En ese momento me percate de que no le habia dicho a donde me iba. No queria entrar en demasiados detalles sobre ello, pero podia ayudarle a situarse:

– No me pagan nada, en ninguna otra parte. Me largo de Madrid y de todo esto. Me voy a Nueva York, a estudiar.

– ?A estudiar que? -me atajo-. Si quieres hacer un master o una especializacion no tienes por que dejarnos. Cono, te lo pagamos y cuando vuelvas te subimos ademas el sueldo.

– No se que voy a estudiar, todavia. Tengo un amigo en la universidad de Columbia y me ha mandado un programa de cursos. Creo que al final me apuntare a uno sobre filosofia del siglo diecisiete; ya sabes: Descartes, Spinoza. Nada de masters. Voy a coger un poco de aire, para empezar. Luego ya se me ocurrira por donde seguir.

Las alusiones filosoficas obraron el efecto de desintegrar la idea preconcebida de mi jefe. En su cerebro vi florecer la sospecha de que yo, que hasta aquel dia habia sido su colaborador mas estrecho, habia perdido inopinada y acaso irreversiblemente el juicio. No dejo de entelarme de su piadoso horror:

– No se que es toda esta mierda. Pero me parece que estas tirando tu carrera a la basura, y es una autentica lastima.

– Apreciame un poco -le reconvine-. Aunque solo sea por los anos que te he dado. No estoy loco. No mas que cuando me quedaba aqui sin dormir, con alguno cualquiera de los petardazos de la Bolsa, y tu tampoco dormias.

Mi jefe se quedo pensativo, mirandome. Aunque no supiera si Spinoza era un filosofo del diecisiete, como malevolamente yo habia dado antes por sentado, o un delantero de la seleccion italiana, era muy posible que en algun otro tiempo hubiera concebido para si vidas distintas de la que arrastraba a la mezquina luz de las pantallas de Reuters.

– En cualquier caso -salio despacio de su ensimismamiento-, si cambias de opinion, si te das cuenta de que has hecho una tonteria, si solo vuelves y quieres trabajar en lo que sabes, llama aqui primero. Siempre habra hueco para ti, al menos mientras yo este.

– Eso lo agradezco, aunque no pienso fiarme a ello. Me voy de verdad, jefe.

– Si es asi, que tengas suerte. La que puedas, quiero decir.

Le desee lo mismo, procurando no adivinar los sentimientos que el reprimia. Pude percibir como dudaba entre atenderlos y ceder a la urgencia de las multiples preocupaciones que mi defeccion le planteaba. Habria que reasignar clientes, sustituirme en los proyectos que estaban a medias, a lo peor contratar a alguien. No descarto que en cualquier otra circunstancia aquel hombre y yo hubieramos podido darnos un abrazo de despedida, pero algo semejante no cabia, ni para el ni para mi, en la que nos habia sido adjudicada.

Esa misma tarde recogi mis cosas, por dejar limpio el sitio para otro, no porque tuviera intencion de hacer nada con ellas. De hecho, despues me desprenderia de casi todo. Cuando lo tuve embalado, me sorprendio lo poco en que se resumian los anos que habia pasado alli. Mi despacho vacio ofrecia una sensacion de insignificancia y sordidez que reforzaba mis ansias de mudanza. Tras la ventana se veia una estrecha perspectiva de la parva City de Madrid, un trozo de cielo agobiado de edificios que nunca podria echar de menos. En la pared deje colgando unas laminas de Kandinsky, cuyos laberintos de colores vivos hacia un siglo que habian perdido cualquier interes. Tal vez supondrian un ensueno de novedad y horizontes abiertos para quien viniera a alojarse ahora alli, y tal vez esa era una razon mas para abandonarlos. El hombre que no ama lo que posee tiene seguramente el deber de dejarlo, para que otro lo ame y asi lo rehabilite. La regla puede valer lo mismo para una obra de arte que para una mujer. Puede que valga, incluso, para una ciudad.

Habia planeado vagamente no despedirme de nadie y encomendarle a mi jefe el peso de todas las perplejidades que suscitaria mi marcha. Sin embargo, por alguna clase de debilidad, di en hacer dos excepciones. La primera fue mi secretaria, persona a la que no estaba especialmente unido, porque apenas llevaba un ano en la firma, pero que se habia sacrificado de forma abundante y que ahora podia sentirse inclinada a creer que quedaba desamparada. Como todas las chicas de poco mas de veinte anos con un contrato en practicas, sabia que debia conquistar cada manana su puesto, pero albergaba la sospecha razonable de que en un ano de trabajar para mi habia juntado un pequeno capital de prestigio secretarial. Ahora que yo desaparecia, su primera idea debia ser casi por fuerza que sus ahorros se esfumaban. Estime por ello necesario advertirla de mi marcha y tambien de que me habia ocupado de participar a mi jefe mi completa satisfaccion con sus esfuerzos, recomendando que se la conservara y en lo posible se la favoreciese. Mis palabras, sin embargo, no bastaron para disipar sus temores. Algo singular fue que apenas un minuto despues de comunicarle que me iba, su mirada se perdio en el vacio, dejo manifiestamente de escucharme y comenzo a asentir de forma mecanica, como si yo ya no existiera. Era muy joven y tenia dificultades que vencer, demasiadas para entretenerse con despedidas. Ni siquiera me pregunto por que o a donde me marchaba, y no la censure por el despego. Los que siguen adelante no pueden ocuparse de los que se rinden, los que se quedan deben olvidar a los que huyen, y a las secretarias de poco mas de veinte anos ni les van ni les vienen los motivos por las que sus jefes repudian de pronto una tarea a cuyo servicio, cuidandoles la agenda o el telefono o el formato de sus documentos, ellas han puesto toda la generosa desenvoltura de su juventud. Aun constatando su indiferencia, quise que aquello se pareciese en algo a la separacion de dos seres humanos que habian compartido fatigas durante meses, y le dije:

– Gracias por todo. Espero que alcances lo que mereces, aqui y en la vida.

Mi secretaria me oyo durante unos segundos, apenas los precisos para captar la ultima frase. Se ruborizo, sin duda porque es mas bien perturbador que nadie se meta en lo que mereces o dejas de merecer en la vida. Quiza ello suceda porque en Occidente la nocion de merecimiento ha caido en franco declive, suplantada en gran medida por una aficion supersticiosa, casi maniaca, a la especulacion y el ventajismo. Lo que trataba de transmitirle a mi secretaria, y renuncie a intentar explicarle, era que me entristecia que una chica dispuesta y lista debiera reducirse a agradar a algun desaprensivo que pudiera darle un contrato indefinido, por mas que un contrato indefinido le permitiera disponer de muchas cosas justas y necesarias, desde la comida del mediodia al piso de tres habitaciones. Aquella obediencia ciega de los jovenes, que son los que han recibido de la madre Naturaleza el encargo de dinamitar el mundo, era una de las mas funestas consecuciones de la vasta conspiracion de malhechores de la que en ese momento me daba de baja.

Mi secretaria, al andar, parecia una gimnasta. Nunca llevaba zapato alto y siempre iba muy tiesa. Sus ojos grises y su cabello rubio descolorido le habian valido el sobrenombre de la Bielorrusa, con el que alguno de los ruines sujetos que ahora podrian ser su jefe la habia introducido a menudo en los bochornosos campeonatos de atributos femeninos que se organizaban en cualquier momento. La vi salir con su paso elastico de mi despacho, despues de aquella decepcionante conversacion, y acepte que habria sido mejor irme sin mas. De ella, como de otras muchas cosas, estaba simplemente desistiendo, y aunque estuviera bien asi, porque no tenia nada que darle y habria sido un desliz mas bien grotesco pretenderlo, tampoco era aquella una ceremonia en la que valiera la pena demorarse.

La segunda excepcion, mas obvia y menos incierta que la de mi secretaria, fue mi veterano amigo Bartolome. Aunque no ansiaba encontrarme frente a frente con el para darle cuenta de mi decision, habria sido indigno irme sin avisarle. Bartolome tenia cincuenta y siete anos y, como el gustaba de repetir, habia sido galeote antes que jefe de administracion, labor que desempenaba con toda la solvencia que hacia falta para que nadie recelara de su edad ni de sus trajes pasados de moda. Bartolome habia ido a la universidad con treinta y cinco anos, mientras trabajaba, y a base de tenacidad habia logrado el titulo que le habia rescatado, siempre segun el, de un miserable destino de auxiliar contable. A pesar de haber impreso aquel viraje a su existencia, no habia perdido el talante y conservaba lo que el llamaba moral de remero, que exhibia con una especie de orgullo proletario siempre que le venia a mano, preferiblemente ante los chicos que nos llegaban de las escuelas de negocios con la cabeza trufada de idioteces elitistas. Muchas veces, para pasmo del mozalbete de turno, habia alzado sin tapujos un lamento que habia terminado por ser entre nosotros como una contrasena:

– Lo malo de esta epoca es que se han perdido el coraje y la gallardia. Ya no quedan Durrutis ni Ascasos, solo pusilanimes.

Bartolome concedia una desproporcionada importancia al hecho de que cuando yo tenia veinticuatro anos hubiera publicado una extrana novela adolescente, de la que apenas se vendieron cincuenta ejemplares y que tuvo como efecto, entre otros, mi fulminante abandono de esa tarea en beneficio de otras menos demoledoras de mi vanidad. Cuando alguna casualidad, porque nunca he sido proclive a recordar ese episodio, le deparo la noticia de que yo era autor de un libro (una forma de expresarlo que nunca he podido creer que me sea aplicable), no cejo hasta conseguir un ejemplar, por medios que solo puedo sospechar esotericos. Lo supe una manana que vino a mi

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