porque el tipo no tenia dinero y queria que se lo hicieran en la seguridad social, que no cubre esa operacion. La mayoria de la opinion publica lo rechazaba sin mas, pero aparecio gente dispuesta a donar el dinero. Supongo que al final lo harian.
– Jingle balls, jingle balls, jingle and go away -sentencio Gus, imitando la melodia del villancico, al tiempo que hacia sonar los cubitos de hielo en su vaso. Acto seguido, ahogando la risa, anuncio-: Tengo algo que deciros. Me voy de Manhattan. He alquilado un piso casi de verdad, en Brooklyn.
– ?En Brooklyn, nada menos? -se espanto Raul.
Yo no dije nada. La declaracion de Gus, caida de pronto en mitad de aquella desmayada celebracion navidena, fue como una iluminacion. Desde hacia varios dias andaba buscando un remedio, algo que me desviara de la senda cegada en que me habia metido sin darme cuenta. Con el torpor a que me abocaba la embriaguez, y al mismo tiempo con una certidumbre que acaso no habria sido posible estando sobrio, se fraguo en mi animo una resolucion irrevocable: tambien yo debia irme de Manhattan.
2.
Fuimos a ayudar a Gus con su mudanza, y asi conoci Brooklyn Heights. El canadiense habia conseguido un apartamento en Pierrepont Street, un tercer piso con dos habitaciones, cocina casi normal y cuarto de bano susceptible de acoger a mas de una persona a la vez. El barrio, de edificaciones de tres o cuatro alturas como maximo, alineadas a lo largo de calles no muy anchas y llenas de arboles, es verdaderamente tranquilo y guarda el ambiente de la zona pudiente de Brooklyn que fue a principios de siglo. Ahora vuelve a serlo, en parte, por los yuppies que se trasladan desde la isla. Entre Clark Street y Atlantic Avenue se levanta una pequena ciudad donde hay iglesias, colegios, lavanderias, tiendas de comestibles. En el centro, en Montague Street, esta la calle comercial, por donde se ve pasar a las familias y a los ancianos como en la calle mayor de cualquier pueblo. Y al frente, dando al East River, se halla el paseo de Brooklyn Heights Promenade, sobre los muelles, desde el que se tiene una de las mas gloriosas perspectivas de Manhattan. Una placa recuerda que aquella zona lo fue de fortificaciones a fines del siglo dieciocho, y que el mismisimo George Washington tuvo alli su cuartel general durante la batalla de Long Island. Por Gus me entere de que los alquileres, aunque superiores a los que pagabamos en nuestras infimas madrigueras de la parte mas innoble del Upper West, no resultaban prohibitivos. A traves de una agencia inmobiliaria del barrio fui a ver varias ofertas. Finalmente me quede con un apartamento en Hicks Street, un segundo piso con dos ventanas al frente. Cuando le dije a Raul que yo tambien me mudaba, mi amigo opino, con desinteres:
– Lo tuyo al menos lo entiendo. Tu no tienes que viajar una hora todos los dias. Pero yo no pienso moverme. Ya me he hecho al poco sitio y no me gusta nada madrugar.
Mi mudanza a Brooklyn tuvo el efecto de abrir una segunda epoca de descubrimientos. Durante los meses anteriores casi no habia salido de Manhattan, y aunque esta fuera una isla muy particular no dejaba de producir esa sensacion de insularidad que a veces lo era tambien de un cierto ahogo. Me gustaba de Brooklyn Heights el dia a dia sosegado, semejante al de ciertos barrios centricos de Madrid en los que no hay oficinas ni zonas comerciales masivas. Cuando despertaba, al entrar el sol en mi habitacion, me quedaba un rato ante la ventana, viendo pasar los camiones de reparto o espiando la actividad en la casa de enfrente. A traves de sus ventanas seguia el inicio de la jornada de un par de jubilados o el de una muchacha de melena muy rubia que siempre llevaba camisetas y ropa interior negras. Entre las ramas peladas de los arboles, durante el invierno, la veia moverse de un lado a otro de su habitacion, con sus largas piernas blancas que destacaban contra el luto de su ropa, y mientras hacia la cama o se preparaba un cafe me embargaba la paz ensimismada de aquella intimidad sorprendida.
Despues iba a tomar un cafe con vainilla y un bagel con jamon a un modesto local de Atlantic Avenue, donde podian leerse gratis los periodicos del barrio. Iba alli porque el cafe era bueno y estaba muy caliente y porque uno podia quedarse durante una hora, si queria, sin que nadie le molestara, leyendo las noticias siempre estrictamente locales de aquellos periodicos: Un taxista cae desde el puente de Brooklyn y sobrevive. Otros dias, cuando deseaba algo mas nutritivo, me iba al Teresa?s, un local polaco en Montague Street. Alli podia pedir pantagruelicos desayunos y devorarlos rodeado de los jubilados del barrio, que tambien tenian buen apetito. Entre los muchos ancianos del Teresa?s, me fue inevitable tener contacto con algunos. Cuando estaban solos y se aburrian se dirigian a quien tuvieran mas cerca, y alguna vez ese resulte ser yo. Aquella sociedad de retirados, por lo demas, era de una resignacion admirable. Casi todos vivian solos, porque no habian tenido hijos o porque los que habian tenido los habian perdido o les habian abandonado. Disponian de ingresos para su sustento, aunque sin excesos, y en su vida no habia otro aliciente que el Teresa?s y la television, si es que esta podia llegar a esa categoria. Cada poco desaparecia uno de ellos, y cada uno de los que quedaban le veia irse sabiendo que podia ser el siguiente. Pero no habia desesperacion y se guardaba el recuerdo de los caidos. En una pared colgaba un poema al puente de Brooklyn escrito por uno de los que ya no estaban. Debajo se leia una peticion al difunto: Norman, tu llegaste alli primero. Guarda una mesa para nosotros. Todo nuestro amor. El club del desayunos del Teresa's.
Aunque no todas las partes de Brooklyn pueden recorrerse sin miedo, y algunas, como las que habia atravesado a mi llegada con el taxi, no invitan a ser recorridas, al cabo del tiempo fui delimitando una amplia extension por la que desarrollaba mis excursiones. Todo era mas humilde que Manhattan, pero tambien mas proximo, y no dejaba de haber oportunidades. Podia ir al cine de Court Street, un cine de barrio barato en el que la programacion era bastante digna. Para comer y cenar habia decenas de opciones, sin alejarse demasiado de mi propia calle. Para pasear tenia los alrededores del Borough Hall, el Prospect Park o el cementerio Greenwood. Y si queria refugiarme, disponia de la monumental biblioteca publica o del Brooklyn Museum.
La ventaja de vivir alli era que estando fuera a la vez estaba cerca de Manhattan, a donde seguia yendo a menudo. No era facil conseguir que Raul se aviniera a salir de su isla; parecia que el rio le protegiera del mundo exterior. Una de las cosas que mas me complacian, cuando salia por la noche con Raul y los demas, era hacer el camino de regreso. Gus y yo siempre le pediamos al taxista que nos llevara por Broadway y que se desviara hacia el puente un poco antes del Ayuntamiento. No habia nada como bajar por aquella avenida llena de luces, bajo la fria noche neoyorquina.
Al llegar a Brooklyn, despues de cruzar el puente, la ciudad se volvia mas tenebrosa, pero no intimidaba. Una noche que volvia solo, el taxista que me llevaba, un arabe llamado Said, segun rezaba su licencia, me pregunto si vivia alli. Cuando le dije que si, juzgo:
– Hace bien. Esta es zona de judios. Me gusta tener judios alrededor. Sus barrios siempre son agradables y pacificos.
En marzo y abril, cuando llovia, me iba a menudo a Brooklyn Heights Promenade a mirar el perfil de Manhattan, desvaido entre la bruma. Los helicopteros aterrizaban y despegaban del helipuerto que hay cerca de Wall Street y del rio subia un acre olor a pescado, insinuando la cercania del mar. Otros dias, sin lluvia, me acercaba a sentarme ante la puesta del sol, entre todos los que iban con sus camaras a fotografiarla desde alli. Pero quiza nada fuera comparable a caminar por Brooklyn Heights Promenade de noche, cuando los edificios rompen la negrura con sus siluetas salpicadas de luces. Debajo del paseo discurre la autopista Brooklyn-Queens, y su ruido sirve a todas horas de fondo sonoro a la estampa. Mientras contemplaba Manhattan, escuchando los motores de los coches y los camiones que rugian sin cesar debajo de mi, presentia que no habia ido alli solo para abandonarme a un misticismo errabundo; que estaba por suceder algo que le daria otro significado a mi viaje. Y justo entonces, aparecio Dalmau.
3.