mundo, de una coartada noble: la de cambiar las cosas para mejorarlas. Y aunque no la animaba, tampoco intentaba disuadirla. Me mantenia neutral, lo que no siempre era de su agrado, pues poseia un temperamento mas apasionado que el mio desde el que malinterpretaba a veces mi imparcialidad. Su hija constituia el otro polo de sus preocupaciones (los nietos, sin embargo, no la habian convertido en abuela, no al menos en una abuela clasica). Yo ocupaba en ese esquema de intensidades emocionales un lugar periferico, circunstancial. Era una sombra a la que a veces se dirigia para descargar sus iras o sus alegrias, pocas para compartir la dicha.

Yo habia pasado por dos matrimonios (aquel era el tercero) y en todos acababa por ocupar un puesto semejante. Cabia suponer, pues, que se trataba de una eleccion personal, aunque de caracter indeliberado. Tal vez sin darme cuenta me iba colocando en ese lugar indefinido, suburbial, hasta que desaparecia del mapa. Conscientemente al menos, habria preferido tener otro papel. No un papel muy activo, pues siempre he tendido a la pereza, a la ensonacion, mas que al dinamismo, pero si con la relevancia suficiente como para que algunos de los aspectos de mi vida (no todos, valoro mucho la privacidad) formaran parte tambien de la comunicacion cotidiana. Con ninguna de mis esposas habia hablado de los hombrecillos, por ejemplo.

Tampoco tuve hijos en ninguno de mis matrimonios, lo que, observado con perspectiva, habia resultado ventajoso. Intentaba imaginarme formando parte de una red familiar (y emocional por tanto) como la de mi mujer, con yerno y nietos, y no acababa de verme. Y aunque al principio, en un momento de debilidad, pense en el hombrecillo, quiza por su tamano y porque estaba hecho a mi imagen y semejanza, como en un hijo, luego preferi que fuera una extension de mi.

En medio de la conversacion con mi mujer, sono el timbre de la puerta y fui a abrir. Era la vecina, la de los vinos, la esposa del representante de cantantes de musica moderna. Sabia que era ella antes de abrir, pues habia visto, desde mi version de hombrecillo, como, tras la copula, se vestia y se organizaba la melena mientras bromeaba con su marido (en el caso de que estuvieran casados) acerca de las virtudes del huevo de gallina en la produccion del orgasmo (por cierto, que ninguno de los dos se habia lavado). El le habia pedido que le hiciera unas setas, traidas ese mismo dia de algun sitio, y ella se habia puesto a trastear por la cocina todavia con el semen de el y el contenido del huevo de gallina entre sus ingles. En esto, advirtio que no tenia ajos, a lo que el representante le dijo:

– Pideselos a los catedraticos.

Los catedraticos eramos nosotros, mi esposa y yo, asi nos llamaban segun averigue entonces. De modo que la mujer se ajusto un poco el vestido, se atuso brevemente el pelo y salio de su casa en direccion a la nuestra. Y ahi la tenia ahora, frente a mi, preguntandome si podia prestarle unos dientes de ajo que habia echado en falta al ir a cocinar unas setas.

– Este ano hay muchas setas -dije yo absurdamente.

– Las lluvias -dijo ella.

Solo permanecimos el uno frente al otro unos segundos, pero me dio la sensacion de que se ruborizaba, como si un sexto sentido la hubiera advertido de que yo conocia el estado de sus bragas. Le di una cabeza de ajo entera.

7

Pasado un tiempo comenzo a quebrarse de manera sutil la unidad que habiamos mantenido el hombrecillo y yo. A veces pareciamos dos. Una noche, por ejemplo, me dormi en mi extension de hombre, pero continue despierto en mi ramificacion de hombrecillo, lo que no habia sucedido nunca antes. Con la parte dormida sone que mi version de hombrecillo se colaba por una grieta de la pared y que llegaba, tras atravesar un tunel largo y sinuoso, debilmente iluminado, al reino de los hombrecillos, compuesto por callejuelas estrechas y empedradas, dispuestas en forma de red. Olia a gallinero.

El hombrecillo callejeo al azar por aquel reticulo viario hasta desembocar en una plaza amplia y luminosa (era de dia), limitada por edificios nobles, de piedra y ladrillo, en los que llamaba la atencion la abundancia de ventanas geminadas de estilo medieval. La plaza se encontraba abarrotada de hombrecillos, pues parecia a punto de producirse un acontecimiento social de enorme importancia. Mi doble diminuto, identico en todo al resto de la poblacion, se abrio paso entre la muchedumbre hasta llegar a los aledanos de una tarima sobre la que se erigia, verticalmente, un gran panal compuesto por celdas hexagonales identicas a las de los panales de las abejas. Todas las celdas permanecian vacias excepto la del centro, donde habia una mujercilla -la unica de aquel extrano reino- de una belleza atroz, de una hermosura violenta, de una perfeccion cruel y desconocida por completo en el mundo de los hombres «normales» (yo estaba dominado por tics antiguos que me hacian pensar que el tamano normal de hombre era el grande).

La mujercilla, reina evidentemente de aquel enjambre de hombrecillos que la contemplaban con un desasosiego feliz desde el suelo de la plaza, permanecia dentro de su habitaculo en ropa interior. Adverti enseguida que del mismo modo que el atuendo de los hombrecillos era de carne, aquellas prendas intimas de la reina formaban tambien parte de su cuerpo. Se trataba de una lenceria organica enormemente delicada y tenue, como formada por hilos de humo. Me recordo a la de mi vecina, pues tenia un tono anaranjado que en ocasiones, en funcion de los cambios de luz, evolucionaba hacia el calabaza.

En un momento dado, cuando en la plaza no habria cabido ya ni un alfiler, la reina, por medios telepaticos, ordeno subir hasta su celda a mi doble pequeno, que trepo agilmente por aquella estructura hasta alcanzar su habitaculo, donde se estremecio (me estremeci) ante la mirada anhelante, al tiempo que tiranica, de la mujercilla y sus formas delicadas, a la vez que rotundas. Dado que su lenceria, como ha quedado dicho, formaba parte de su piel, el hombrecillo no podia arrancarsela del todo sin danarla. Si le estaba permitido, en cambio, retirar a un lado la parte de las bragas de humo bajo la que se ocultaba el sexo de la reina para extasiarse ante la naturaleza de aquel conjunto de pliegues de carne intima hinchados por la excitacion e inundados por un jugo incoloro, producto tambien del ardor venereo, cuyos efluvios arrebatadores llegaban al cerebro del hombrecillo (y al mio por lo tanto) con la violencia de un tren sin frenos en una estacion. La manipulacion amorosa debia llevarse a cabo con un cuidado enorme, con unas maneras exquisitas, para no provocar heridas, derrames o desgarros ni en las propias prendas (recorridas por nervaduras finisimas semejantes a las que en las hojas de los arboles o en las alas de las mariposas cumplen las funciones de vasos sanguineos) ni en las paredes del vestibulo vaginal, constituidas por un tejido esponjoso muy sensible. Los colores de esta antecamara, siendo en general rosados, se oscurecian en las zonas mas reconditas, como aquella donde se abria el misterioso tunel cuyos bordes acariciaron primero los dedos y despues la lengua del hombrecillo (y mis dedos y mi lengua en consecuencia).

Poseido por una curiosidad emocional que me impelia a investigar con detalle cada una de las partes de aquel conjunto de organos, intente memorizar su disposicion, su temperatura, su humedad, su consistencia, lo que no resultaba facil, pues aquella carne poseia la inestabilidad del magma (tambien su fiebre). El modo en que el hombrecillo y yo hurgabamos en aquellas profundidades sugeria que habia en ellas algo esencial para nuestra existencia.

Jamas me habia enfrentado a una aventura sexual ni amorosa como aquella. Nunca en mi vida la excitacion venerea y la sentimental habian alcanzado aquel grado de acuerdo. El hombrecillo y yo amabamos y deseabamos a la mujercilla en identicas proporciones, tambien con el mismo dolor, pues las cantidades de sentimiento y de placer eran tales que nos hacian dano. Porque la amabamos la deseabamos y porque la deseabamos la amabamos. Ambas cosas nos hacian sufrir.

Aunque el hombrecillo era el unico de toda la colonia que podia acariciar aquella piel, besar aquella boca o enredar sus dedos en la lenceria viva y palpitante de la mujercilla, el enjambre de hombrecillos que asistia al espectaculo desde la plaza sentia lo mismo que el, pues el sistema nervioso de todos estaba misteriosamente interconectado por una red neuronal invisible. El hombrecillo jugo hasta el delirio mientras la mujercilla se dejaba hacer y hacia al mismo tiempo, como si poseyera el secreto de la pasividad activa, o de la actividad pasiva. Y cuando ni el hombrecillo ni yo ni la muchedumbre a la que permaneciamos sutilmente conectados podiamos resistir mas, porque nuestra fiebre habia alcanzado ya un grado insoportable, la penetramos con violencia y amor a traves de los encajes de la lenceria con un pene erecto que habia ido surgiendo poco a poco de las entretelas

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