se hubiera identificado entre susurros. Era una mujer pequena y gruesa de sesenta anos, sencilla y de escasa cultura, pero asombrosamente dotada para ese esmero carinoso hacia el paciente que todo practicante de la medicina debe poseer, y admiraba mi carrera, mis conocimientos y mi persona hasta un punto de exceso que, cuando se traslucia en sus ingenuos comentarios privados o en sus bienintencionadas alabanzas ante los pacientes, lograba hacerme sonrojar. Fuera de lo estrictamente laboral apenas sabia nada de ella, pues desde que en su dia la contrate, impresionado por sus impecables referencias profesionales, se habia empenado en levantar un muro de discrecion alrededor de su persona. Ella misma afirmaba, entre risitas y expresivos encogimientos de hombros sofocados por la humildad, que carecia de biografia: era, simplemente, enfermera. Tras la invasion, resultaba mucho mas verosimil imaginarla encerrada en su casa, expectante y temblorosa ante los nuevos acontecimientos -cuando no formando parte de cualquier despavorida columna de refugiados-, que aventurandose en las calles del Paris ocupado. Sin embargo, alli estaba, respirando con agitacion, oculta a medias tras las desmesuradas gafas de concha que asemejaban su presencia a la de un buho revoltoso, aguardando las instrucciones que su idolatrado doctor Laventier tuviese a bien dictarle. Haciendo un esfuerzo por sobreponerme, consegui transmitirle una serenidad de la que yo mismo carecia, y le sugeri que nos limitasemos a esperar. Dos semanas despues, evitando meticulosamente cualquier ostentacion que pudiera interpretarse como simpatia hacia los invasores, osamos abrir la consulta; lo decidi asi porque, aunque carecia de sentido dadas las circunstancias de la ciudad, necesitaba la compania de ma-dame Fontaine tanto como ella la mia: en aquellos dias estar solo resultaba insoportablementeaterrador. Dia tras dia, con el corazon en un puno, nos esforzamos por escenificar uno para el otro una normalidad improbable a la que la ausencia de clientes agregaba inverosimilitud. ?Normalidad! ?Tiene la mas remota idea de lo que supone, tras anos de basar tu vida en unos conocimientos, unas creencias, unas aspiraciones legitimas y nobles basadas en el respeto al ser humano, encontrarse a merced de una alimana euforica para la que esos sentimientos valen menos que un orgasmo o un trago de cerveza? ?No, por lo que conozco de su biografia no lo sabe! Ni tampoco puede imaginar como se rebelaba mi espiritu ante el barbaro atropello de Europa, en medio del cual yo disfrutaba del privilegio de no ser y no tener: no ser judio ni comunista, no tener propiedades golosas que confiscar ni seres queridos a los que danar. Era uno de los afortunados a los que se permitia mirar hacia otro lado con la cabeza gacha. ?Y aun me sentia agradecido! Porque, por mucho que en mi interior condenase a los verdugos, por mucho que mi conciencia gritara y se escandalizase mi mente, el miedo puramente fisico que me dominaba era tan ilimitado que muchas veces despues me he preguntado, sin osar darme respuesta, a que simas de delacion, de colaboracionismo, de traicion hubiera accedido a descender si los alemanes me lo hubieran pedido. ?Le extrana esta confesion?

Si, Ferrer debio admitirlo: Jean Laventier tenia un notorio pasado de miembro de la Resistencia, del cual, segun sus biografos, se habian derivado todos sus posteriores compromisos humanitarios… El instinto profesional le llevo a interrumpir la lectura para buscar en el final del manuscrito una firma que acreditase la validez periodistica de la inedita confesion del frances. En la ultima pagina encontro algo que supero cualquier expectativa:

El abajo firmante, Jean Albert Laventier Dautry, en plena posesion de sus facultades mentales, declara ser cierto todo lo que en este manuscrito se afirma, y muy particularmente el punto en el que el firmante se confiesa autor del asesinato que aqui se relata.

Dado el atipismo de esta declaracion, y por si alguien pudiera dudar de su validez, remito a mi testamento, en poder del notario Robert Constantine, de Paris, en el que queda cumplida constancia de la veracidad del manuscrito, del cual guarda el citado notario copia que a mi muerte se entregara al heredero unico de mi archivo profesional y personal, senor Luis Ferrer Ferrer.

En Leonito, a diez de junio del ano mil novecientos noventa y dos.

Ferrer leyo dos veces el parrafo firmado de puno y letra por Laventier; el impulso inicial de llamar al frances para agradecerle el alto honor de nombrarlo su heredero -?Como? ?Por que? ?Para que?- se vio desbordado por la confesion de asesinato, de la que por primera vez se hablaba abiertamente. ?Laventier un asesino? ?Y el su heredero? ?Una herencia ademas fechada pocos dias atras? Retomo la lectura.?Le sorprende saber que soy un indigno cobarde, que la parte mas encomiable de la biografia del gran Jean Laventier es falsa? Y sin embargo…

Una manana irrumpieron dos soldados alemanes en mi consulta; uno de ellos, un joven de poco mas de veinte anos, se habia cortado accidentalmente la mano y me pidio, en un frances torpe, que le atendiera la herida. Aunque ya habia algo de humillante en la simple peticion -mi consulta era de atencion psiquica, no una enfermeria de urgencias-, no era el momento de negarse: con servilismo instintivo que no pude evitar, desinfecte la herida y me dispuse a coser sobre ella un punto de sutura; asi se lo adverti al soldado, pero no debio de entenderme o asi lo fingio: al pincharle, respingo y me lanzo una mirada de sorpresa ofendida que trate de sedar con una disculpa cobarde: el pinchazo no podia haberle resultado mas doloroso que una extraccion convencional de sangre, pero a pesar de ello el soldado mascullo algo a su companero -que, indiferente, se encogio de hombros y encendio un cigarrillo frente al rotulo junto a la ventana que prohibia fumar-, esbozo una sonrisa que correspondi sin poder evitarlo y me abofeteo: una bofetada con la palma abierta, infamante y sonora como la que propina el payaso listo al payaso tonto; ruborizado, no supe que hacer: trague saliva, observe de reojo a madame Fontaine, que por respetuosa discrecion dirigio la mirada hacia otro lado, y volvi a mirar al aleman: feliz y orgulloso de su dominio de la situacion, puso la mano frente a mi y me insto a proseguir; trate de controlar el temblor de colegial que me asalto y volvi a introducir la aguja; el soldado grito de nuevo, exagerando esta vez a proposito el supuesto dolor, y con una sonrisa socarrona en los labios volvio a abofetearme. Por un instante, me asalto la idea de que la situacion se iba a prolongar por el resto de la eternidad. Madame Fontaine, acaso intuyendolo tambien, se ofrecio a terminar la tarea, pero el aleman la rechazo y me obligo a continuar hasta que, tras otras dos bofetadas que lograron poner en mis ojos lagrimas de rabia, pude concluir torpemente el punto de sutura y cerrar la herida. Solo entonces se dirigieron hacia la salida; el segundo soldado ni siquiera nos habia mirado. Trate de limpiar las gotas de sangre que manchaban mi bata, pero parecian dotadas de algun poder maligno, pues las frotaba y volvian a aparecer como si estuviesen previniendome burlonamente del caracter irreversible de la vejacion que acababa de sufrir. Madame Fontaine se aproximo y me aplico una gasa sobre la nariz: en mi ofuscacion, no me habia dado cuenta de que la sangre no provenia de la mano del aleman, sino del rasguno que una de las bofetadas me habia producido en el labio. De inmediato comenzo a atormentarme el orgullo herido; de nada servia el alivio que rae ofrecia la evidencia: ?acaso habia tenido otro remedio que agachar la cabeza ante la ignominiosa agresion? ?Quien no hubiera hecho lo mismo? La bondadosa enfermera me estaba haciendo esa pregunta cuando regreso el soldado. Sin perder la sonrisa, advirtio que volveria en los proximos dias para que le cambiara el vendaje. Y anadio que entonces deberia recibirlo adecuadamente vestido, con traje y corbata en vez de bata blanca. Acto seguido, se fue. Comprendi que no era un hombre malvado, sino un nino caprichoso vengandose en mi de quien sabe que afrentas por parte del mundo de los adultos, y esa noche, como si yo tambien fuera un nino sometido a un poder arbitrario imposible de comprender, fui incapaz de dormir, acuciado por una angustia que, al dia siguiente, cuando me prepare para acudir al trabajo, se concreto frente al espejo: yo, por comodidad y algun vestigio bohemio de mi primera juventud, habia adquirido la costumbre de no llevar corbata. Era un habito, conocido por mis pacientes y allegados, que casi se habia convertido en un inocuo signo de identidad personal. Aquella manana, tras infinitas dudas, me anude ante el espejo la corbata oscura que guardaba para ciertas ocasiones y ajuste el nudo al cuello mimosamente, para evitar que el jovenzuelo uniformado que podia aparecer en cualquier instante interpretase como acto de rebeldia un involuntario descuido de mi aspecto. Confieso -y es la primera vez que lo hago; nadie, excepto usted ahora, conoce este detalle- que durante un segundo medite si debia lucir un alfiler sobre la corbata. El detalle no es nimio; al contrario, revela la esencia del miedo humano, su indignidad: ?y si el soldado consideraba insuficientemente protocolaria una corbata sin alfiler?, me plantee con seriedad vergonzante; pero ?y si entreveia alguna clase de burla hacia el en el hecho de portarlo? No se ria, Ferrer. Fue terrible ese rato en el que, para colmo, me vi obligado a contemplar mi rostro humillado y vencido. Cuando deje el espejo atras y baje hacia la consulta, dolorosamente dispuesto a enfrentar la primera consecuencia de mi cobardia -la reaccion de madame Fontaine-, encontre un inesperado recibimiento: la buena mujer adopto un tono maternal para alabar mi juiciosa decision, e incluso -el detalle me emociono- habia pedido

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