pocas frutas y flores, me observaban en silencio. Apremiado por sus miradas, que interprete despectivas hacia mi actitud colaboracionista, y tambien por la posibilidad de que los alemanes regresasen a por mi, me aleje lo mas rapidamente que pude, improvisando de camino una despedida visual de Notre-Dame, a cuyas proximidades no era prudente que me acercase en un tiempo que se adivinaba largo. ?Hasta el santuario de mis suenos me arrebataba la vida!
Durante los dias siguientes busque, sin hallarla, cualquier referencia en la prensa a la captura o abatimiento de dos miembros de la Resistencia junto al Sena y, por supuesto, no mencione a madame Fontaine el incidente. Nuestra vida cotidiana continuaba; utilizo el plural porque seria necio negar que a estas alturas, cumplidos casi cuatro anos de ocupacion, pareciamos un matrimonio mal avenido al que las circunstancias obligasen a continuar unido: ella necesitaba el sueldo y yo sus servicios, pues mis pacientes, una vez aclimatados a los nuevos amos de la ciudad, habian ido recuperando paulatinamente el ritmo de sus visitas. Aunque es obvio que no se lo pregunte, supuse que madame Fontaine continuaba trabajando para la Resistencia, lo que le daba sobre mi una posicion de dominio que aprovechaba llevandose de la consulta, siempre con mi mudo consentimiento, pequenas cantidades de medicinas o recetas que yo, porque pensaba que tal vez estaba asi ganandome la redencion, nunca me negaba a firmar a pesar de que cada rubrica despertaba en mi el fantasma de la detencion, la carcel y la tortura. Sin embargo, recuperar el respeto de esa mujer era una fuerza que pesaba mas en la balanza, de forma que puede justamente decirse que, durante aquellos anos, la Resistencia saco dosificado provecho al titulo de doctor en medicina que yo detentaba y madame Fontaine administraba.
Los meses pasaban en ese estancado entorno malsano. Casi nos habiamos resignado a el cuando de pronto, en la misma consulta, ante mis ojos, sufrio madame Fontaine un inesperado infarto. El funesto suceso me permitio, gracias a una fulminante actuacion, salvar la vida de la enfermera y situarla asi en una posicion deudora que suavizo parcialmente mis remordimientos. Durante el mes que permanecio convaleciente en mi casa, termino este en el que insisti argumentando que sola no podia valerse, llegaron esperanzadoras noticias que ayudaron notablemente a la recuperacion de la paciente: los norteamericanos habian desembarcado con exito en Normandia y, segun los mas optimistas, entre los que se encontraba madame Fontaine, el fin del yugo nazi se aproximaba, y la liberacion de Paris era cuestion de dias. Exactamente, los ochenta que mediarian hasta el 25 de agosto de aquel ano 1944.
Ningun analisis posterior sobre ambiguas intenciones del mando aliado, ninguna hipotesis sobre rencillas y desacuerdos entre los libertadores podra nunca ensombrecer la memoria de aquel momento para quienes lo vivimos. Habiamos permanecido en la oscuridad y veiamos de nuevo el sol. Paris volvia a ser Paris y era de nuevo nuestro: cuando huyeron los ultimos alemanes, la incontenible euforia que se adueno de la ciudad empujo a todos sus habitantes a ocupar las calles el dia del desfile del ejercito de liberacion. Yo llevaba anos ansiando ese momento, pero a la vez lo esperaba con secreto miedo: ?y si madame Fontaine, resultando ser uno de esos mezquinos espiritus revanchistas que ya habian alentado innobles apaleamientos y rapados de pelo por la ciudad, hacia publica mi actuacion en la ya lejana noche del resistente herido? La inquietud que me atenazaba se concentro fisicamente cuando la enfermera entro en la consulta aquel radiante dia de la parada militar. Nos miramos en silencio, un instante de tension solo comparable a aquel otro en que ella y yo supimos que Jean Laventier era un cobarde. Pero madame Fontaine, con generosidad sincera que no he podido olvidar, se limito a tenderme la mano para invitarme a disfrutar con ella de la fiesta de las calles. Aun no se si me emociono mas la repentina liberacion de mis temores o la grandeza de aquella mujer sencilla, inculta y valiente a la que interesaba la libertad y no los infames ajustes de cuentas. Aceptar su mano fue un honor que me lleno de renovado respeto al ser humano. En las calles reconocimos nuestra propia excitacion en todos los rostros, en todas las lagrimas de felicidad, en todos los abrazos. Aparentemente, nada podia enturbiar el dia. Sinembargo, desembocabamos entre la locura de la gente en los Campos Eliseos, vibrantes por el rugido de los carros de combate, cuando madame Fontaine me apreto la mano con una descarga de inesperada fuerza seca. Al volverme, comprendi en el acto la causa de la presion desmesurada que tensaba su pequeno cuerpo. Esta vez fueron inutiles mis intentos: el nuevo infarto la fulmino sin misericordia en medio de la fiesta con la que llevaba cuatro anos sonando. Alli, entre la gente alborozada y el temblor provocado por los tanques, fui testigo de como el corazon de madame Fontaine, que habia vencido al horror, era incapaz de resistir su finalizacion. Murio sin decir una palabra, sin emitir un suspiro que yo, arrodillado junto a ella, pudiese interpretar como gesto que viniese a explicitar el perdon sugerido minutos antes en la consulta. Me incorpore con ella en brazos, amagando en medio de la asfixiante euforia generalizada unos dubitativos pasos sin direccion concreta, hasta que la presencia de la muerta dejo de pasar desapercibida y, como el cuchillo al rojo en la manteca, nos fue abriendo paso entre las caras progresivamente graves y enmudecidas. Alguien, de pronto, reconocio el cadaver de madame Fontaine y lo grito: ?la muerta era la enfermera que llevaba anos entregada a la liberacion! Fue la chispa que empujo a la marea humana a rodearnos con un fervor que parecio obstinado en aplastarme. Senti que me ahogaba, los fogonazos de una camara me cegaron y confundieron, y acabe por perder el conocimiento. Cuando desperte, me encontraba acostado sobre el mostrador de un bar proximo; en una mesa yacia el cadaver de madame Fontaine; pareciamos pasajeros de un vuelo siniestrado al que solo yo habia sobrevivido. El propietario del local no pudo ocultar su alegria al susurrarme, como si fuera un secreto del que solo el y yo pudieramos sentirnos orgullosos, que el mismisimo Chaban Delmas -entre otros muchos luchadores de la libertad: la noticia de la muerte de la anonima heroina habia corrido como reguero de polvora- habia desatendido durante unos minutos los actos de celebracion de la victoria para rendir respeto al cadaver de la enfermera. Al parecer, el prestigio de madame Fontaine entre sus correligionarios era mas grande de lo que yo habia sospechado. Aun confuso, estreche manos y acepte abrazos -los primeros de mi nueva existencia, que tanto llegaria a odiar- sin comprender las efusiones que todos me brindaban: al fin y al cabo, me habia limitado a fracasar en el intento de reanimar el corazon de la heroina, como repeti una y otra vez a los periodistas que ese dia insistieron en hablar conmigo hasta el agotamiento. Cuando les pedi que se fueran, uno de ellos puso sobre la mesa una ultima cuestion: ?era cierto que yo firmaba las recetas que, segun rumor de algunos camaradas de la muerta, suministraba esta a la Resistencia? Dichoso por el hecho de que la pregunta que mil veces habia temido oir de labios de un torturador nazi proviniera de un reportero frances, no pude imaginar las consecuencias que tendria aquel simple «Si, era yo quien las firmaba».
La noche de aquel interminable dia no logre espantar al insomnio. La consulta, donde me empene en esperar el amanecer dedicando mis pensamientos a madame Fontaine, estaba extranamente vacia sin su presencia, pero a la vez parecia ocupada por ese espiritu que el destino habia enviado a mi vida tan solo para hacerme saber que yo era un cobarde, para enfrentarme a la desoladora evidencia de que mi ideario personal, tan ferreo de apariencias, se desbarataba ante la menor mirada agresiva. De no haber muerto, madame Fontaine habria seguido trabajando conmigo; antes o despues, el paso del tiempo hubiera disuelto el recuerdo de mi comportamiento durante la ocupacion y, con el, cualquier posible reproche cuyo rigor, ademas, seria discutible: yo no habia colaborado con los fascistas; me habia limitado a no luchar contra ellos. Jean Laventier habria pasado a ser uno mas de los cientos de miles de hombres y mujeres cuya dignidad, digamoslo asi, no salio por completo airosa de la prueba de la guerra. Pero la muerte de la enfermera me tenia asignado otro papel.
«JEAN LAVENTIER, EL MEDICO DE LA RESISTENCIA». El sensacionalista titular de prensa fue al dia siguiente el cebo que atrajo las miradas de los franceses hacia la historia impresa del doctor que, bajo la inocente fachada de su consulta psiquiatrica, suministraba medicinas y recetas a la Resistencia a traves de su enfermera. Reproducida a cuatro columnas, mi imagen portando el cadaver de la mujer que ya nunca podria decir la verdad constituyo la guinda emotiva de una aventura epica que la opinion publica, avida de heroes, de inmediato mitifico. La espiral se desato cuando la pequena florista que habia sido testigo de mi aventura junto al Sena reconocio mi fotografia. De aquel dia yo solo recordaba los disparos que me rozaron y el terror que me paralizo, pero la muchacha -y tras ella, los demas testigos en cascada, autoestimulados por el reconocimiento del rostro del «Medico de la Resistencia» en el periodico- tenia grabada a fuego la imagen de un hombre valiente -yo- aguantando gallardamente el acoso del soldado aleman para no denunciar a los patriotas que huian. No tardo en visitarme un representante del recien instaurado gobierno para reclamar mi colaboracion. Por pudor, por moralidad y por respeto a la muerta me opuse, pero el esgrimio los conceptos de patriotismo, deber y disciplina para negarme tal derecho: a mi pesar, pose para imagenes propagandisticas, discursee en escuelas y hospitales y visite a heridos y convalecientes de mil afrentas. Mi consulta, tal vez no haga falta decirlo, adquirio notoriedad, y en la antesala se apelotonaban periodistas y curiosos -tambien nuevos pacientes: la impostura comenzaba a regalarme prestigio profesional- junto a comerciantes con proposiciones publicitarias insolitas y muchachas deseosas de besar al hombre que habia aliviado el dolor de su novio, herido en el frente de la clandestinidad. No podia negarme a escucharles o estrechar sus manos, pero cada noche, en la cama, la usurpacion del destino de madame Fontaine