tal supuesto todo su valor. No, necesitaba recaudar fondos en cualquiera de esas tres monedas universales, y la astucia recomendaba hacerlo con cautela y sin compartir con nadie mis inquietudes: yo mismo habia apoyado con entusiasmo -y ejercido en dos ocasiones- la invitacion de Himmler a denunciar a todo aquel cuya voluntad de victoria flaquease. Por todas estas perspectivas brinde el primer dia de 1943; por todas ellas puse en marcha mi plan de salvacion, en el que, ya te lo adelanto, tu involuntaria colaboracion seria crucial.
Era una trama compleja, porque a la ya referida discrecion que debia guardar se sumaba la necesidad de seguir desempenando con normalidad mis funciones, que exigian la emision de puntuales informes cuya elaboracion no podia eludir. Mi objetivo, al ser doble -salir indemne caso de que ganaramos, pero tambien caso de que perdieramos-, parecia sugerir una vida igualmente doble: la primera, la del comandante -recibi el ascenso como regalo de Navidad- Victor Lars, continuo su curso con aparente normalidad: en lo profesional, seguia entregado a mi laboratorio, cuyos resultados mostraba a los militares y cientificos interesados en el especial decorado de Chandelis, donde los archivizcondesitos y su celador Tuccio componian, ademas de un instructivo experimento sobre los limites de la degradacion humana, una introduccion al tema tan llamativa y amena como pueden resultar las atracciones de un zoologico previas a una conferencia sobre vida animal; sobre todo desde que arrebate a Tuccio la llave de la bodega para que, rabioso por una abstinencia que solo yo podia aliviar, endureciera a mi satisfaccion las condiciones de vida de sus anfitriones. En lo personal, inicie relaciones de noviazgo con una necia berlinesa y con su madre; la afirmacion no es gratuita: Vera hija siempre se desplazaba acompanada por Vera mama, que sin duda fue la que le inculco la adoracion por el uniforme aleman en cuyo alto estado mayor habia servido hasta su muerte el marido y padre de esta Vera bicefala. Me case con ella en octubre de 1943. Mi esposa era tan escasamente agraciada que parecia victima de alguna clase de sordo retraso mental, pero eso no me impidio lisonjearla en publico -y hacerlo meticulosamente: formaba parte del plan-, escribirle durante mis ausencias pegajosas cartas de amor que, no me cabia duda, Vera madre leia y exhibia orgullosa ante sus amistades, y, claro esta, montarla hasta lograr el embarazo imprescindible para mis intenciones: la flor y nata de la familia militar alemana no podia sino creer que formabamos una familia feliz. A la vez, mi vida clandestina me permitio -por razones que te oculto de momento porque estan relacionadas con tu participacion en los hechos- reunir la ansiada fortuna en oro y joyas. Excepto algun detalle de orden menor, mi fuga estuvo lista justo a tiempo: la cuenta atras se puso en marcha el 6 de junio de 1944, cuando los norteamericanos desembarcaron en Normandia.Comenzaron a proliferar a mi alrededor los sudores frios, las desbandadas y los chantajes del Fuhrer a sus oficiales destacados fuera de Alemania: como yo habia previsto, las familias de los militares de alta graduacion comenzaron a servir de aval que persuadiese a estos de incumplimiento de ordenes o tentaciones de desercion. En ese sentido, el comportamiento de mi familia fue ejemplar, si bien es cierto que nunca llegaron a saberlo: el dia que decidi escapar, Vera madre, Vera hija y la mofletuda Vera nieta -que nacio a tiempo para que pudiese yo exteriorizar, durante la ceremonia del bautizo, una adoracion paternal que no dejo dudas a la Gestapo sobre la efectividad que sobre mi tendria su chantaje- se quedaron en Berlin para garantizar que mantendria mi fidelidad al Fuhrer. Gracias a su abnegacion tuve libertad de movimientos para regresar a Paris en agosto de 1944, pocos dias antes de la liberacion de la ciudad.
Para no tentar a la adversidad, borre con extremo cuidado mi rastro. Comprobe que en Chandelis se habian eliminado elementos identificativos del laboratorio de tortura y supervise personalmente la eliminacion de los testigos; por alguna razon que en ese momento no alcance a comprender, perdone la vida de Tuccio, Luc y Henriette: no me impulso la piedad, sino la certeza de que su hilarante relacion no habia llegado al limite. Tambien asisti a la desintegracion de la Sombra Azul, cuya artificiosidad de paraiso falso quedo patente en los detalles de la precipitada fuga del otrora impecable encargado del bar: sudoroso y sin peluquin -la primera vez que lo veia sin el: el detalle adquirio la extrana capacidad de compendiar el derrumbamiento del Reich-, se esforzaba, con ayuda de una pupila tambien acalorada, en el absurdo empeno de arrastrar hacia el coche que aguardaba en la puerta un gigantesco reloj de pared que, de pronto, comenzo a cantar la hora. El hombre y la mujer callaron como si hubieran sido sorprendidos en el peor de los actos, se miraron con angustia, mas aterrorizados y hundidos a medida que sonaban campanadas y, cuando el reloj enmudecio, lo dejaron caer y se dirigieron hacia la salida desolados como automatas a punto de agotar las baterias. Mis dos putas -la curiosidad por los sentimientos que experimentaria al verlas por ultima vez me habia empujado hasta el burdel – habian desaparecido sin dejar rastro. En la celda vacia de sus presencias, las sabanas de seda de la cama -que, inexplicablemente, alguien habia dejado impecable, como lista para albergar una noche de boda- y las argollas y latigos engarzados a las paredes me parecieron lugubres vestigios de otra epoca: de pie junto a la entrada, sin decidirme a adentrarme en la habitacion o conectar siquiera la luz, me senti visitante del museo de un pasado, el mio propio, al cual pertenecian mi juventud y el ejercicio del poder que la habia hecho gloriosa. Un pasado que se me escapaba, que se me habia escapado ya entre los dedos… No podia sospechar entonces que mis dos putas - asi, indisociadas e indisociables: una sola persona en mi percepcion- habrian de merecer, en ese balance ultimo que los viejos con tendencia a la introspeccion autobiografica no podemos evitar bosquejar, el rango mas alto de mi aprecio, el de la mejor mujer, la mas importante, la unica jamas olvidada de mi vida gracias -asi he terminado por concluirlo- a su fascinadora condicion de objetos carentes de voluntad, al hecho de que, una por la simple seriedad profesional y la otra por el amor a una hija que tal vez, solo tal vez, seguia aguardando en alguna parte, lo entregaban todo sin exigirme a cambio que fuese puntual a la hora de la cena, satisficiese su instinto maternal o las obsequiase con pateticos detalles cotidianos de carino. Un dia, mas de un ano despues de la debacle parisina, volvi a ver a la mitad rubia de mi maravillosa mujer: yo era ya un fugitivo de mi pasado; tras haber permanecido unos meses escondido, aguardaba por fin un tren en el anden de una estacion que no voy a nombrarte porque seria irresponsable y desagradecido dar pistas sobre las etapas del exodo americano que tantos utilizamos despues de la guerra. La vi de pronto: sola y tensa, asiendo con las dos manos una pequena maleta desvencijada, hermosa como siempre a pesar de que iba vestida, mataba el tiempo en el anden como cualquier otro viajero solitario. No me vio, pero aun asi levante, inquieto, el cuello del abrigo, y note como se apoderaba de mi, mas que el miedo, una extrana tristeza: averiguar de esa forma su identidad ignorada a proposito durante tanto tiempo -cosa que ocurriria al ver quien acudia a recibirla en el punto de destino- se me antojo deprimente y casi fisicamente doloroso, como si fuera yo un marido ingenuo descubriendo de repente la infidelidad de su esposa adorada, aunque en ese momento acaparara mi atencion el peligro que la puta rubia podia representar: no podia arriesgarme a viajar durante seis horas -era obvio que esperaba el mismo tren que yo, un pequeno convoy de solo tres vagones: una ratonera donde por fuerza acabariamos por toparnos- con alguien capaz de reconocerme que, de poder, lo haria ademas con feroz satisfaccion. ?Las posibilidades de eliminarla en el populoso anden? Ninguna. ?Arrastrarla hasta la puerta del vagon, una vez iniciado el viaje, y tirarla en marcha? Imposible sin que opusiera resistencia. Nuestro tren maniobro hasta situarse en la via; comenzaron los viajeros a subir a el tras despedirse de sus acompanantes. Ella seguia quieta, sin hacer el menor ademan de subir al tren; entonces consulto nerviosamente la hora y miro con impaciencia hacia la entrada de la estacion… Tal vez, pense, esperaba a otra persona. Y en efecto: una mujer de unos setenta anos y aspecto humilde, pequena y regordeta, llego hasta ella gestualizando las causas de algun retraso imprevisto. La puta rubia recrimino carinosamente su retraso mientras la acompanaba hacia el vagon. Respire aliviado -mi companera de viaje era la otra- y, ya tranquilo, las observe: habia emocion en las miradas de ambas, y un sentimiento intangible de tristeza intensa -la ausencia de un tercero o terceros a causa de la guerra, me parecio logico suponer- flotaba sobre la despedida. La vieja subio al tren; yo tambien, un par de vagones mas alla. La maquina arranco; los acompanantes de los viajeros comenzaron a despejar el anden tras algun saludo ultimo con la mano; la puta rubia -?habia un principio de lagrimas en su mirada?- fue la unica que camino unos pasos aferrada a la mano de la otra, levantando la voz para hacer audibles sus ultimas frases entrecortadas; cuando el tren comenzo a tomar velocidad, tuvo que soltarse, pero aun avanzo unos pasos con el brazo extendido y luego, una vez parada, permanecio en pie en el anden ya desierto, inmovil, como si estuviera concentrada en convocar deseos de felicidad y esperanza para la otra. Un impulso me lanzo a atravesar corriendo la longitud del convoy. Desde la plataforma del furgon de cola, la vi mirar por ultima vez el tren antes de girarse con parsimonia melancolica y caminar hacia la salida. Me quede observandola, tratando de hacer mia la ilegitima sensacion de que era yo la persona a la que habia ido a despedir, que a mi estaba dedicada la tristeza ligeramente desolada de sus pasos desganados, que me queria a su lado y sufria por mi ausencia… Pero no lo consegui: todo lo que tenia de ella - todo lo que me pertenecia de ella- era, ademas del recuerdo del placer que me habia dado, el enigma todavia hoy fascinante sobre su verdadera identidad.
La ley de la oferta y la demanda es clara e infalible como pocas: tanto da que la apliques a la adquisicion de obras de arte o de abono natural, a la trata de blancas o la compraventa de titulos nobiliarios. Durante los tiempos