Riverside Drive, en el Upper West. Sin embargo, no me arrepenti de pagar el exceso en la carrera. Entramos en Manhattan por el puente de Brooklyn, y la primera vision que tuve de la isla me resulto impresionante mas alla de cualquier expectativa. He de notar que en ningun momento habia sospechado que Nueva York fuera a seducirme de un modo especial. Incluso venia preparado para que todo me pareciera visto y carente de interes, mas notable por las incomodidades y el tamano que por su belleza. Pero mientras el taxi atravesaba el East River me quede embobado ante la dimension real del famosisimo perfil que se alzaba bajo el atardecer. Fui recorriendo con la vista todos los rascacielos, de Sur a Norte, hasta dar en el pinaculo cubierto de escamas plateadas del Chrysler Building, torre perfecta e insuperable de aquella catedral gigantesca, aunque no sea su cota mas alta. Era esa hora en que los edificios empiezan a cambiar de color y en que su masa gana la maxima solidez, para desvanecerse gradualmente hasta la oscuridad punteada de luces electricas. Era esa hora en que Manhattan parece un ensueno que no habita nadie y que solo sirve para el placer de quien lo contempla, una desmesura emprendida y construida por puro amor al arte o con un proposito que ya se ha olvidado.

Despues de aquella tarde he recorrido la isla de un extremo a otro, aventurandome, aunque sin buscarlo, por lugares rudos y desaconsejables, como los Projects o Alphabet City. Incluso he vivido y trabajado en ella. Pero nunca he conseguido deshacerme del anonadamiento del extranjero que se encuentra de pronto en mitad del puente de Brooklyn, mirando de frente el prodigio, esa imagen tantas veces fotografiada y filmada y que a pesar de ello se resiste a quedar contenida en fotografia alguna. Siempre que miro Manhattan desde el East River vuelve a embargarme esa sensacion de sometimiento y misterio, signo y sintoma de la imprevista atadura que me rindio a esta ciudad y habria de resistir incolume, aunque yo no pudiera saberlo aun, cualquier tentativa de conocerla o de devaluarla.

La ruta que el taxista tomo una vez que estuvimos en Manhattan no la recuerdo con demasiada exactitud. Debimos ir por la autopista que discurre junto al Hudson, porque llegamos bastante rapidamente al edificio en que vivia mi amigo. Despues de un malentendido acerca de la propina, imputable a mi inexperiencia (todavia hoy me cuesta multiplicar todo por uno coma quince) y saldado con un exabrupto por parte del taxista y una excusa insolvente por la mia, me quede con mi maleta ante el portal. Era una casa mediana para Nueva York, de unos veinte pisos, con marquesina a la entrada y conserje uniformado. Raul me habia dicho que pronunciara su apellido vasco de la forma mas americana posible, porque solo asi cabia alguna probabilidad de que me comprendiesen. Hice mis mejores esfuerzos, pero hube de intentarlo tres veces antes de que el conserje cayera en la cuenta, me informara de que mi amigo no estaba en casa y me entregara la llave que le habia dejado para mi.

Raul vivia en un piso 18. Desde su ventana, al otro lado del rio, se veia Nueva Jersey, un monotono horizonte de edificaciones adonde se va a vivir la gente que no puede pagar ni los precios inmobiliarios ni los impuestos de Nueva York. Si uno se asomaba se atisbaba a lo lejos la desembocadura. Mientras aguardaba a mi amigo, trate de hacerme al calor sofocante y a la pequenez del apartamento. Deje la ventana abierta de par en par, aunque del exterior entraba ruido y ningun frescor. Lentamente, el sol se puso mas alla de Nueva Jersey. Descubri que Raul tenia un equipo de alta fidelidad y lo puse en marcha. En la bandeja resulto haber un disco de Astor Piazzolla, cuyos tangos empezaron a sonar, quejumbrosos y sutiles. Era una musica melancolica y hube de pensar, inevitablemente, que mas alla de aquel atardecer, porque la tierra es redonda, estaba Madrid, donde ya casi todos dormian.

4.

Los apatridas

Al principio, cuando todavia faltaban meses para que descubriera a Dalmau y con el las decisivas alteraciones que la ciudad me reservaba, todo se ajusto mas o menos a lo previsto. Las dos o tres semanas que siguieron a mi llegada se fueron, principalmente, en tareas de intendencia. Durante los primeros dias la firme amabilidad de Raul me impidio acometer siquiera la busqueda de alojamiento, pese a que en aquel apartamento estuvieramos los dos como piojos en costura, incluso peor cuando llegaba la noche y la hora de extender dos camas en su unica habitacion. Tras una semana de cortesia, que era lo que podia verme obligado a guardar y al mismo tiempo autorizado a esperar de el, inicie mi exploracion entre las ofertas de alquiler procurando combinarla con otros asuntos que no podian postergarse. Los tramites de matricula en la universidad me los habia resuelto mi anfitrion, pero hube de abrir una cuenta bancaria, conseguir tarjetas de credito (sin una tarjeta de credito en America estas muerto, y con un poco de mala suerte no solo en sentido metaforico), registrarme en el consulado e irme familiarizando con las diversas exigencias de la vida neoyorquina. Entre ellas, en seguida comprendi que importaba sobremanera aprender a manejarse en el metro, lo que incluia identificar las lineas que nunca debian tomarse. Tampoco estaba de mas tener localizadas las fronteras invisibles que separan la ciudad habitable de los barrios prohibidos, que nada tienen que ver con las gratuitas rayas divisorias que algunos trazan en Madrid. Cuando uno cruzaba esas fronteras, y podia hacerse por descuido, no se sabia muy bien si tendria oportunidad de descruzarlas.

Tras varios intentos fallidos, acabe alquilando un apartamento minusculo y sin vistas no lejos de donde moraba Raul, al lado de un inmueble en el que decian (nunca lo comprobe) que habia vivido Humphrey Bogart. Lo que si era cierto, o eso proclamaba un anacronico cartel, es que disponia de refugio antinuclear, providencia que siempre me ha parecido calenturienta, como la propia idea de que pueda merecer la pena sobrevivir a una devastacion atomica. Con independencia de todo eso, la zona era adecuada porque estaba cerca de la universidad y porque podia servirme de la experiencia de Raul en materia de servicios esenciales: lavanderia, supermercado, lugares donde comer.

La razon por la que en Nueva York suele dependerse de la lavanderia y de los restaurantes es la misma: la exigua superficie de los apartamentos, donde no hay espacio para una lavadora y donde lo que sirve de cocina esta tan metido encima de lo que sirve de salon y dormitorio que casi nadie pierde el tiempo dedicandose a cocinar. Durante el corto tiempo que vivi con Raul, solo una vez comimos en casa, y la comida -cena- en cuestion consistio en unas cuantas rebanadas de pan untadas con mantequilla de cacahuete y un carton de zumo de naranja pasterizado, lo que no me animo demasiado a repetir. Los demas dias, exceptuando el desayuno, que tomabamos en un diner cercano, y el almuerzo, que cada uno hacia como y donde le pillaba, no repetimos local ni estilo una sola vez. Todas las tardes Raul cogia la guia de restaurantes de Nueva York y antes de elegir uno declinaba metodicamente cualquier responsabilidad sobre el exito o fracaso de su eleccion:

– Cada semana deben de abrir y cerrar o cambiar de dueno cuarenta o cincuenta restaurantes en esta ciudad. No hay nadie que pueda manejarse con seguridad en esta guia.

No obstante, ya fuera griego, chino, marroqui, caribeno, indonesio, coreano, japones, armenio, italiano, filipino, indio o americano, que de todos hubo en aquellos primeros dias de mi estancia, siempre el lugar que escogia ofrecia un menu comestible a un precio razonable. Nunca he podido alcanzar la habilidad de Raul en esos menesteres. Desde que hube de empezar a valerme por mi mismo, y en tanto segui viviendo en apartamentos de una habitacion, le eche de menos todas las noches que no pude contar con su olfato para esta crucial materia.

Por lo demas, Raul era uno de los tipos mas impasibles que he conocido. Ya lo era doce anos atras, cuando habiamos coincidido en la empresa donde yo habia tenido mi primer empleo y donde una madrugada, despues de catorce o quince horas de trabajo, le habia visto subirse a una mesa y bailar desenfrenadamente una samba. Era dificil no reirse con muchas de las cosas que hacia o decia, y aun con sus simples gestos y su cara, pero el no se reia casi nunca. Aunque se habia liado la manta a la cabeza y se habia ido a vivir a Nueva York con escasas garantias, ni mucho menos habia sido un movimiento desesperado o exento de juicio, como lo probaba el hecho de que llevara ya diez anos viviendo en la ciudad y estuviera plenamente asentado en su trabajo. Tambien se habia acostumbrado al disparatado estilo de vida neoyorquino todo lo que fuera posible hacerlo, y acataba como un usuario consumado muchas de las practicas que a mi mas me llamaban la atencion, como la utilizacion febril de los contestadores automaticos propios y ajenos para hacer y deshacer planes unas cien veces al dia con una decena de personas. Estas personas eran en su mayoria extranjeros con los que habia entrado en contacto a traves de la universidad, y ningun estadounidense propiamente dicho. Al cabo de una decada, Raul podia seguir expresando la misma queja al respecto, apoyandose en una subversiva teoria.

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