el abrigo un punal o un revolver, ni de cuales son los estimulos que podrian moverlos a usarlos. De este modo se cumple para el menesteroso la minima reparacion de ser respetado, ya que no termina de cundir el mandato biblico de amarle y socorrerle (aunque ciertamente no sea por falta de bondad sino de tiempo). Busque rapidamente en el bolsillo de la cazadora y como no di con ningun billete preferi sortear sin mas el obstaculo. La mala conciencia no me hacia perder el juicio hasta el extremo de pararme alli y sacar la cartera.
Otro dia, por la tarde, cogi el metro hasta Bowling Green. Me traslade alli para poner en practica una sugerencia de Raul. Desde la boca de metro me acerque paseando hasta el ameno parquecillo en el que se alza el ahora irrisorio Clinton Castle, cuyos canones antano defendieran la isla, y desde ahi fui hasta la terminal del transbordador de Staten Island. En la travesia de ida el barco estaba lleno, pero en la de vuelta, que era la que me interesaba, no me costo hacerme con un buen puesto en la proa. Raul me habia recomendado tomar aquel transbordador porque en el, cuando navegaba desde Staten Island hacia Manhattan, era posible hacerse la ilusion de que se llegaba a Nueva York como habian llegado los antiguos inmigrantes, por mar. Los pasajeros del transbordador no tenian, desde luego, nada que ver con quienes abarrotaban las cubiertas de tercera de aquellos miticos buques transoceanicos. A la ida era gente que venia de trabajar y a la vuelta eran principalmente turistas, para quienes un mustio violinista interpretaba la melodia de Lope story y otras aun peores. Por eso habia que irse a la proa, donde uno podia aferrarse a la barandilla y olvidarse hasta de los reporteros improvisados que a un par de metros disparaban sus camaras fotograficas.
Como postal, desde luego, no tenia precio. Desde Staten Island, los edificios de Manhattan parecen emerger directamente del mar, y esa impresion se mantiene durante bastante rato a lo largo de la travesia. En aquel atardecer de noviembre el viento azotaba con furia nuestras caras mientras el barco progresaba lentamente hacia la ciudad de cristal y acero que se anaranjeaba a lo lejos. Abajo la quilla rompia el agua en un surco de espuma y sobre nuestras cabezas planeaban las gaviotas. A medida que nos aproximabamos a la estatua de la Libertad trate de imaginar lo que pasaria por el pensamiento de aquellos hombres y aquellas mujeres de Italia, de Irlanda, de Alemania, de Suecia, al divisar el simbolo del nuevo mundo donde les aguardaba la fortuna o el oprobio y a menudo las dos cosas. A su vista no se ofrecia la altura de las Twin Towers, omnipresentes ahora sobre Lower Manhattan, pero Brooklyn, donde muchos iban a vivir, no debia verse muy diferente de lo que es hoy.
La estatua, que en tanto se navegaba hacia ella (con rumbo nordeste) era de un verde palido y tenia una promesa en el rostro, se volvio en cuanto la rebasamos oscura y ajena, sobre el espejo de agua que refulgia a sus pies. Mas alla de aquella silueta, para los emigrados de otrora, quedaba el hogar al que muchos nunca habian de retornar. Mirar hacia el mar desde detras de aquella figura recortada en negro sobre el crepusculo era como mirar hacia la patria, sintiendose a la vez protegido e irreversiblemente privado de ella.
Aquella noche o un par de noches despues le conte a Raul que la imagen de la estatua de espaldas se me habia antojado una especie de guardian, que dejaba entrar al extranjero pero requisaba su alma. El emblema, si se meditaba, tenia una repetida realizacion practica: muchos seguian renegando con gozo de su nacionalidad cuando les ofrecian el codiciado pasaporte azul. Mi amigo asintio y juzgo, sin escandalizarse:
– ?Por que no? Puede que esa sea la libertad que anuncian con su estatua, y tambien puede que baste y sobre asi.
– Resulta un poco intranquilizador -opine.
Raul dejo escapar una de sus contadas sonrisas.
– Argumento a favor. Solo los animales domesticos estan tranquilos -dijo-. Los animales libres viven todo el tiempo solos y aterrorizados.
A medida que se iba echando encima el invierno, empece a tener algunas dificultades para no aburrirme. Las excursiones se me agotaban, las peliculas y los espectaculos se repetian y en las bibliotecas me quedaba mas tiempo oteando las manchas del techo del que dedicaba a pasar paginas en los libros. Llegue a comprarme un ordenador portatil, con el que me conectaba a la red en busca de pasatiempos, no importaba cuales. Incluso me hice socio de un gimnasio. Mi actividad alli era muy modesta, pero al cabo de una hora y media de pesas y castigos siempre salia arrastrandome y al borde del colapso. Mientras remaba en alguno de aquellos bancos de tortura, procurando acompasar todos los musculos al rugido de la cadena que hacia girar un plato lastrado, contemplaba atonito a las graciosas silfides, casi siempre rubias y no todas jovenes, que se disciplinaban en las maquinas contiguas. Nunca atisbe una sombra de protesta en sus caras inexpresivas, aunque por los vientres fibrosos les chorrease en abundancia el sudor.
Pero las mujeres del gimnasio no eran nada al lado de las que me fue dado admirar una tarde de comienzos de diciembre, gracias a la oportunidad que se me proporciono por mediacion de Luis. Se organizaba un desfile de moda de verano, como correspondia a aquellas fechas, y el escultor llego una noche con la noticia de que podia conseguir un puesto de mozo para otro. Ninguno necesitaba mayor incitacion, pero se apresuro a anadir:
– Los desfiles de moda de verano son los mejores. Hay pases de banadores y por tanto desnudos integrales en los cambios.
Inmediatamente se organizo un desesperado sorteo por el metodo de la pajita mas corta, que resulto ser la mia.
La trastienda del desfile era un caos absoluto. Por ella se movia Luis con cierto desparpajo, pero yo era presa de la turbacion mas deplorable. Me mandaban de una parte a otra con encargos que luego resultaban inutiles, o tal vez era que yo no entendia bien, porque todos hablaban deprisa y con acentos que me costaba descifrar a la velocidad adecuada. Cuando llegaba a dejar algo donde no se habia pedido, el responsable, alguna ejecutiva palida y desnutrida o alternativamente un sujeto con aspecto de angel del infierno, me insultaba y me apremiaba con frases sencillas que no podia malinterpretar:
– Take this fucking shit away!
En cierto modo, era edificante verse reducido a aquella minima entidad de porteador eventual, a quien todos podian humillar resueltamente. En aquel sitio, yo era lo ultimo entre lo ultimo, muchos pisos por debajo de quienes me daban ordenes o me injuriaban y a varias galaxias de distancia de ellas, las que prestaban sus cuerpos suaves e interminables para que aquellos trapos pudieran salir del insulso estado que padecian en las perchas y se elevaran como nubes hasta el cielo de la perfeccion.
Ni siquiera poseia el
En algun instante me senti perdido, en medio del rebano de ninfas absortas y de la jauria que las rodeaba y conducia. Estaba muy lejos de cualquier lugar y cualquier momento en que hubiera podido creer que sabia adonde iba y por que. Y de pronto, me di cuenta. En aquel sotano de la Quinta Avenida, desnudo ante mis ojos el milagro del que se alimentaban los suenos de tantos, tuve una vision del vacio que se habia apoderado de la ciudad y del universo. Semejante vacio no podia, en rigor, ser otro que el de mi espiritu. Entonces temi por primera vez que acaso fuera esa nada, como un veneno o una purga, lo que andaba persiguiendo.
III. LA PISTA DALMAU
1.
Aquella nochebuena la pasamos solos Raul, Gus y yo. Luis se habia apuntado a una de sus mas o menos