Era llegado el momento:

«Mucho he pensado sobre ello, obispo. Y debo confesaros mi confusion. De una cosa estoy absolutamente seguro: que muchos son los que no convierten en obras sus palabras. Asi el rey Thumber como mi madre. Y en consecuencia ni siento en cristiano ni obro en pagano. Y sin embargo necesito creer. Pienso que vivimos unos tiempos en que el hombre aparece como enemigo del hombre, destruyendose. ?No existira un nuevo espiritu naciendo en algun lugar?»

Mi interrogante tuvo el efecto de que los ojos de Longabarba y Mintaka se cruzasen, y se iluminaran sus rostros con una leve sonrisa. Imagino que pudiera ser de comprension, pues que eran mas viejos y sabios.

«He recorrido el mundo y solo he encontrado un impulso natural, del que espero renazcan nuevas creencias», confeso Mintaka.

Entonces hablo Longabarba, la voz pausada, el gesto bondadoso y paciente, como le era caracteristico:

«Lo hay. Es mas, debe haberlo, precisamos que exista. Se llama la Ciudad donde nace el Arco Iris. Acuden hombres de todos los paises en busca de una nueva fe. Nunca estuve alli, pero tropece por los caminos muchos peregrinos que caminaban en su direccion, penetrados de esperanza, y vi regresar a otros, iluminados. Siempre me acompano el proposito de visitarla, cuando os hubiese encontrado.»

Mintaka parecio contagiado. Por vez primera le veia con entusiasmo:

«?Sera posible, principe, que durante el viaje que vamos a emprender al encuentro del rey Thumber, visitemos esa Ciudad donde nace el Arco Iris?»

Contemple los rostros de ambos: se reflejaba la misma luz en sus pupilas, aunque vislumbraba una mayor ansiedad en Longabarba, cuyo nimbo luminoso, al envolverle la figura, se habia crecido, con tal intensidad que me parecia imposible no lo mencionaran Mintaka ni Aludra, que asistia a nuestra reunion en silencio, pero con interes; ignoraba si llegaria a penetrar la significacion de nuestras palabras.

El resplandor de Longabarba, superior al que mostraba de ordinario, me impulsaba como una inspiracion divina:

«Partiremos manana mismo», dije.

IX

Aparejadas las cuatro dragoneras, a bordo la impedimenta y abundante avituallamiento, los hombres seleccionados para la expedicion se mantenian a la espera de la orden de embarcar. Mintaka y Longabarba se encontraban reunidos con la ilusionada tripulacion; una parte, veteranos que ya no contaban protagonizar mas aventuras -algunos de los cuales me acompanaron por el sendero de las ballenas-, el resto, jovenes que aguardaban su primera oportunidad de recorrer el camino de la gloria. Ambos, pues, mostraban su regocijo.

Me constaba no ser la mejor partida de guerreros a que podia aspirar, pues que aquellos acompanaban al rey, pero todos habian sido escogidos meticulosamente por Mintaka, experto en conocer almas y hechos de cada hombre, y estaba seguro de que moririan luchando, llegado el caso. Aunque con el temor de que me resultaria penoso si persistia en su antigua actitud, acudi a despedirme de la reina, pues lo consideraba obligacion. Aludra tambien habia insistido mucho, y no podia negarselo ante el recuerdo de los apasionados besos de la muchacha de los Cabellos de Fuego, quien aguardaria mi retorno hasta el fin de los tiempos si fuera preciso, tan grandes eran su amor y su esperanza.

Mi madre continuaba recluida en sus habitaciones, segun las servidoras. A traves de ellas, que le llevaron mi recado, no consegui mas que conocer su deseo de que tuviera un viaje feliz, como pudiera serle transmitido a cualquier enviado de la corte en no importa que mision, e incluso con menor cortesia.

Subimos a bordo, ocuparon sus puestos en los bancos, empunaron los remos y partimos en busca del mar abierto.

Hay algo indefinido en el inicio de cada aventura, segun he sabido con la experiencia. En aquella flotaba la ilusion de algo nuevo. El dia era azul luminoso, tibio; las dragoneras hendian la superficie tersa y suave del fiordo, y a popa quedaban ligeros surcos que rizaban las aguas. Apenas si se alteraba el espejo donde se reflejaban los abedules y las gaviotas que rozaban blandamente el aire diafano y calido.

Habia olvidado a mi madre cuando, llegados al mar abierto y retiradas las cubiertas de los furibundos y espantosos dragones que coronaban los codastes, Mintaka mando izar las velas. Pero acudio su memoria al contemplar el emblema de la embarcacion, el aguila soberana, poderosa y terrible, en el momento de asegurar su presa en pleno vuelo, las alas desplegadas, las garras adelantadas para sujetar el cuerpo conquistado. Semejante a las aguilas en miniatura que bordo ella misma sobre los gallardetes que llevara a la caza de la ballena.

La consideracion de estos hechos me resultaba confusa: de una parte tan enconada enemiga de que emprendiese cualquier aventura, de otra preocupada en proporcionarme una ensena valiente y poderosa, como es el aguila en el instante de atrapar a su presa. En verdad que el simbolo, aunque no usual entre vikingos, que preferian los animales fantasticos, complacia mi parte de alma no pagana.

Mintaka y los guerreros sonreian al contemplar, alternativamente, al simbolo y a mi; de las cuatro dragoneras partio el clamor de un hurra por la idea de la reina, que me fue grato, pues su orgullo era mi orgullo y mi suerte habria de ser la suya tambien. Me complacia la aclamacion pues me compensaba del desprecio de muchos de ellos cuando no veian en mi al capitan que aguardaban; ahora lo transformaban en admiracion y respeto tras la hazana de los doce osos. Haziel, el de los Doce Osos, como ya decia la leyenda que cantaba el bardo, eterno forjador de mitos.

Al ser el viaje de tres jornadas, aunque sin sobresaltos, pues andabamos por un mar que los vikingos habian dominado, hubo ocasion de prolongadas conversaciones. Obligado resultaba referirnos a la reina, cuyo enigma me preocupaba. Cuanto conocia, desde su matrimonio, no clarificaba la conducta, a mi juicio, y si Mintaka arguia a mis razonamientos que hay zonas ocultas e insondables en las almas donde jamas llegamos a penetrar, pues ni siquiera el mismo interesado consigue descifrarlo, opinaba yo que nuestra ignorancia se deberia a desconocer acontecimientos anteriores que podrian justificar su odio, su huida de la realidad presente y pasada.

Conocedor de que el viejo peregrino nunca hubiese violado el secreto a que estaba obligado, hasta entonces no me atreviera a interrogarle. Pero ante mi preocupacion debio de considerar llegado el momento de romper su silencio sobre el pasado, y nos refirio cuanto habia conocido como testigo de la epoca, y no estaba obligado a callar. Asi fue como tuvimos una version fidedigna de la otra cara del espejo.

Sufrio mi madre dura y cruel rivalidad de la suya propia, la reina Ethelvina, tan ambiciosa, fria y prudente en el gobierno del reino como apasionada en el amor, que luchaba con todo su poder para lograr cuanto se proponia, como soberana y como mujer. Vivio mi madre en terrible angustia, temerosa de ser victima de una pasion poderosa, al propio tiempo que se sentia incapaz de renunciar al amor que habia concebido por Avengeray, a cuya vida ligaba la propia. De tal modo se hallaba poseida por aquella idea fatidica, convencida de que la reina Ethelvina procuraria asesinarla para remover el unico obstaculo que se le oponia, que llegado el momento de la aparicion del rey vikingo la inundo el terror de su propia muerte, acrecentado con el temor de que el odio de Thumber descargase igualmente sobre Avengeray. Fue un momento en que, en su cerebro, tomo forma de catastrofe el presentimiento que venia alimentando, al ver cumplirse sus temores. En un rasgo heroico, solamente posible en un alma profundamente enamorada, capaz de renunciar a si misma con tal de salvar al hombre que ama, se ofrecio a Thumber como ya era conocido, y acepto el sacrificio con satisfaccion sublime. Se justificaba entonces -y en ello insistia Longabarba con su voz profunda, el sentimiento dulce para juzgar, la voz afectuosa, el tono caritativo-, que la reina Elvira se resistiese a aceptar los hechos que le referia su esposo, puesto que reconocerlos podia representarle una opcion hacia la locura.

Tan esclarecedor me resulto que, desde este momento, ya no tuve dudas sobre aquella serie de sucesos que hasta entonces conociera de forma inconexa. Crecio en mi el respeto hacia aquella infortunada reina, victima al fin, aunque no supiera de quien. Pues que tantos acontecimientos que le eran ajenos habian influido en su cruel destino. Como viene a ocurrimos a todos los mortales, extremo que resaltaban tanto Longabarba como Mintaka, pues todos somos pequenas porciones del conjunto de la vida.

Entretenidos en aquellas filosofias, de las que nadie de la tripulacion era capaz de entender una palabra, llegamos finalmente frente a la costa, nuestra meta. Aguardamos a que el sol se ocultase en el mar para penetrar por entre las islas, y ascendimos por una lengua de agua que se adentraba en la tierra, semejante a nuestros fiordos. Suponia una ventaja que bastantes de los veteranos guerreros hubieran visitado el territorio en otras

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