz por todo ello resoplo un instante y, deslizandose sin hacer ruido, se dirigio a tierra. Luego marcho con lentitud a la Colonia.

Al dia siguiente entro en tromba en la vida de la Colonia y en la vida de San Feliu. Por la manana la comitiva, ninos y ninas, bajaban a la playa, precedidos en lo alto por constelaciones de cometas. Ejercicios gimnasticos, y luego el bano. Olga llevaba un maillot blanco y nadaba a la perfeccion, escoltada por los mayores de la clase. A veces desaparecia bajo el agua y surgia al cabo de un rato mucho mas lejos, no sin que David se hubiera llevado un buen susto. Algunas de las ninas se tendian en la playa y los chicos las iban cubriendo de arena.

Por la tarde, excursion, bordeando la costa, por entre los pinos, salpicandola de comentarios sobre la vida de los veraneantes en sus residencias. Hacia el atardecer, leccion de tema vario y luego trabajo manual. Cuadritos tallados en madera y, sobre todo, en corcho, que era lo peculiar del pais. Olga ensenaba a las ninas a hacer munecas. Unas munecas de trapo muy expresivas, con el esqueleto de alambre. Un amigo de David, companero de promocion, que ejercia en el pueblo, habia ido a visitarlos. Tocaba la guitarra y aportaba un fondo sentimental al corcho y a las munecas. Cuando el sol se ponia, todo el mundo, sentado, asistia a su muerte con la mirada, sobrecogido el animo ante la grandeza de la hora y el tono violento -morado y escarlata- en que se resolvia la inmensidad del cielo. Luego se encendia una hoguera y se cantaba.

Ignacio no perdia detalle de las reacciones de los alumnos. Queria aquilatar de cerca los resultados del Manual. Todavia era temprano para emitir un juicio sobre ellos. Por de pronto, llevaban once dias alli, a todos les habia tostado el sol. Tal vez sus ademanes y su mirar revelaran cierto sensualismo. «?Por que cubrian de arena las piernas y el vientre de las chicas? ?Por que empleaban un vocabulario superior al que les correspondia por la edad?» Debia de ser la distension que creaban las vacaciones. Santi, el chico de los enormes pies, era muy grosero. Era incomprensible que David y Olga le prefirieran. «?Que virtudes tendria ocultas? O tal vez le prefirieran por caridad…»

De todos modos, se dijo que no se encontraba alli para escarceos psicologicos. Lo mejor era salir el solo a la buena de Dios, bajar por su cuenta al pueblo de San Feliu, centro veraniego de la region. Ninguna idea preconcebida, ningun plan concreto. Mirar y gozar de la alegria del mar, del cromatismo de la Fiesta Mayor.

?Valgame Dios, pronto comprendio la expresion de los ojos de los chicos! Toda la playa, y especialmente la zona acotada por una valla -donde iba la gente de pago-, era un milagro de muchachas hermosas. Le habian dicho muchas veces que las mujeres en el mar no hacen ninguna impresion, que la excesiva desnudez atenua el misterio. Ignacio penso que en San Feliu no ocurria nada de eso, todo lo contrario. Las chicas tenian, o bien aire de languidez que atraia irresistiblemente, o bien daban una sensacion de plenitud, de belleza y fuerza que encandilaba los ojos. Aparte las consabidas deformidades y raquitiqueces, que por lo demas cuidaban muy bien de no exhibirse demasiado, de esconderse entre las barcas.

Pronto comprobo un hecho: el nivel de belleza era muy superior entre la gente que se banaba en la zona de pago. Seria absurdo negar aquella evidencia. ?Que se le iba a hacer! Como reconocia Julio, la elegancia era un hecho humano anterior a las teorias democraticas.

Ignacio se dijo: «He de banarme en la zona de pago». Pero tenia presente la advertencia de su padre: «Gasta lo menos posible». Asi que se decidio a usar de un ardid corriente para cruzar la valla sin pasar por la taquilla: la via maritima.

Espero a que se bajaran a la playa los ninos de la Colonia, se desnudo, dejo la ropa al cuidado de uno de ellos, se interno en el mar y luego, nadando, corto en diagonal hacia el terreno acotado. Una vez alli nadie le pidio explicaciones y uso de todos los privilegios como los demas.

A media manana, de una de las casetas, pintarrajeada de lineas blancas y verdes, salio un hombre con un inmenso balon azul, balon que en seguida revoloteo por entre los banistas levantando gran algazara. Era un hombre que se movia con sorprendente naturalidad. Cuerpo atletico, aunque ya de hombre maduro. Fumaba en un larga boquilla. Se hizo el amo, sin que nadie se preguntara por que. Ignacio movio la cabeza varias veces consecutivas, pues reconocio en el al comandante Martinez de Soria.

Minutos despues, una muchacha de extraordinarios ojos verdes, con gorro de goma que le minimizaba la cabeza, se dirigio hacia Ignacio con ademanes coquetos y, viendole algo apartado, le mando el inmenso balon azul. Ignacio quedo en suspenso. Temio que el balon, resbaladizo, le jugara una mala pasada, lo cual seria grave, pues todo el mundo le estaba contemplando. Concentrando todas sus fuerzas, dio un enorme salto, emergiendo del agua hasta medio cuerpo. Luego pego un punetazo. Su proeza debio de ser algo verdaderamente fuera de serie, pues todo el mundo aplaudio; a la muchacha no la veia porque habia quedado tras la masa azul del balon.

Paso todo el resto de la manana en estado febril, dandose cuenta de que hacia teatro, en honor a aquellos ojos verdes que no se apartaban de su piel. La muchacha era de una belleza que barria todo cuanto habia conocido antes. Entonces le asalto un pensamiento comico: si se marchaba nadando, ella descubriria que habia entrado fraudulentamente en las zonas de la elegancia. Alguna amiga le diria: «?Ya ves! Debe de ser un pescador».

Tenia plena conciencia de lo mezquino que era aquello. Pero algo superior a el le retenia en la arena. Hasta que, muy tarde, la muchacha entro en una caseta y salio vestida. Al pasar a su lado dijo: «Adios». El se levanto y correspondio al saludo. Minutos despues volvia a sumergirse en el mar para cruzar la zona acotada.

En realidad no tenia idea del tiempo transcurrido. A medida que se acercaba al lugar iba mirando la playa, casi desierta. ?Y los alumnos? ?Y su ropa…? No veia a nadie. Por fin descubrio, sentado en una barca, solo, inmensamente solo y aburrido, al chico al que habia confiado sus pantalones, su camisa, sus alpargatas.

Ignacio se sintio avergonzado. Salio del mar empapado de agua y Chorreando de verguenza.

– Pero… ?que hora es?

– No se. Las tres y media, creo.

– ?Oh, pobre chico! Lo siento de veras.

Miro al nino. Tenia expresion inteligente, tal vez un poco de soberbia.

– No habras comido, claro…

– Empezaba a comerme las alpargatas, pero sabian mal.

A media tarde los chicos le rodeaban, no querian soltarle. Pero el se moria de ganas de bajar a San Feliu. La cordialidad de los alumnos le halagaba; sin embargo, un impulso mas fuerte que el se le hacia irresistible. Se peino en su cuarto, arriba, se mojo la cara, se seco, salio de la Colonia y, saludando a todos, se lanzo cuesta abajo. Eran las cuatro y media en punto.

Temprano, pero no importaba. Ya se oian las sardanas… En un santiamen se encontro en el llano. El Paseo del Mar estaba abarrotado. Autobuses, entoldado, cafes rebosantes, un Circo. «?Helao, al rico helao…!» Los veraneantes de plantilla, refugiados en la terraza de su Casino habitual, contemplaban el bullicio con ironico agradecimiento.

En la orilla, una gran multitud. Se acerco: las regatas. Uno, dos, tres, ocho balandros doblaban la curva del rompeolas, tan inclinados que parecia que de un momento a otro se decidirian a tenderse horizontalmente en el agua. Sin embargo, de repente se erguian, avanzaban como flechas en direccion a la meta, situada en zona de pago. Cada balandro llevaba un experto y una venus, ambos destacandose contra los macizos acantilados de Garbi, enormes, a la derecha de la bahia.

Ignacio se dejo ganar por el espectaculo. ?Hermoso combate! Y los acantilados… Se prolongaban durante kilometros y kilometros, hasta Tossa de Mar. Crines rocosas de tono amarillento o rojizo, miles de pinos

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