me roia la conciencia como el crimen no confesado que de alguna forma era, y de nada servia que brindara asu memoria cada momento de gloria que vivia como falso heroe. Resignado a convivir con esa esquizofrenia, me aferre a la esperanza de que, al capitular Berlin, el regreso paulatino a la normalidad iria disolviendo en la memoria colectiva el recuerdo, para mi ignominioso, del legendario «Medico de la Resistencia», pero unos dias antes del primer aniversario de la liberacion de Paris fui requerido para abrazar ante las camaras a otro miembro del ejercito de las sombras al que, segun me anunciaron, conocia bien. El nerviosismo que me solia invadir antes de estos actos -calificado invariablemente por la prensa de encomiable modestia-, se alerto ante la posibilidad de que, por alguna razon, el recien llegado estuviera en disposicion de descubrir mi engano: explicar a estas alturas la falsedad de mis heroicidades me habria abocado a un aspecto nuevo, y esta vez publico, de la infamia. ?Quien podia ocultarse bajo el nombre de guerra de Boisset, cuyo historial patriotico incluia atentados contra los nazis y peligrosas tareas de espionaje para los aliados, pero tambien carcel, tortura y una pena de muerte finalmente frustrada gracias a la oportuna irrupcion de los libertadores? La incognita -mas inquietante porque Boisset habia expresado su deseo de darme un abrazo «despues de tanto tiempo»- iba a desvelarse para colmo en publico, frente a las camaras de los periodistas y la mirada de los proceres de la nueva Francia. El miedo a perder la inmerecida fama -?de nuevo, contradicciones de la mezquindad!- me atenazo durante la noche previa al evento, se intensifico por la manana durante el recorrido, pleno de inexplicables augurios negros, del coche oficial que me traslado hasta los Campos Eliseos y se volvio insoportable cuando, al subir a la tarima, alguien me llevo hasta Boisset. Durante unos segundos, estudie los ojos inquietantemente familiares que a su vez me estudiaban a mi, pero era dificil o imposible reconocer las facciones de tiempos mejores bajo los trazos que la tortura y el sufrimiento psiquico habian dibujado en el rostro de Boisset. Sonrio: una hendidura entre cicatrices que no logro afear la intensidad de la emocionada mirada que se revelaba amiga. Con lagrimas en los ojos, me abrazo; cautelosamente, le correspondi. Las camaras captaron el momento, pero ambos flotabamos ajenos a ellas: Boisset apretado a mi y conmovido; yo, intentando saber donde habia visto esa cara. Un oficial tomo entonces la palabra para pedir a los presentes que le acompanaramos en un viaje al pasado… 1941, una noche cualquiera del Paris ocupado. Dos patriotas, uno de ellos herido, huyen por las calles de la ciudad del acoso del enemigo y encuentran cobijo en la casa de un medico frances comprometido con la lucha de la libertad que les acoge y cura al herido, que puede asi reintegrarse a la lucha. Gracias a las palabras del oficial reconoci de repente a Boisset: era el acompanante del hombre al que madame Fontaine y yo atendimos la noche maldita de mi flaqueza, el hombre que permanecio todo el tiempo fuera de la habitacion, vigilando la entrada, y que por tanto creia ciegamente lo que no habia visto pero los hechos parecian evidenciar: que yo salve a su amigo y le ofreci el refugio de mi casa. Recorrio mi cuerpo un alivio instintivo -nadie iba a descubrirme- que, con igual celeridad, me reprocho la conciencia. Para apartar de mi la confrontacion de sentimientos, abrace de nuevo a Boisset: ahora si reconoci en el al joven angustiado y luchador. Tambien el me abrazo, mas fuerte. Ante nosotros, unicos supervivientes de aquella noche, el oficial declamo entonces una plegaria por los ausentes de toda la guerra, encarnados en la enfermera que calladamente, desde las mismas entranas de la bestia, lucho y dio su vida por la libertad, y el patriota herido que, «a pesar de los cuidados de este hombre», dijo senalandome, «murio poco despues en las tragicas circunstancias que todos conocemos y pertenecen ya a la historia mas heroica de Francia. Pido un minuto de silencio por Helene Fontaine: Y pido un minuto de silencio por Jean Moulin».

Me recorrio un estremecimiento helado. Las silabas se repitieron en mi mente muy lentamente, como si no quisieran concluir la conformacion del nombre al que tuve que acabar por enfrentarme: ?Jean Moulin! El destino -o la maldicion en cuya existencia crei en ese preciso instante-, no contento con regalarme la fama de otro, me condenaba ademas a la gloria igualmente inmerecida de haber «salvado» no a un patriota cualquiera, no a uno mas, sino a Jean Moulin, el martir, el maximo heroe de la Resistencia francesa, uno de los simbolos mundiales de la lucha guerrillera contra el fascismo. Comprendi con terror que mi vida pertenecia desde ese instante al hecho falso que el azar amano aquella lejana noche de 1941. La impostura adquiria ahora su verdadera magnitud, su caracter irreversible, su macabro brillo final. ?Parezco excesivo? ?Tal vez deberia haber elegido consolarme pensando que lo unico cierto era que ayude a Boisset y Moulin, y lo demas eran elucubraciones? Puede ser; o, mas decididamente, sin duda si. Pero en mi pesaba mas la propia sinceridad intima: era consciente -como lo sigo siendo- de que ayude a Jean Moulin tan solo porque la presencia de madame Fontaine me forzo a ello, como subrayaba el sueno recurrente que por aquellos dias me acoso hasta convertirse en pesadilla: podia ver a Jean Laventier trabajando solo en su consulta aquella fatidica noche… La enfermera se ha ido ya y escucho ruidos cautelosos en la entrada. Con igual prudencia, me asomo a la ventana sin encender la luz y distingo dos figuras, una de ellas ensangrentada, sobre las que no queda duda: hombres de la resistencia, enemigos del amo que castiga con dolor… Me veo sudar frio, correr de nuevo el visillo, regresar al despacho esmerandome en no hacer chirriar el suelo, cerrar la puerta por dentro, sentarme a la mesa y aguardar en la oscuridad, siempre en silencio, siempre aterrado, a que la proximidad del nuevo dia obligue a los dos hombres a buscar otro cobijo… Imponiendose al silencio que cubria los Campos Eliseos, el sollozo apenas perceptible de Boisset por el amigo muerto, por todos los amigos muertos, era un dedo acuciante clavado sobre mi. Quise escapar, confesar la verdad, llorar al menos como el hombre a mi lado… Pero me limite a aguardar la conclusion del minuto de silencio, a corresponder a los abrazos que por doquier me dispensaron emocionados franceses anonimos y a dejar pasar el dia temiendo la llegada de la noche, que inevitablemente me abocaria al enfrentamiento con la conciencia. Para acallarla, ensaye un juramento, el de rentabilizar los beneficios de mi supuesta hazana en favor de las ideas por las que Fontaine y Moulin habian muerto, pero esa inconcreta estratagema no podia esconder el nitido camino unico que mi conciencia senalaba: para recuperar la dignidad debia contar la verdad sobre «El Medico de la Resistencia» sin mas tardanza, al dia siguiente mejor que al otro. Pero la decision que la noche y la soledad hacian obvia se desdibujaba por la manana, disminuida su fuerza por el miedo concreto a pronunciar la primera palabra de la confesion, a sentir en la carne, el primero de los muchos desprecios a los que, esta vez sin retorno y hasta el dia de mi muerte, me condenaria esa misma sed de heroes de la nueva Francia que tan vertiginosamente me habia encumbrado. Resignado a la impostura, crei ver una salida airosa en el ejercicio de mi profesion, pero la carrera contra la gloria de los muertos estaba perdida de antemano. Como si fuera una de las ramas de la maldicion, cada paso que humildemente intentaba el psiquiatra Jean Laventier recibia enseguida los apoyos que la entusiasmada patria prestaba al Medico de la Resistencia, y puedo asegurar que uno de los peores momentos de mi vida fue aquel en que acepte, de nuevo ante el amanecer de una Notre-Dame que la paz nos habia devuelto a Paris y a mi, que mi vocacion y mi verdadero talento -?mi talento? ?Lo podia demostrar? ?Podia afirmar que lo poseia?- yacian abajo, muy hondo bajo tierra, sepultados por un destino falso al que no tenia el valor de renunciar y por el que, peor aun, estaba desistiendo de mis suenos, mis esperanzas y mi vida. ?Donde estaba aquel joven que, en ese mismo escenario, habia jurado que haria algo realmente grande por el ser humano? Para no aceptar la desoladora derrota que esa pregunta sin respuesta entranaba, me decidi a la aventura que llevaba tiempo maquinando, y esa misma manana, apenas concluyo el rito fortalecedor de la salida del sol sobre la catedral, clausure la consulta y me presente ante la autoridad competente con un sencillo proyecto que deposite sobre la mesa. Renunciando a cualquier sueldo, generosidad que permitia mi situacion economica personal, solicite las ayudas necesarias para inaugurar el centro Helene Fontaine, que se especializaria en la atencion psiquiatrica a victimas de los horrores de la guerra: entre el cemento y el acero de la posguerra, una lanza en favor de la fragilidad de los sentimientos humanos. Los rigores financieros de la reconstruccion nacional, que no habrian costeado el proyecto de Jean Laventier, se doblegaron de inmediato ante la fama del Medico de la Resistencia y, cuando un ano despues abrimos el centro y atendi al primer paciente -una muchacha de mirada perdida obstinada en no hablar-, pude por fin descansar. El resto, publico y notorio, coincide con mi biografia de compromiso con las causas humanitarias, compromiso que en senal de respeto a aquellos dos muertos lejanos decidi culminar con la renuncia al premio Nobel -es usted el primero en conocer la verdadera causa de esta renuncia- y con el crimen que, tambien en nombre de ellos, me dispongo a cometer.

Es imprescindible que sepa que, en paralelo a mi trayectoria oficial -que, lo reconozco, fue arraigando dentro de mi hasta hacerse gratificante, apasionada e irremplazable-, ha sido mi rutinaria existencia la de un hombre entristecido y mediocre que, como me habia vaticinado Notre-Dame en los momentos bajos de mi vida, nunca logro encontrar a la persona que borrase el recuerdo de Florence. Dicen que solo llegan a ser sublimes los idilios truncados contra la voluntad de los amantes antes del primer ano de existencia, y yo reflexionaba sobre la veracidad de esa maxima durante los regodeos masoquistas en que indefectiblemente se transformaban las visitas que efectuaba al caseron de Loissy, que como monumento al recuerdo de ella conserve a pesar de las fabulosas ofertas que de continuo recibia por los terrenos, valorados hasta el disparate gracias a la construccion, prevista en su dia por mi padre, de una cercana y transitada carretera nacional: podia escuchar su ruido remoto desde la

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