los viandantes. Muchos de ellos no sabian frenar, y en cuanto tenian el menor contratiempo acababan estampandose contra una valla o un arbol. Segun una estadistica que lei en un periodico, la primera causa de ingresos hospitalarios los fines de semana eran los percances de patinadores (la segunda eran las perforaciones corporales infectadas; a la gente le daba verguenza ir al medico hasta que la herida se llenaba de pus y no habia mas remedio). Sin embargo, durante la semana habia en el parque la paz suficiente como para disfrutar de las buenas vistas que se ofrecen desde sus promontorios, y aun para recorrer sus senderos escuchando el ruido de los pajaros. Incluso podia llegar a olvidarse, contemplando a los perros que haraganeaban entre los arboles, que aquello es el corazon mismo de Nueva York. Los dias, que resbalaban entre esos y otros episodios no menos deleitosos, se sucedian sobre mi como una especie de cura de libertad solitaria. Caminaba por las calles sin prisa, rodeado de gente y a la vez en compania de nadie mas que yo. Entonces averigue que Nueva York podia ser una ciudad placida a la que no costaba en absoluto aficionarse, como tampoco costaba encontrar donde tomar un buen cafe o comer a gusto. En realidad, y por el momento, no habia grandes razones para anorar Madrid. De Espana no me llegaba casi nada, aparte de las escasisimas y casi siempre mas anecdoticas que relevantes noticias que se filtraban a algun recuadro pequeno del New York Times. Por supuesto era posible adquirir prensa espanola en un centenar de establecimientos, pero rehui deliberadamente hacerlo. Leer la prensa norteamericana tenia un doble efecto provechoso: me ayudaba a conocer a aquella gente y ninguna de las cosas que leia tenia que ver con los monotonos asuntos que me habian hecho aborrecer los periodicos espanoles. Eso no significaba que los periodicos estadounidenses no tuvieran sus propias monotonias, pero eran otras y no me concernian demasiado, lo que ayudaba mucho a soportarlas.

Hacia mediados de octubre, cuando ya habia conseguido hacerme a los beneficios de aquella inaccion atareada y de mi extranamiento, como si ambos vinieran durando desde siempre, Raul se dejo caer por mi apartamento con una invitacion desusada:

– Ya sabes cual es mi postura al respecto, pero se me ha ocurrido que a lo mejor te interesaba una reunion de la colonia espanola.

Ante mi asombro, Raul me lo explico. Su amigo Luis, el unico o casi el unico espanol con el que mantenia una relacion estrecha, acababa de llegar de Madrid. Luis era escultor, y a juzgar por una pieza que le habia regalado a Raul, no del todo malo. Como todo artista, debia cultivar sus relaciones publicas, y una de las obligaciones que eso le imponia era la de asistir a muchas de las fiestas de espanoles que se organizaban en Nueva York. A menudo llamaba a Raul para que le acompanase, y aunque este solia declinar la oferta, mi presencia le habia inducido a no negarse categoricamente esta vez. En cuanto a Luis, Raul, como tantas otras veces, me puso sobre aviso:

– Es un encantador de serpientes, aunque no lo parezca. Ya lo veras.

La fiesta, aquella fiesta, la daba quien hasta entonces habia sido la corresponsal de una cadena de television, que se despedia de la ciudad. La enviaban a Caracas, lo que ella pregonaba como un reconocimiento a su capacidad para hacer periodismo de impacto y sus invitados interpretaban, con rara y descortes unanimidad, como una represalia en toda regla. Raul y yo nos introdujimos en medio de aquel rebano de la mano de su amigo Luis, quien estaba en condiciones de presentarnos a cualquiera de los asistentes. Luis era un muchacho (seguia teniendo cara de tal, aunque hacia mucho que habia superado la treintena) de aspecto tierno y despistado, y quiza por eso no parecia caer mal a nadie. Gracias a el trabamos relacion con la anfitriona, que era una histerica insufrible, y despues con los demas. La razon por la que habia consentido en ir a aquella fiesta no era ni podia ser otra que la curiosidad de ver que pedazo de mi pais vivia enredado en la marana de Nueva York. Y la verdad era que no me hacia ilusiones al respecto. Mas bien, siguiendo la doctrina de Raul, trataba de instruirme acerca de los modales y el talante que debia evitar adquirir.

La mayoria de los miembros de la colonia eran aves de paso. Lo era la corresponsal, con tres anos de estancia, pero otros lo eran todavia mas: aventureros cronometrados que solo venian para un ano, con una beca para trabajar en un despacho de abogados o en la sucursal de un banco espanol. Se trataba de chicos y chicas de familia acomodada que pedian como regalo de fin de carrera a su padre, normalmente director de algo en el banco en cuestion, que la entidad les diera un puesto ficticio en su sucursal neoyorquina y les alquilara un apartamento, a ser posible en Park Avenue (en todo caso, nada por debajo de Greenwich Village). Despues de algun tiempo sin oir algo similar, me heria los oidos la deformacion grotesca del castellano que muchos de ellos utilizaban para comunicarse, como si tuvieran un bombon en la boca. Cuando empleaban alguna palabra inglesa, lo que solia ocurrir, la pronunciaban con amaneramiento, como si hubieran echado las muelas recitando a Shelley, que era la forma de demostrar que habian ido a colegios bilingues. Yo suponia que era un acto inconsciente, y los exculpaba, pero Raul, mientras las miraba a ellas al escote (para que se sintieran durante un momento como animales, decia) juraba que lo hacian aposta.

Tambien habia un par de diplomaticos, estudiantes de arte dramatico (entre ellos, una popular actriz de teleseries, que ostentaba una comica mezcla de enfado y extasis cuando adivinaba que alguien la habia reconocido), musicos, funcionarios de Naciones Unidas, un buen punado de periodistas y tres o cuatro profesoras de literatura. Estas ultimas habian sido enviadas por el Ministerio de Educacion para difundir nuestra gloriosa lengua entre los salvajes que la amenazaban, ya fuera relegandola o empenandose en hablarla en traduccion servil del muy infeccioso idioma del imperio americano. A una de ellas Raul la conocia de la universidad, y con ese pretexto nos unimos a su grupo. De todos los presentes, eran las que menos repelian. Cuando llegamos nosotros, la conversacion transcurria acerca de la experiencia que una de las profesoras habia tenido en Indiana, a cuya universidad de Bloomington habia sido destinada durante un ano, algun tiempo atras, para poner en marcha el departamento de espanol. Sus juicios no eran benignos:

– Puedes llegar a acostumbrarte al clima, con dificultad, siempre que no tengas que andar mucho por la calle -aseguraba-. Mientras haya electricidad, no es mortal de necesidad que aquello sea como la tundra en invierno, porque pones la calefaccion, o el infierno en verano, porque le das al aire y si cierras bien no entran los monstruosos insectos que vuelan en bandadas. Lo peor y lo que no tiene remedio es la gente. Se pasan el dia estudiando o en el gimnasio, sin relacionarse con nadie. Por esos estados de Dios, y en parte me imagino que es por el asco de tiempo que hace, todos estan solos. Un sintoma terrible es que les ponen a los ninos television y telefono en el cuarto, desde pequenitos. Si ademas los enchufan a Internet, se olvidan de ellos para siempre.

– Hasta que cumplan dieciocho anos y entren dando alaridos en el cuarto de los padres, con un machete en la mano y el cerebro enardecido por algun videojuego de laberintos -sugirio Raul, abstraido.

– No me extranaria -admitio la profesora-. El caso es que la gente viene a Nueva York y se cree que esto es Estados Unidos. Una mierda.

Una de las jovenes becarias de lujo, que escuchaba el relato de la profesora, una mujer de mediana edad, con un indisimulado reparo por lo que contaba y por la dureza con que despachaba su veredicto, intervino temerosamente:

– Tampoco hay por que desacreditarlo todo de esa forma. Lo que pasa es que es un pais muy grande. Yo hice el COU en California, y alli todos eran muy carinosos. Y si es por el tiempo, mas fantastico imposible.

– Yo no desacredito nada, querida -apostillo la profesora-, aunque no haya vivido nunca en California. Solo digo que a veces me moria de ganas de estar en la Plaza Mayor de Madrid tomandome una cana y picando unas aceitunas, y que aqui, por muy mol que sea el cotarro, tambien me pasa.

– Y ahora es cuando empezamos a hablar de la tortilla de patata y del lomo iberico -se quejo Raul-. Alto, imploro vuestra piedad. ?Por que no entonamos una cancion que nos reconcilie con este pais tan objetable y que sin embargo nos acoge?

La becaria cometio la imprudencia de seguirle:

– ?Que cancion, por ejemplo?

– ?Te sabes Strangers in the Night?

– Mas o menos.

Pero antes de que la becaria pudiera hacer el esfuerzo de recordar la letra, Raul atacaba con su voz mas desgarrada:

– Strangers in the night, exchanging rubbers, this one is too light, let's try another, this one is too loose, it won't hold all the juuuuuuice…

– ?Exchanging que? -pregunto al vuelo la becaria, con un candor angelico, mientras las demas se desternillaban.

– Rubbers -repitio Raul, con su habitual adustez.

– No entiendo -reconocio la becaria, agravando la carcajada general.

– Rubbers. En este contexto, como lo traduciria para ti, profilacticos. ?Sabes lo que

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