es un profilactico? Eh, ?alguien lleva un profilactico? -grito Raul, saboreando su triunfo.

Este pequeno incidente sirvio para enemistarnos con una parte de la fiesta, lo que en parte se comprendia porque al vociferar, Raul tomaba buen cuidado en afectar que estaba mucho mas borracho de lo que verdaderamente estaba. Desde ese momento los becarios, los diplomaticos y la actriz nos evitaron. Quedaron un par de periodistas bastante ebrios sin afectacion, los musicos y las profesoras. Entre estas era dificil sembrar ningun espanto. Todas ellas eran veteranas de institutos publicos de ensenanza media, que era como decir de Iwo Jima. Acaso por una involuntaria anoranza de aquel pasado entre adolescentes, se las veia muy atraidas hacia Luis. Raul me susurro al oido:

– Es el mechoncito caido sobre la frente. Este Luis es un virtuoso. Vamos a echarle una mano -y elevando la voz, reclamo-: Eh, Luis, cuentanos como son las top models en pelotas.

La peticion de Raul obro el efecto de captar la atencion de todos los que estaban por alli. Una de las profesoras inquirio, insinuante:

– ?Y de que sabes tu eso?

Luis se encogio de hombros.

– Trabajo de vez en cuando en los pases, llevando la ropa de aqui alla y moviendo trastos.

– Gracias a su companero de apartamento, que se dedica a la moda. Pero Luis no es homosexual -aclaro Raul, por si importaba-, simplemente no puede pagar el alquiler el solo.

– ?Y como son? -se intereso uno de los periodistas.

– Bien, resulta un problema, aunque no lo creais -dijo Luis-. Yo, personalmente, lo paso de lastima. Para ellas tu no existes, y tu, en cambio, no puedes dejar de mirarlas. Casi siempre me tiro empalmado una semana larga despues del desfile.

El detalle procaz termino de prender a las profesoras. Raul quiso cerciorarse de que remataba la faena:

– Conoce a algunas muy famosas. Luis ha ayudado a cambiarse a alguna de las mejores. Imaginadlo poniendoles las sedas encima de la piel, con dedos torpes, mientras ellas contemplan el vacio. ?Como se llama esa medio oriental tan alta de la ultima vez?

– No me acuerdo.

– La conoceis seguro -asevero Raul-. A ver, ?donde estan los catalogos de Victoria's Secret? -exigio, levantandose a buscarlos.

– ?De que manejas tu con tanta desenvoltura los catalogos de Victoria's Secret? -salto una profesora.

– Por Dios -protesto Raul, desde la otra punta de la habitacion-, el setenta y cinco por ciento de los lectores, por llamarlos de alguna manera, de los catalogos de Victoria's Secret son varones. Yo los recibo todos los meses, a nombre del antiguo inquilino, desde luego.

Al final, molestando a la anfitriona, se salio con la suya y vino con una pila de catalogos de venta por correo de ropa interior femenina. En ellos habia multitud de modelos famosas, luciendo piezas de provocativa lenceria. Cuando Raul localizo a la medio oriental, que era en efecto muy conocida y de excepcional estatura, la exhibio a todos:

– Esta. Nada menos.

Aquella noche Luis sedujo irreparablemente a las profesoras. Gracias a aquel juego, pudimos resistir la fiesta. A nuestro alrededor se reproducia, en pequeno y por tanto con una concentracion superior y mas gravosa de lo corriente, el ambiente del que tanto Raul como yo habiamos escapado al marcharnos de Madrid. Unos y otros se exhibian sus respectivas profesiones, sus respectivas posesiones, sus respectivas persuasiones, y nadie estaba defraudado ni sentia que nada le faltara ni escuchaba a nadie. Aquella gente habia viajado siete mil kilometros y se habia metido en mitad de Manhattan sin otra intencion que continuar tan complacidos de si mismos, o quiza complacerse un poco mas aun. Nadie tenia miedo ni dudaba de lo que hacia o de lo que era, y mucho menos de lo que hubiera podido ser o hacer. Nadie inventaba nada, ni sospechaba que inventar fuera necesario.

Por las venas de aquellas personas, presuntamente, corria la sangre de los hombres desharrapados y obsesivos que habian surcado todos los oceanos, que habian violado todas las selvas con sus hierros y sus armaduras y se habian ayuntado con todas las indias en el sopor de febriles noches sin luna; la sangre de hombres que habian ensanchado a fuerza de coraje y tambien de codicia el mundo. Aquellos supuestos descendientes, por el contrario, se limitaban a obedecer y a consolarse con sus ruines premios a la obediencia, incapaces de ver, en Nueva York como en Pekin, otra cosa que el reflejo de sus espejos concavos que achataban todo lo que se les ponia delante.

Cuando la velada tocaba a su fin empezaron a sonar sevillanas y canciones flamencas con acompanamiento de bateria, y aquello fue el delirio. Mientras los veiamos bailar, Raul, que ahora si estaba borracho, brindo tristemente:

– Viva la madre que nos pario, a todos.

7.

Ciudad vacia

Una fria manana de comienzos de noviembre, despues de un desayuno copioso, resolvi hacer un viaje sentimental. Baje del metro en la estacion de Canal Street y fui bordeando Chinatown y Little Italy hacia el Lower East. Alguna otra vez habia atravesado por alli, pero solo entonces me percate de que el aire de la antigua zona de los italianos apenas perduraba en un par de calles. En ellas las trattorie se alineaban casi sin interrupcion, con una significativa ansia por hacer patente su adscripcion nacional mediante el despliegue de un gran aparato de banderas tricolores. El barrio chino, en cambio, se extendia silenciosamente. Con sus tiendas de comestibles y otros negocios insondables invadia antiguos dominios italianos. Camine sin prisa por las calles desiertas, entre los almacenes solo identificados por abstrusos caracteres orientales. De unos salian y en otros entraban camiones desvencijados, llevando y trayendo sus misteriosas mercancias. Sorteando la basura y los escombros, tuve una singular sensacion de estar en ninguna parte, acaso en un escenario hecho de despojos de novelas y peliculas cuyo argumento nadie podria reconstruir.

Justamente era una pelicula lo que me llevaba alli aquella manana. En el Lower East estaba o habia estado el barrio donde se habian instalado los judios, en su mayoria centroeuropeos, que presagiando con privilegiada lucidez un siglo adverso habian emigrado a los Estados Unidos para esquivarlo. Alli sucedia la ninez de Noodles, el gangster con escrupulos de Erase una vez en America, y alli regresaba el, treinta anos despues de perder a todos sus amigos, para cerrar una cuenta de traicion y deshonor. Aunque solo hubieran sido espectros en una pantalla de luces y sombras en movimiento, las calles y los edificios que trataba de recuperar aquella manana componian un paisaje tan propio como el de los lugares que mas habia frecuentado en Madrid.

Como suele suceder, me fue dificil hallar entre los restos reales del viejo Lower East el embeleso del decorado cinematografico. Podia reconocer similitudes en algunas casas: las escaleras que bajaban hasta la acera, los ladrillos negruzcos o los antiquisimos letreros en escritura hebraica que perduraban sobre un par de fachadas. Aun estaban alli las calles, las anchas y las estrechas, que a trozos evocaban aquellas otras mas uniformes y bulliciosas de la juderia de ficcion que atesoraba mi memoria. Algunos comercios, incluso, se llamaban Stein. Tambien vi algunas azoteas que habrian podido pasar por aquellas en las que Noodles y sus amigos descubrian el sabor del pecado, con una muchacha casquivana cuyos servicios, merced al chantaje, sufragaba de mala gana un policia corrupto.

Pero sobre todos estos vestigios, mas desenterrados que evidentes, prevalecia el desolado espectaculo de Delancey Street. Avance por ella hacia el puente de Williamsburg, cubierto de oleadas de coches que venian hacia el centro. Era una calle inmensa, dejada de la mano de Dios, por la que vagaban los heroinomanos y se apresuraban los escolares tironeados por sus madres. Algunas de estas, y sus respectivas criaturas, tenian facciones indias y hablaban espanol. En las intersecciones, jovenes policias de uniforme azul e insignias de plata brunida vigilaban con un ojo el trafico y con otro a quienes pasaban por las aceras. Un hombre de unos cuarenta anos, de hispida barba entrecana, se interpuso en mi camino:

– Hey, brotha, gimme a c'ple o' bucks.

Los neoyorquinos suelen apartarse lo mas rapido posible de quienes les abordan en la calle. Las mas de las veces son tipos acabados que no pueden danar a nadie, pero nunca se puede estar seguro de que no lleven bajo

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