oro, podia alcanzar objetivos ni siquiera entrevistos entonces. Por supuesto, no sabia entonces que Reinhard Heydrich financiaba por toda Europa proyectos como el mio, atractivos a pesar de su abstraccion, indefinicion o incluso inconsistencia esencial, y lo hacia sin esperar de ellos resultados brillantes o siquiera utiles para sus objetivos, solo porque le divertia contar a su alrededor con una dispersa cohorte de cachorros brillantes dedicados a inventar juegos para el. Sin duda, debi parecerle candidato idoneo para esa exclusiva seleccion. Me advirtio que deseaba resultados en un tiempo razonable que ciframos en tres meses y se despidio, dejandome a solas con el regalo: la primera orden que como su nuevo propietario di a las putas fue prohibirles que me permitieran entrever el menor vestigio de su verdadera identidad. Ese desconocimiento me fascinaba, y disparo salvajemente mi deseo por ellas durante los largos meses que las disfrute en la Sombra Azul. No creas, Jeannot, que me he demorado en matizar algunos detalles en apariencia superfluos de esta escena por una tardia vocacion de pornografo: lo que ocurrio aquella noche es crucial para el asunto que ahora nos interesa, pues no es gratuito afirmar que aquellas dos mujeres fueron la madre del Nino de los coroneles. Mas exactamente, su primera madre: no seria justo olvidar a las que vendrian despues.
Decidido a no renunciar a mi suerte pesase a quien pesase, fui a despedirme de Laffont. Me felicito con frialdad, pero a los pocos dias ardieron misteriosamente los dos amplios pisos del centro de Paris que mi ya ex jefe me habia entregado como recompensa por los primeros trabajos a sus ordenes: ahora, no cabia duda, tenia como enemigo a uno de los hombres mas peligrosos de la ciudad, y el mensaje del fuego, que tal vez habia sido solo el aperitivo de represalias mas contundentes, me decidio a trasladarme a algun lugar discreto alejado del centro de la ciudad. En concreto, pense en el hogar de ciertos antiguos socios de los que aun no te habia hablado: mis queridos amigos, los alegres archivizcondesitos de Chandelis, inmejorables y legitimos representantes de esa ralea aristocratica que lo ha heredado todo sin merecer nada. Por mi casual amistad con ellos, y gracias a sus relaciones y su dinero, habia logrado poner en pie tres anos antes un negocio inmobiliario de brillo tentador que yo propuse y los archivizcondesitos avalaron; y gracias de nuevo a ellos -a su cobardia y mezquindad esta vez-, fui la cabeza de turco que pago los delitos de estafa derivados finalmente de aquel asunto. Eran culpables, pues, de esa estancia en la carcel que tu ya conoces, y si la deuda no estaba aun saldada era solo porque no habia encontrado una forma de revancha adecuada a su pretendida alcurnia.
Los de Chandelis palidecieron cuando descendi del coche oficial de la Gestapo y los salude con mi sonrisa mas amplia y esos mismos modales plebeyos de los que tan despectivamente se habian reido la ultima vez que nos vimos, cuando, en el mismo jardin, dos gendarmes me esposaban sin contemplaciones ante sus indolentes miradas de clasista satisfaccion. Estreche la mano de el y bese las mejillas de ella, notando en cada contacto sus respectivos desasosiegos: acobardado ante la posibilidad de una represalia inminente, al borde mismo del temblor fisico el del archivizcondesito Luc; temeroso pero arrogante, estirado a pesar de la adversidad de las circunstancias el de su frigida consorte Henriette. Pude detectar el mezquino alivio de sus respiraciones cuando, aparentando mundana frivolidad y omitiendo a proposito cualquier referencia al pasado, les explique que mis nuevos amigos nazis buscaban un entorno como el que nos rodeaba en ese momento para ubicar la sede de cierto proyecto que yo dirigia; servil como solo puede serlo un aristocrata despojado de sus prebendas, el archivizcondesito se apresuro a poner su palacio y la ancestral exquisitez de su esposa y de el mismo a mis ordenes, y esa misma noche me instale en el dormitorio principal, que gentilmente me cedieron.
Al dia siguiente comenzaron a trabajar los hombres que, para entonces, ya habia puesto Heydrich a mi disposicion, y un mes despues los sotanos del palacio estaban acondicionados para el proposito de adentrarme en el conocimiento de la tortura, imprescindible para desembocar posteriormente en esa «psiquiatria especializada en tecnicas represivas» que habia presentado como fruto de mi creatividad: debia familiarizarme con los secretos del dolor fisico, que solo conocia por la asistencia ocasional a los interrogatorios de los calabozos de Laffont, asi que una calurosa noche de verano me enfrente a solas con un joven resistente que, siguiendo mis ordenes, me habia sido entregado intacto. Recurri en primera instancia al acercamiento cordial de cigarrillo compartido y solidaridad paternalista, pero el joven, como yo habia esperado, no tardo en escupirme su desprecio. Entonces le golpee, lo mas fuerte que pude, con el reves de la mano. La inefectividad de mi afeminado golpe -recordaras que yo no era un hombre fuerte- provoco un momento absurdo y, a pesar de todo, puede que incluso comico. Ambos nos miramos a los ojos: el, atonito por mi inesperada inexperiencia o desconcertado por las verdaderas intenciones que esta podia ocultar, y yo, irritado por el dolor en la mano y la sofocante sensacion de ridiculo -de no ser por el lobrego entorno, supe que el prisionero se habria reido-, que me empujo a salir del calabozo en busca de ayuda. Primera leccion aprendida, Jeannot: el trabajo rudo y sucio no era para mi sensibilidad, y ademas no tenia por que serlo: solo fue necesaria una llamada para que esa misma tarde comparecieran ante mi cinco especialistas distintos de los que aprendi que el cuerpo humano es una maquina de asombrosa resistencia al que sin embargo, y aunque parezca imposible, siempre se puede exprimir un poco mas de dolor. El primero de los torturadores demolio a martillazos los dientes del prisionero, el segundo arranco con alicates las esquirlas adheridas a las encias y el tercero clavo en estas largos clavos gruesos que el cuarto utilizo como conductores electricos; parecia imposible que el joven, puntualmente reanimado tras cada desvanecimiento, pudiese seguir encontrando fuerzas para gritar, y sin embargo lo hizo cuando el quinto hombre aplico la llama de un diminuto soplete a las heridas de su castigada boca. Para ese momento, ya habia escupido mil veces la informacion que poseia y suplicado otras mil que le permitiesemos volver a escupirla, pero eso, para su desgracia, carecia de interes para mi. Solo ordene parar cuando uno de los verdugos me advirtio que el prisionero podia morir, algo que no queria por el momento: si el castigo, hasta entonces aplicado exclusivamente a su boca, habia sido tan instructivo, cabia pensar que descender por el resto del cuerpo me permitiria mostrar a Reinhard conclusiones y avances del proyecto que le habia logrado vender: esa psiquiatria aplicada al suplicio de la que hasta la fecha, en realidad, yo nada sabia aunque me habia comprometido a elaborar para unas semanas despues un primer informe de resultados. Pero no era tan sencillo: durante el descanso que hasta la manana siguiente concedi a los torturadores, visite al detenido en la celda. Solo veinticuatro horas despues de su altivo compromiso con la Francia Libre era un despojo apenas humano que emitia, semidesvanecido y ajeno a mi presencia, un prolongado y tenue lloriqueo. Pero algo no funcionaba: si el resultado obtenido por los cinco torturadores habia sido tan indiscutible y contundente, ?que falta hacia la psiquiatria en el proceso? En otras palabras, ?que falta hacia yo? De pronto, me aterro la vision de un sonriente Reinhard, diciendome en nuestra siguiente cita que, aunque habia sido divertido saludarme, no veia en mi trabajo nada interesante o util que justificase una prorroga de nuestra relacion; me vi en la calle, a merced de la revancha que, no me cabia duda, Laffont solo aplazaba para no enemistarse con el poderoso jefe nazi. Era imprescindible encontrar algo novedoso, y la clave tenia que estar alli, en ese mismo momento y en ese mismo lugar, ante mis ojos, oculto en alguna parte del fardo de carne sollozante, pense mientras me acercaba para observar al detenido de cerca. Se encogio contra la pared y dejo de gimotear e incluso de respirar, expectante y tan aterrado que su mirada era incapaz de apartarse de mi. Cada vez mas cerca, escrute en profundidad el fondo de aquellos ojos a los que solo el pavor impedia derrumbarse. Era pavor hacia mi, hacia mi mirada y respiracion, hacia mi sonrisa socarrona o hacia el menor amago cenudo, hacia cualquier manifestacion que pudiese denotar la gestacion en mi mente de un capricho maligno. Sin embargo, yo sabia que bajo ese pavor latia tambien el odio, aunque estuviese momentaneamente anestesiado por el sufrimiento. Si en ese instante liberaba al joven, ?cuanto tardaria en volver a la lucha? ?Y por cuantas veces habria el odio multiplicado su temeridad y resolucion contra nosotros? La unica forma de neutralizar la potencial amenaza de ese individuo concreto pasaba necesariamente por su eliminacion fisica: por tanto, nadie que entrase en nuestros calabozos deberia salir con vida de ellos y, segun eso, la obtencion de datos con los que eliminar nuevos enemigos era el objetivo unico de la tortura. Sin embargo, me propuse encontrar otro: una terapia que mediante la aplicacion cientifica del sufrimiento fisico y mental eliminase del individuo toda capacidad de iniciativa agresiva: en terminos coloquiales, la castracion del toro trasplantada al terreno de la mente humana. Nuestros enemigos, convertidos en mansos bueyes de los que nada hubiese que temer. Por ahi se barruntaba la aportacion personal que me permitiese consolidar mi posicion, y a su busqueda me aplique sabiendo que no andaba sobrado de tiempo. A fin de que todo el proyecto fuese desde el principio ajeno a logros preexistentes, me propuse encontrar verdugos y victimas insolitas y, en esa tesitura, quiso nuestro viejo amigo el azar que los pasos de uno de mis habituales paseos nocturnos me llevasen hasta una sombria taberna de los barrios marginales.
El encargado charlaba con los dos unicos clientes, que parecian habituales, mientras ultimaba los preparativos previos al cierre. Al fondo del bar, acodado en la esquina de la barra ante un vaso de vino barato, un borracho de carnes consumidas y estatura ridicula mantenia una agria disputa con alguien invisible situado en el interior de su copa. Pidio otro vaso de vino y, cuando el camarero se amparo en la avanzada hora para eludir servirle, nos