Con el temor a perder de nuevo la cobertura, me incorpore despacio, sin realizar un solo movimiento brusco, abandone la cama y me dirigi en mi version de hombrecillo a la ventana de la habitacion, desde la que a la luz de la luna observe la calle, que tenia el encanto medieval del casco antiguo de las ciudades centroeuropeas. Cada vez que pestaneaba, regresaba a mi version de hombre grande, en la que, tumbado sobre el divan de mi cuarto de trabajo, fumaba un Camel cuyos efectos narcoticos se manifestaban tambien, con una violencia sorprendente, en mi version de hombrecillo.

Tras permanecer un buen rato en ese estado, dejandome ir de una habitacion a otra, de un cuerpo a otro, cabria decir, como el que se balancea agradablemente en un columpio, aparecio de subito el hombrecillo, es decir, su mente, que se comunico telepaticamente conmigo, como si volvieramos a ser dos. Y eramos dos, pero a la manera de unos siameses que compartieran el mismo aparato digestivo, el mismo higado, los mismos pulmones, aunque no siempre el mismo cerebro, ni por tanto los mismos intereses. Dijo que habia estado unos dias fuera de la circulacion debido a los efectos del tabaco que fumaba yo y de las copas de vino que me tomaba. Me disculpe por mis excesos, pero anadio que no me preocupara, pues le gustaban los efectos de la nicotina y el alcohol, hacia los que habia desarrollado finalmente una tolerancia saludable. Tambien agradecio que me hubiera masturbado en cuatro o cinco ocasiones utilizando para mis fantasias eroticas la imagen de mi esposa. Esto me turbo un poco, pues aunque era cierto que desde que dormia solo venia practicando el onanismo casi como cuando era joven, no se me habia ocurrido pensar que estaba alguien mas en el secreto.

– Para agradecerte todas estas experiencias, y para que las repitas en mi provecho -anadio el hombrecillo-, te voy a proporcionar yo una inolvidable.

Dicho esto, se levanto y salimos a la calle, que estaba desierta. Mientras recorriamos la ciudad, que tenia hermosos puentes de piedra sobre rios domesticados, percibi en los ojos de mi siames asimetrico un punto de excitacion malsana. Al principio pense que quiza me conducia a un prostibulo de hombrecillos (?como, si solo tenian una mujercilla y era reina?). Enseguida comprendi que se trataba de algo peor.

18

Aquella manera erratica de andar en medio de las sombras no era, en efecto, la del que se dirige a un burdel. Tampoco, me parecio, la del que busca una taberna o un casino. ?Que otras experiencias podria proporcionar la noche en una ciudad desierta, con todas sus puertas y postigos clausurados? ?Quiza el simple placer del paseo a la luz de la luna? Tal vez si, pense ingenuamente, pues apreciaba la limpieza del aire que acariciaba mi piel y penetraba en mis pulmones, y de la que se beneficiaba tambien mi version grande, cuyo cuerpo, sobre el divan del estudio, consumia con gusto el cigarrillo recien encendido. Aquellos dos sabores mezclados, el del tabaco rubio y el del aire oscuro, proporcionaban a mis dos extensiones tal grado de bienestar que senti un arrebato de euforia fisica y mental inolvidable.

No duraria demasiado aquel estado de plenitud, ya que al dar la vuelta a una esquina, y en un instante en el que la cobertura mental entre el hombrecillo y yo alcanzo la intensidad de nuestros primeros dias, comprendi de subito que pensaba hacerme participe de una experiencia criminal.

– ?Que experiencia es esa de la que hablabas? -pregunte entonces.

– La que estas imaginando -dijo el-, vamos a matar a alguien, para que veas que se siente.

– No quiero saber que se siente al matar a alguien -proteste.

– Tampoco querias beber ni fumar ni follar ni masturbarte…

Los pasos de mi siames enano (y los mios por tanto) sonaban sobre el empedrado de un modo funebre y seductor, como esas canciones que a la vez de hundirnos en la melancolia nos elevan espiritualmente, espoleando nuestras capacidades creativas. Habia tambien en aquel ritmo un eco como de musica sacra, de cantico espiritual, de celebracion religiosa relacionada con las postrimerias. Entonces, sin dejar de errar por aquellas calles estrechas, flanqueadas por edificios de piedra, abri los ojos en mi version gigante (sin que en esta ocasion se cerraran por eso en la otra) y apague el cigarrillo, que estaba a punto de consumirse entre mis dedos. Del lado de aca, en fin, teniamos a un profesor de economia insomne; del lado de alla, a un asesino en busca de su victima.

Comprendi que necesitaba un vaso de vino para afrontar aquella situacion moral de la que no me era posible huir y que constituia tambien un peligro fisico. De modo que mientras mi doble, conmigo en su interior, deambulaba por las calles de aquella extrana ciudad en busca de alguien a quien asesinar, fui a la cocina y me servi una copa con la que regrese a mi despacho para tumbarme de nuevo en el divan. Fue oler el vino y sentir la necesidad de encender otro Camel. Y asi, fumando y bebiendo con uno de mis cuerpos, callejeaba con el otro por una ciudad desconocida, laberintica y, por cierto, muy hermosa.

De subito, se oyeron otros pasos procedentes de la calle perpendicular a la nuestra y que estabamos a punto de alcanzar. Con el corazon en la garganta, nos detuvimos en la esquina y esperamos la llegada del dueno de aquel taconeo ritmico. Toc tac, toc tac, toc tac, toc tac…, cada pie sonaba diferente, como si las suelas de los zapatos de uno y otro fueran distintas. Parecian los pasos de un bailarin, de un artista, mas que los de un transeunte. Pero tenian tambien algo del tableteo armonioso de las antiguas maquinas de escribir.

Vimos su sombra, muy alargada por la posicion de la Luna, antes que su cuerpo. Se trataba de un hombrecillo casi identico a mi doble, quiza un poco mas palido, algo mas consumido y de cejas color zanahoria. Sorprendido por nuestra presencia, se detuvo unos instantes, nos miro con expresion de alarma y emitio unos ultrasonidos, que no supe interpretar, antes de continuar su camino. Apenas nos dio la espalda nos lanzamos sobre el y pasando el brazo derecho por su cuello comenzamos a apretar mientras con el izquierdo intentabamos controlar sus manos. El hombrecillo pataleaba con una desesperacion tal que por un momento pense que se nos escapaba. De hecho, fue preciso anadir a la fuerza fisica de mi version pequena el impetu mental de mi version grande, pues algo me decia que las consecuencias de dejar aquella faena a medias podrian resultar desastrosas.

En el transcurso de la pelea tuve la impresion de que sin dejar de ser formalmente un hombrecillo adquiria las habilidades de un insecto, quiza de un aracnido, y lo mismo ocurria con nuestra victima. Asi, mientras forcejeabamos, me vinieron a la cabeza las imagenes de una batalla a muerte entre una arana y un saltamontes a la que habia asistido hacia anos en el campo. El saltamontes, no muy grande, habia caido en la red de la arana, que se apresuro a inmovilizarlo entre sus patas tanteando su cuerpo en busca del lugar adecuado para inocularle el veneno. El saltamontes, pese a que sus movimientos estaban ya muy limitados por la materia pegajosa de la tela y la presion mecanica de las patas de la arana, se defendia con una desesperacion tranquila, si fuera compatible. Lo mas sobrecogedor de aquella lucha era que se producia en medio de un silencio espeluznante y de una indiferencia total por parte de la naturaleza.

De ese modo animal luchaban los dos hombrecillos, uno de los cuales era yo. Nuestra victima logro liberar de la presion a la que lo teniamos sometido el brazo derecho, que comenzo a agitar desordenadamente en el aire, como el ala de una mariposa medio engullida por una lagartija. Respondimos a ese movimiento, que podria hacernos perder el equilibrio y caer al suelo con consecuencias imprevisibles, aumentando la presion del brazo derecho sobre el cuello y sosteniendo con firmeza el brazo izquierdo de nuestra victima. Pero la muerte o el desfallecimiento tardaban en llegar pese a que apenas ingresaba aire en los pulmones. Entonces, en un movimiento instintivo, y sin dejar de oprimirle el cuello, buscamos con la boca, debajo del ala del sombrero, una de sus orejas, en la que hincamos nuestros dientes, percibiendo, como a camara lenta, el crujido de los cartilagos y el sabor de su sangre. Es probable que nuestros dientes liberaran, en el acto de morder, alguna sustancia venenosa, pues el hombrecillo se aflojo de inmediato, como un traje sin cuerpo. Por razones de seguridad, mantuvimos durante unos instantes la presion sobre su cuello y luego, exhaustos, lo dejamos caer sobre la acera.

Mientras contemplabamos el cadaver, mi siames moral me pidio telepaticamente que fumara y bebiera porque aquella combinacion de tabaco, alcohol y crimen le resultaba (me resultaba en realidad) extranamente placentera. Tras alejarnos del muerto, el hombrecillo y yo perdimos el contacto, de modo que me incorpore, ventile la habitacion, limpie el cenicero y la copa, regrese al dormitorio y me meti en la cama con los movimientos con los que una cucaracha grande se introduciria en una grieta.

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