prestada una corbata a un vecino por si mi mala cabeza me habia recomendado la imprudencia de aparecer con el cuello desabotonado. Gracias a ese episodio, comence a establecer con madame Fontaine una relacion de confidencias intimas impensable antes de la guerra. Fue por entonces cuando ella, que apenas escribia y leia lo justo para haber accedido tras mucho esfuerzo al titulo de enfermera, ex-plicito su rendida admiracion.por mi y por mi especialidad. Con tan rendida oyente -y animado por el hecho de que pasaban los dias y las semanas y el soldado no aparecia, a pesar de lo cual acate la cobardia de llevar corbata durante el resto de la ocupacion- no tardaron en brotar en mi mente afanes de justa revancha. Era preciso enfrentarse al enemigo nazi a cualquier precio y sin miedo, razonaba yo ante la atenta enfermera. Sin duda, aquel anonimo soldado nunca imagino que por su causa me adheri moralmente a la lucha clandestina que, segun confusas noticias, se estaba organizando por toda Francia. Mi corazon y mi razon, afirme ante la ingenuidad expectante y emocionada de madame Fontaine un dia que recuerdo solemne, estaban irreversiblemente con la Resistencia, y solo esperaba poder demostrarlo. Sin embargo, la oportunidad de pasar a la accion se hizo esperar unos meses.

Estaria cercano el final de 1941. Me encontraba en el despacho, aprovechando la tranquilidad nocturna para revisar unas notas, cuando un ruido procedente de la consulta desperto mi atencion. Extranado mas que temeroso -los nazis no necesitaban recurrir a la discrecion para sus irrupciones-, sali a investigar, y descubri en la oscuridad de la consulta a madame Fontaine: aunque inhabitualmente nerviosa, sonreia con un orgullo cuyo origen no identifique a primera vista; junto a ella se hallaban dos hombres de paisano tensos y ansiosos, acaso hostiles. Uno de ellos trataba de ocultar bajo la chaqueta la sangre que manchaba su camisa; el otro empunaba un revolver. La enfermera, entre atropellos verbales, comenzo a explicar lo innecesario: era obvio que la Resistencia se encontraba en mi casa. Los latidos del corazon se aceleraron bajo mi pecho. Desde la calle, la rafaga de un motor pasando veloz rompio el silencio tenso de nuestras miradas cruzadas. Mire por la ventana: un furgon aleman desaparecia en ese instante por la esquina y, antes de salir apresuradamente tras el, algunos soldados a pie, linterna en mano, buscaron durante unos segundos el rastro de la presa perdida que, por mediacion de madame Fontaine, se encontraba en mi casa. Examine al hombre herido percibiendo como la excitacion pugnaba por contagiarse a mi pulso: la herida, un rasguno de bala, no era grave, y en las horas que restaban a la noche habia tiem po suficiente para practicar la cura. Me sentia asustado pero pletorico. Salvar a aquel hombre iba a ser algo mas que mi contundente respuesta moral al agravio del soldado aleman: representaba tambien mi enfrentamiento al fascismo, mi alineacion con sus enemigos, mi pasaporte definitivo como ser humano digno de tal nombre. Previendo que la luz de la consulta pudiera despertar sospechas, subimos a mi casa por la escalera interior. Mientras el hombre del revolver se apostaba frente al acceso de la escalera, madame Fontaine y yo instalamos sobre la cama al herido, que, relajado al sentirse en manos amigas, se habia desvanecido. La cura fue limpia y ejemplar porque la impulsaba algo mas que la simple pericia tecnica. Supongo que a causa de la confianza que le produjo mi decidida actuacion, la enfermera, plena tambien de orgullo, me confeso que habia traido a la consulta a los dos hombres porque colaboraba con la Resistencia a raiz del incidente con el soldado aleman. La indignacion por el atropello a la ciencia y la dignidad humana que yo representaba le habia resuelto a ofrecer sus servicios a unos vecinos cuya militancia habia sospechado desde el principio de la ocupacion; ahora, amparada en su inofensivo aspecto, hacia pequenos recados para el ejercito de las sombras. Lo relato con encendidas palabras antifascistas torpemente calcadas de las mias; habria movido a risa de no ser por el peligro real que, en parte por respeto a mi, corria la leal enfermera. La mire atonito, emocionado por su valor. Animada por la admirada expresion que no pude disimular, selanzo a planificar los pasos a seguir: habiamos curado al herido; ahora, lo acomodariamos en la habitacion de invitados hasta que se recuperase por completo; despues… Sus palabras me hicieron regresar a la realidad. Interrumpi su euforia: me veo aun agarrandola por los brazos, pidiendole en voz baja que se tranquilizara y me escuchase: el amanecer se aproximaba y el herido debia marcharse, su presencia podia ponernos en peligro, una cosa habia sido salvarlo y otra arriesgarnos asi… ?No he olvidado, a pesar de las decadas transcurridas, como la decepcion transformo el rostro de madame Fontaine! Ante la contundente elocuencia de su silencio, los razonamientos sobre nuestra seguridad y la cautela que esta exigia fueron perdiendo fuerza en mis labios y acabaron por sonar a excusas reiteradas, inconsistentes, cobardes, inadmisiblemente contradictorias con mis hermosos discursos sobre la libertad. La mirada del rostro decepcionado fue transformandose en acusacion concreta: todas mis arengas eran pura palabreria; mi mente, que comprendia, razonaba y exigia la necesidad de luchar junto a la Resistencia, se retiraba acobardada ante el terror fisico que provocaban en mi cuerpo el sufrimiento y la muerte que la lucha podia conllevar. Fue un instante terrible: mis balbuceos se habian agotado y madame Fontaine continuaba obstinada en su silencio entristecido por la evidencia. Entonces desperto el herido; aprovechando la casual tregua, acudi junto a la cama. El hombre se encontraba bien y podia andar, y queria irse cuanto antes: su presencia era requerida en otro lugar, y el mismo dijo -para mi alivio frente a la enfermera – que su presencia podia comprometernos. Cuando antes del amanecer los dos hombres se fueron por fin, respire aliviado; sin embargo, senti durante el resto del dia el mudo reproche de madame Fontaine. Al igual que tras el incidente con el soldado aleman, no hizo comentario alguno sobre mi comportamiento, pero su mutismo triste, roto apenas para dar los buenos dias y las buenas noches o atender escuetamente a las cuestiones profesionales, fue una acusacion que comenzo a obsesionarme; para otros tal vez habria sido facil minimizar u olvidar la expresion pintada aquella noche en el rostro de la enfermera, algunos incluso habrian sabido neutralizar cualquier amago de remordimiento amparandose en el hecho irrefutable de que mi actuacion, a la postre, habia salvado al herido. Pero yo no podia enganarme: sabia -porque lo habia demostrado ante la enfermera y ante mi mismo- que, en la guerra que nos habia tocado vivir, me encontraba entre los cobardes que callan y dejan hacer al mas fuerte.

Paso el tiempo, un ano y luego otro, sin que remitiera la opresion del remordimiento por mi actitud. La presencia de madame Fontaine era el fiscal, y afuera, en el Paris sojuzgado, el dominio nazi, que parecia efectivamente destinado a durar un milenio a pesar de los confusos rumores sobre victorias aliadas, se constituia en el juez que ratificaba mi condena de arrastrar a perpetuidad la cobardia que envilecia mi vida.

Un dia en que todos esos sentimientos se revolvian de forma particularmente desasosegante, acudi en busca de alivio a mi capilla privada de Notre-Dame. Pero la catedral, lejos de socorrerme, se volvio un espejo desde el cual la imagen de mi propio pasado feliz me recrimino, con fuerza incontestable, la renuncia a los lejanos suenos juveniles; avergonzado por ser quien era y por no haber logrado ser quien habia sonado ser, trate de restar importancia a mis frustradas aspiraciones catalogandolas de ensonaciones adolescentes o propuestas irresponsables cabalmente rechazadas por la madurez, pero la abyecta argucia, al no lograr vencer a quien sabe que ultimo poso de intima sinceridad, ensombrecio aun mas el reproche de Notre-Dame. A los treinta y dos anos, me iba volviendo viejo y pequeno, melancolico e infeliz. Ni siquiera tenia a quien contarle mis tristezas ni, tal y como iban encaminadas las cosas, lo tendria nunca. ?Merecia la pena adentrarse en un futuro que se presagiaba asi de terminal?, parecian preguntarme las aguas revueltas del rio… Entonces escuche el disparo. Instintivamente, me aferre a la barandilla del puente y busque con la mirada: en Paris, por aquellos tiempos, cuando sonaba un disparo rastreabas el origen del tiroteo para alejarte en direccion contraria. Yo, al menos, asi lo hacia. Pero aquel dia no vi nada, lo que aumento mi inquietud y me forzo a aguzar el oido mientras enfile con cautelosa premura la orilla del Sena en direccion a Notre-Dame. ?Que grandeza de espiritu: un segundo antes coqueteaba con la idea del suicidio y ahora apretaba el paso hacia la protectora multitud anonima que caminaba frente a lacatedral! Entonces dispararon de nuevo: esta vez, detras de mi. Aunque no ose volverme, los sonidos a mi espalda dibujaron la escena: pasos apresurados aproximandose sobre el asfalto y angustiadas palabras en frances, al menos dos hombres; mas alla, gritos en aleman y un motor cada vez mas cercano. Y nuevos disparos: dos de pistola tan proximos que parecieron explosiones en mis oidos, y una rafaga de ametralladora mas lejana que parecia no cesar. El terror me paralizo al comprender: cuando unos segundos despues pasasen a mi altura, los fugitivos contra los que disparaban los alemanes me convertirian en blanco involuntario de los disparos. Cerre los ojos: Notre-Dame fue lo ultimo que vi, y me hizo pensar en mi madre; tambien, inesperadamente, distingui el rostro dulce de Florence, su primer despertar en Loissy. Recuerdo que me sorprendio la irrupcion de esa imagen ante el trance de la muerte. La ametralladora continuo disparando, el motor del coche rugio, practicamente encima de mi. Luego el silencio y, enseguida, alguien abofeteandome: ?el aleman de la consulta me recibia asi en la eternidad del infierno? Abri los ojos: un soldado me apremiaba para que le indicase el camino que habian emprendido entre callejuelas los fugitivos; con los ojos cerrados no habia podido verlo y, entre sus gritos y golpes, trate, sin conseguirlo, de explicarle que nada podia contarle. Supongo que me habrian detenido de no ser porque el oficial ordeno al soldado que se sumara a la persecucion de los patriotas, cuya pista, al parecer, habian recuperado. Me quede solo, quieto y confuso, excitado por el terror pero tambien por la felicidad de seguir vivo. Unos pocos parisinos, entre ellos una nina de no mas de doce anos de pelo rizado que portaba un cesto con unas

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