ilusiones siendo tan sencillo comprobar en que paran las ilusiones de todos los que a uno le han precedido.

Llevaba ya casi veinte minutos en la cola cuando vi aparecer a la muchacha del cabello platino. Venia despacio, sola, arrastrando su bolsa de viaje. Sus companeros ya habian salido hacia un cuarto de hora y no acerte a imaginar en que se habria entretenido ella. Al pasar junto al rebano de forasteros sometidos a los rigores de las leyes federales de control de inmigrantes, dejo escapar una media sonrisa distraida. Del bolsillo trasero izquierdo de sus tejanos reducidos a la minima expresion extrajo su pasaporte azul oscuro y lo sujeto entre sus dientes mientras se cambiaba la bolsa de hombro. Mostro al agente su salvoconducto y se perdio al fondo del pasillo. Podia calcular que dentro de veinte anos estaria tumbada en el sofa junto a un grasiento bebedor de cerveza, siguiendo la Super Bowl, o alternativamente, atada a alguna maquina de gimnasio, congestionada y enamorada de un monitor mas joven que nunca iba a corresponderla en el sentido propio de la palabra. Estas fantasias, que solo se basaban en lo que la television muestra de America al universo, eran razonablemente verosimiles, o por lo menos lo eran tanto como el destino de la ex azafata que nos apacentaba cada vez con menos paciencia a los de la cola. Pero elegi dar a su silueta que se alejaba un significado mucho menos condescendiente, con el que ha quedado grabada en mi memoria. La nina indolente y orgullosa que se iba por donde yo no podia seguirla era acaso un emblema del pais y de la ciudad a la que llegaba como extranjero. Aquel pais y aquella ciudad podian ensenarme su piel y su alma, tan dadivosamente como para sugerirme incluso la flaqueza de apegarme a ellos, pero presenti que nunca iban a dejarse alcanzar. Que siempre habria un control infranqueable, un pasillo sin fin, entre ellos y yo.

A medida que la cola fue avanzando y me acercaba a sus cabinas, pude advertir que todos los agentes de Inmigracion, sin excepcion alguna, pertenecian a una u otra de las minorias raciales cuyo irregular aumento el servicio al que pertenecian tenia por mision evitar. Habia orientales, africanos, puertorriquenos. Tras el cristal de las cabinas, con su ordenador y el apellido escrito en una plaquita rectangular prendida en la camisa muy blanca, defendian a los ciudadanos estadounidenses como ellos de la incursion de los desheredados que tambien eran como ellos, aunque en otro aspecto sin duda menor, porque podian prescindir de esa similitud. En general no parecian antipaticos, y auxiliaban con indulgencia a los espanoles que no comprendian el ingles.

Cuando llego mi turno, la cabina que habia quedado libre era la de un hombre con bigote, repeinado, que llevaba sobre el bolsillo izquierdo una plaquita en la que se leia el apellido Ribera y sobre el hombro un plateado galon de teniente. Me extranaba que alguien de tanto rango se dedicara a aquella tarea, pero luego habia de averiguar que en Estados Unidos hay muchas clases de tenientes y que no todos son igual de importantes.

– ?Que lo trae a los Estados Unidos? -pregunto, en espanol y en tono mas amable de lo que habia esperado.

– Estudios.

El teniente, al tiempo que comprobaba la coincidencia de mi cara con la que aparecia en la foto del pasaporte, se detuvo a sopesar si era plausible que alguien de la edad que yo representaba fuera a estudiar. Lo era, porque personas mucho mayores que yo lo hacian. Ademas venia de un pais desarrollado, vestia adecuadamente y toda mi documentacion estaba en regla. Por eso, mientras daba mi nombre al ordenador, que debio certificarle en fracciones de segundo que nunca habia ido alli antes ni estaba catalogado como delincuente, narcotraficante o comunista, indago solo por curiosidad:

– ?Donde y que va a estudiar?

– Filosofia. Aqui, en Nueva York.

Sonrio, grapo una cartulina verde a mi pasaporte y puso el sello de entrada en el. Mientras me lo devolvia, me deseo con calidez:

– Feliz estancia.

Despues del control de pasaportes, y tras recoger el equipaje, habia que pasar todavia por la aduana. Habia visto que en el formulario de turno (distinto del de Inmigracion) se pedia que se indicara si se transportaban semillas. Raul me habia pedido que le trajera, ademas de un Rioja normal (que en Nueva York era articulo de lujo) y dos botes de litro de gel de bano (que en Nueva York no existen), un par de paquetes de alubias. Supuse que las alubias podian considerarse semillas y no quise correr riesgos inutiles, porque alguien me habia hablado de perros entrenados para olerlo todo. Declare mi mercancia, lo que me forzo a un breve dialogo con una muchacha sudorosa que tenia toda la pinta de ser una contratada eventual del servicio de aduanas y que no se intereso demasiado por mi asunto.

Con su aprobacion, que me hizo patente con un ademan fatigado, me dirigi a la ultima puerta. Cuando la atravesara estaria dentro, o mas bien fuera. Tras ella empezaba, y lo sabia, el verdadero viaje.

La primera impresion que tuve al salir de la terminal del aeropuerto fue de una desorientacion extrema. Tras las seis horas largas de vuelo, los tramites aeroportuarios invariablemente desarrollados en salas de atmosfera cargada y luz artificial, y un recorrido interminable por pasillos y escaleras de aspecto polvoriento, me vi arrojado de improviso a la intemperie urbana neoyorquina, con su mezcla de vehiculos nuevos y viejisimos, sus calzadas astrosas y sus aceras de cemento basto. A finales de agosto hay ademas una humedad insoportable, y atontado por ella hube de buscar el lugar en el que los taxis paraban a recoger a los viajeros. No habia exceso de oferta, al contrario que en Madrid, donde siempre aguarda una nutrida procesion de tres vehiculos en fondo. Eludi los taxis ilegales, siguiendo el consejo de Raul, y espere a que viniera uno amarillo. Cuando al fin acudio uno, no tenia mejor aspecto que los piratas, pero no sabia cuanto tardaria en aparecer otro y lo tome.

El conductor era un hombre atezado, probablemente paquistani. Sus rasgos indostanicos y su nombre arabe, si habia de creerse que era el suyo el que decia la licencia que llevaba adherida con su fotografia sobre el salpicadero, permitian atribuirle ese origen. Cuando le di las senas a las que iba, me replico con un extrano discurso en una extrana lengua que culmino con lo que me parecio una interrogacion. Habia sido avisado del peculiar ingles de los taxistas de Nueva York, que siempre son de otro pais, pero no habia sospechado que me iba a ser ininteligible al ciento por ciento. Asi lo declare, con modestia y con mi pronunciacion filobritanica, a lo que el taxista respondio con irritacion, marcando mas las palabras y acompanandose con una mimica que me permitio entender que me daba a elegir entre dos itinerarios. Aunque fuera imprudente, me abandone a su criterio, invitandole a escoger el trayecto que segun su prevision se hallara mas despejado. El taxista se encogio de hombros, sacudio la cabeza y arranco al tiempo que dejaba escapar una especie de ladrido, que supuse que era la version urdu del ingles asshole.

Las autopistas que unen Nueva York con su principal aeropuerto son un ejemplo de abandono. Los letreros, de un verde mas bien triston, apenas poseen las propiedades reflectantes que se les supone, y el firme esta plagado de baches y resquebrajaduras. En cuanto hubimos salido del entorno del aeropuerto, se ofrecio a mis ojos una ciudad bastante deprimente, la que componen las ajadas construcciones de los suburbios que rodean Jamaica Bay. Entre las tipicas casas de madera pintadas de colores (con una inexplicable predileccion por el azul huevo de pato, que tan mal envejece), se intercalaban manzanas enteras de casas en hilera, de ladrillo muy oscuro. Las calles estaban llenas de inmundicia, los solares sembrados de chatarras, las verjas cubiertas de oxido. Bajo el cielo gris, y en medio de aquel paisaje mas bien desalentador, experimente por primera vez el desvalimiento y la intimidacion que desde entonces me ha provocado mas de una vez el espectaculo de la America sin afeites, la que nunca o solo como un decorado pasajero sale en los telefilmes. Tambien he aprendido a convivir con ella, e incluso a apreciarla, pero resulta dificil sobreponerse siempre a su faz inhospita y aun un tanto feroz.

Pronto se hizo evidente que el taxista me llevaba por el camino mas largo. Al cabo de un buen rato aparecio en la distancia la airosa silueta del puente de Verrazano y algo mas alla Liberty Island con su estatua, pero esta fue una aparicion pasajera. Poco despues entrabamos en Brooklyn. Su aspecto no era mejor que el de las proximidades del aeropuerto. El tiempo parecia haberse detenido en 1950, o incluso antes. Almacenes, fabricas, bloques de viviendas, todos estaban sucios y deteriorados. Habia fachadas sin pintar desde hacia decadas y enormes anuncios de productos que ya no debian de existir. La gente que andaba por la calle, bajo el cielo emplomado, circulaba entre los escombros de otra epoca como sombras por un antiguo campo de batalla. Algunos trabajaban o incluso vivian alli, y por las entranas de los edificios se ramificaban, a buen seguro, las venas de la red de fibra optica por la que les llegarian no menos de cien canales cargados de imagenes en color de mundos deslumbrantes. Los vi parados en los semaforos, obedeciendo la orden de las letras rojas DONTWALK, con las que se avisa al peaton estadounidense de lo mismo que en Europa advierte un muneco en posicion de firmes, aunque los europeos no sean mas analfabetos. Los habia de todas las razas, y muchos miraban como si no vieran, sujetando contra el pecho la inevitable bolsa de papel marron con las provisiones para la cena de esa noche.

Como luego me aclararia Raul, aquel viaje no era ni mucho menos necesario para llegar a su apartamento de

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