No menor diligencia existia dentro de los muros. Desde los sotanos y almacenes se trasladaban odres y cubas de grasa, colocandolos cerca de las cabrias que los derramarian sobre los asaltantes, prendiendoles fuego con antorchas.
El rey y Cenryc se preguntaban la razon de no haberse iniciado todavia el ataque, pues los preparativos parecian concluidos. Barajaban multiples sospechas, mientras mantenian la esperanza de recibir entre tanto noticias de Ethelhave. Todo se aclaro una manana; el ejercito se aprestaba al asalto, acercandose con sus maquinas.
Sobre su fiero corcel, armado de todas armas, poderoso y desafiante, se destacaba Thumber a la cabeza de la horda salvaje. Retumbo como un trueno su voz, extendido el puno amenazando la muralla y a los que en ella permanecian prontos a defenderse: «?Aqui os traemos a vuestro mensajero!». Cuatro hombres se adelantaron arrojando al pie del baluarte el cuerpo sin vida. «?No espereis ayuda del rey Ethelhave, derrotado en los Pasos de Oackland!» Se incorporo sobre los estribos, abrio el poderoso brazo en un movimiento que abarcaba todo el ejercito, y como un rayo lo impulso hacia las murallas. Semejante a una gigantesca ola, acompanados de horrisono clamor y vocerio, como nunca antes imaginara, se abalanzaron. «Ha pasado el tiempo de las razones», musito Cenryc.
Vi que solamente una parte del ejercito atacaba; acercaban los ingenios y apoyaban las escalas y las torres para intentar el asalto. Thumber seguia a caballo, acudiendo aqui y alla y animaba a los guerreros, a los que empujaban las pesadas torres. Sobre los que comenzaron a llover dardos desde las almenas, que los atacantes procuraban neutralizar con el juego de los escudos, habilmente manejados para cubrirse.
Por un tiempo ningun asaltante logro poner pie en la muralla; caian derribados, con lo que se amontonaban los cuerpos. El horror de la lucha se incrementaba al insistir en el ataque, pues eran rechazados rociandoles grasa desde las cabrias e incendiando las escalas, torres y hombres. Entre el estruendo se escuchaban gritos de desesperacion y de muerte. Sin que nada les frenase, pues el impetu iba acrecentandose, excitado por el demonio de Thumber sobre su caballo, hasta conseguir coronar el muro, donde algunos pusieron el pie, batiendose con salvaje embestida. Tan salvaje como el furor de los defensores.
Parecia alucinacion. Mas la realidad sobrepasaba lo escuchado en los cuentos. Los hombres superaban las gestas que se atribuyen a dioses y adalides, hasta empequenecerlos. Los juglares utilizan su arte para distraer con pequenos detalles, mientras alli se contemplaba un conjunto sublime.
La culminacion llego cuando los atacantes hubieron de suspender la accion, destruidas escalas y torres, derrotados. Solo siete vikingos quedaron dentro, rodeados, sin posible escape. Dispuestos a morir orgullosamente, como cumple a los valientes guerreros. Cada minuto aumentaba el numero de los deseosos de batirse con los vikingos, que realizaban maravillas esgrimiendo sus armas. Jamas contemplara combate igual. Ni olvidarian los defensores cuan caro compraron el triunfo. Pues les vencieron por el numero, por la cantidad de golpes que soportaron, por la debilidad de la sangre perdida por tantas y tantas heridas; cayeron atravesados finalmente sin soltar la espada, aferrados al hierro como si formara parte de ellos mismos.
Acabada la lucha por aquel dia, los bandidos regresaban a sus campamentos, recogian sus muertos, transportaban sus heridos. En el castillo la actividad era igualmente intensa. Se atendia a los heridos y se retiraban los muertos. Despejaban las murallas de materiales inutiles, restos de los destrozos, y procuraban recomponerlo todo con rapidez.
Aunque nos fuera favorable el resultado, nadie se ufanaba: solo era un episodio de una guerra que habria de reanudarse con mayor fiereza y acometimiento.
Los preparativos se incrementaron en el campo enemigo durante los siguientes dias. Construian mas torres de sitio, escalas, cobertizos. Protegiendose con estos ultimos lograron adosarlos a la muralla. Procedieron entonces a rellenar con troncos y piedras algunos sectores del foso. Y los zapadores iniciaron al abrigo su lento trabajo de topos. Pretendian abrir tuneles por debajo para derribar panos enteros que les abrieran el paso. Mientras, desde arriba se intentaba destruir los cobertizos, protegidos con cueros y tierra para evitar su incendio, pero arqueros apostados tras paneles moviles hostigaban a los defensores para estorbarles. Asi un dia tras otro, esperando la noche, pues resultaba mas propicia la oscuridad para acentuar el trabajo de zapa.
La preocupacion en el castillo aumentaba conforme progresaban los preparativos del enemigo. No existia desesperacion ni impaciencia; antes bien se aceptaba como inevitable. Cada quien velaba sus armas. Y aprontaba el espiritu para la muerte. Siendo el aguardar lo menos atractivo. Preferian llegar al combate de inmediato. Que es la espera de la muerte el mas cruel entre todos los martirios.
Cuando el movimiento de las tropas delato que habia llegado el momento, llamo mi padre a Cenryc y a los otros cuatro tanes principales, de su mayor confianza: «Creo que ha llegado el final: su fuerza es tan poderosa que no podremos contrarrestarla. Tampoco recibiremos ayuda. Pues traer la hueste que quedo oculta en el bosque no es remedio: ni siquiera lograria entrar. Morir todos significaria privar de alas a la esperanza, cuando ante la muerte es lo unico que puede consolarnos. He decidido, pues, que tras de nosotros quede sobrevolando la esperanza de una nueva etapa. Acompanareis al principe, mi hijo, y os reunireis con la hueste del bosque. Organizareis un potente ejercito y, cuando Dios lo permita, reconquistareis el reino y proclamareis rey al principe».
Mi sorpresa no me impidio observar a los tanes, que escucharon respetuosos. Fue Cenryc, que siempre hablaba en nombre de todos, quien expuso el sentir general: «Senor, nuestro juramento nos obliga a estar junto a ti en los tiempos felices y luchar a tu lado en la desgracia: morir, cuando llega el momento, en tu defensa o en tu venganza. No nos pidas que te abandonemos: el mundo nos llamaria cobardes y caeria sobre nosotros el deshonor y la verguenza». Mi padre, con la seriedad de su inquebrantable resolucion, argumento: «Procurad entenderme: mas importante que la vida y el honor sacrificados en defender un mundo que se hunde, es luchar por otro que esta en el por venir. Si todos morimos aqui, ahora, no habremos legado ninguna esperanza a los que sobrevivan. Les habremos privado de lo mejor que hemos aprendido. Importa mas pasar a la posteridad como forjadores de un mundo que se inicia que como victimas de otro que concluye. No penseis en vosotros: pensad en ellos».
Cenryc insistio: «?Es a vos, senor, a quien tenemos jurada fidelidad!».
«Como senor vuestro, y rey, y padre del principe, os lo ruego: aceptad la cancelacion de nuestro compromiso y acompanadle. Juradle ahora mismo fidelidad: el quedara obligado con vosotros en los mismos terminos que yo lo he estado; cumplira sus obligaciones para con vosotros en cuanto Dios se lo permita. Esta es mi voluntad, que deseo os ligue hasta la muerte, a vosotros, mis fieles amigos, y a ti, hijo mio, que eres la esperanza que no deseo perder, aunque solo sirviera para justificar este final que nos aguarda.»
Abrio la puerta y penetro el obispo. Doblaron la rodilla los cinco tanes, mirando a los ojos del rey con determinacion, y con profunda voz repitieron: «Senor: por ultima vez te lo pedimos: no nos obligues a abandonarte ahora, cuando nuestro juramento nos exije demostrarte nuestra fidelidad».
Tal era la autoridad que emanaba del rey, fiel y valiente, que su actitud resultaba inapelable. Era consciente, yo mismo lo sabia, de que vulneraba una tradicion de siglos, codigo de honor de nuestra raza, sin cuyo soporte toda nuestra sociedad habria de reconstruirse. Estaba pidiendo a nuestros mejores servidores un inmenso sacrificio, como era seguir viviendo, y lo pedia desde la fortaleza que representaban muchas horas de alegrias y amarguras compartidas, fuertes lazos anudados con las vicisitudes de una vida.
Los cinco tanes, aguerridos, marcados con heridas de cien batallas, cuyo honor y orgullo era sustento de sus vidas, inclinaron la cabeza y se humillaron ante su senor. Nadie, excepto ellos mismos, podia adivinar el esfuerzo que realizaban, el supremo esfuerzo de la obediencia ciega, aunque no estuvieran convencidos de sus razones. Ignoro si penetraron en la aguda intencion del rey, que solo el transcurso del tiempo me fue haciendo comprensible.
Leyo el obispo las preces y formulas de juramento. Concluyo: «Si cumplis, que Dios os lo premie, y si no que os lo demande».
Abrazo mi padre a sus amigos con emocion. Luego a mi, largo, apretado. Los cinco tanes vinieron a arrodillarseme: «Ahora eres nuestro senor, principe: dispon lo mas conveniente para tus servidores». La emocion me anudaba la garganta. Acerte solo a abrazarles, mas fuerte a Cenryc, mi segundo padre.
Avanzo el rey con blanda sonrisa y tristeza, como cumple a una suprema despedida. Del recamado cojin sustentado por Cenryc tomo la corona y el cetro, entregandomelos. «Recibid en legado estos atributos reales heredados de nuestros mayores. Procurad usarlos con justicia. Y cuando seais rey no os dejeis nunca arrebatar por la ira: juzgad a todos los hombres con amor.» Desenvaino entonces la espada, pidiendome pusiera la rodilla en tierra. Proclamo la formula golpeandome ambos hombros, y quede investido caballero. Despues me cino la