interior del helicoptero; la fantasmagorica vision disparo en Ferrer la alarma infinitesimal de una desconfianza instintiva, pero el piloto se inclino entonces hacia el y la luz del jardin le otorgo los rasgos de un afable rostro de sonrisa y mirada francas enmarcadas tambien por un casco dotado de microfono.

– Soy Roberto Soas -dijo la voz en la cabeza de Ferrer, que observo como las palabras coincidian con el movimiento de los labios del piloto: el microfono le permitia hacerse oir con elegante seguridad, como si repartiese cartas en una selecta mesa de juego, incuestionablemente superior a la vibracion infernal que sacudia el jardin entero-. Lamento conocerte de forma tan ruidosa.

Ferrer calculo que no habian transcurrido ni quince minutos desde que Leonidas exigio su presencia en la Montana: la celeridad con que Soas habia reaccionado era admirable, aunque los detalles de su vestuario -camisa de seda e impecable pantalon de pinzas, adecuados para una fiesta pero no para pilotar un helicoptero militar- sugerian que Soas se habia desplazado a toda prisa, apenas escuchada la exigencia de Leonidas, hasta un aerodromo militar cercano.

Ferrer estrecho la mano en el aire, aceptando el impulso que le ofrecia para ayudarle a subir a bordo. Instalado en el asiento del copiloto, giro para observar la cabina -a su espalda, como para corroborar la primera impresion de Ferrer, el capitan Huertas enganchaba en ese instante la funda de una automatica a su cinturon-y miro despues a tierra: a unos pasos, alborotados el equilibrio y la corbata por el ventarron artificial, el director del hotel daba instrucciones a sus empleados mientras el invitado de la voz airada explicaba los pormenores del atentado al circulo de invitados que se habia formado a su alrededor: un mundo afable y facil de dominar que Ferrer se disponia a cambiar por la Montana Profunda de Leonidas… Por la Montana Profunda de Victor Lars. Reviso el sucinto equipaje que la celeridad de la partida habia dispuesto que llevase consigo: la cartera con sus fotografias, el manuscrito del frances y, en el bolsillo interior de la americana, la carta en la que confesaba a Marisol la verdadera causa de la muerte de su hija. Para su sorpresa, no le aterro ni afligio el estupor de admitir que esas eran sus unicas posesiones sobre la tierra.

– ?Listo para despegar? -le pregunto Soas; Ferrer se volvio hacia el y respondio afirmativamente con un decidido gesto de cabeza. Soas sonrio y golpeo con el dedo indice el microfono del casco de Ferrer-. Habla por aqui. Los inventos estan para utilizarlos.

Ferrer asintio y hablo al microfono levantando ingenuamente la voz, como si de todas formas tuviese que hacerse oir por encima de la helice.

– ?Listo para despegar! ?Y encantado de hacerlo! -no mentia: el corazon le latia en el pecho con la fuerza de una promesa desconocida e inimaginada.

– Pues vamos alla… Espero que te guste volar en helicoptero -deseo Soas con la gran sonrisa de seduccion que resumia y justificaba su calidad de incuestionado lider de La Leyenda de la Montana-. Y espero que te guste desentranar mentiras…

Despego.

El vertigo de la succion hacia el cielo impidio a Ferrer responder a Soas.

Capitulo Seis

EMBOSCADA EN EL DESFILADERO DEL CAFE

En la sanguinaria corte de opereta de los Larriguera me senti como Robinson en la Isla sin Inteligencia.

Calcula mi panorama, Jeannot: con treinta y siete anos a la espalda, no era viejo como el dictador cercano a los sesenta ni jovenzuelo como su desbocado vastago, que ni siquiera alcanzaba la mayoria oficial -no digamos ya la mental- de edad, y mientras debia mostrarme con El Viejo cauto, astuto y cabal para preservar el inconcreto nombramiento de «asesor» con el que habia decidido distinguirme, en presencia de su heredero -apodado, para afilar la afrenta contra mi dignidad, Tete- no tenia otro remedio que avivar mi energetica sonrisa y mi olvidada capacidad de hacer chistes para mantener vivo su favoritismo subito hacia el nuevo «amigo frances» que tan imaginativo companero de juergas resulto enseguida para el: «mon-a-mi», me llamaba subrayando a proposito la defectuosa pronunciacion mientras apoyaba su mano en mi hombro, como si fuese yo un mono traido de las remotas junglas de Europa. Mi futuro se dibujaba similar al de otros pateticos adoradores de los Larriguera: condenado a la adulacion eterna, adiposo antes o despues por el envilecedor transcurso de la inactividad, estancado en una mediania economica calculada por mis amos para permitirme vivir entre lujos pero no independizarme o conspirar… No era mi terreno optimo la gran hacienda bananera de fronteras internacionalmente aceptadas en la que, en chascarrillo de El Viejo que Tete habia adoptado como divisa, «los machos deben llevar pistola y las mujeres… nada». ?Acaso no merecia otro destino mejor quien habia sabido atrapar en sus redes a Heydrich y a Himmler, me preguntaba mientras deambulaba irritado por las solitarias playas de la paradisiaca celda que me habia tocado en desgracia? Tan infranqueables parecieron durante unos meses sus muros que llegue a maldecir no haber permitido que Larriguera jr. reventase la cara del terco embajador espanol… No imaginaba entonces, claro esta, que mi suerte cambiaria de nuevo gracias a otra sesion fotografica de muy distinta indole.

Mi amistad con los Larriguera pronto se ramifico hacia las otras dos familias en el poder, las de Jose Leon Canchancha y Walter Menendez. Los tres coroneles eran honorables caballeros que no daban su palabra a la ligera: habian jurado repartirse a partes iguales Leonito y lo cumplian a rajatabla; tambien en lo referido a sus vastagos, futuros titulares del triunvirato hereditario, fueron particularmente celosos: decidieron que sus hijos se llevarian mejor si tenian la misma edad, y para hacer realidad tal cuestion de estado se encerraron con sus respectivas consortes en maratonianas sesiones de procreacion que, a fuerza de insistencia, acabaron por alumbrar la identidad de edad casi exacta de los cachorros. El dia que Tete cumplio dieciocho anos -tres semanas despues que el primero de sus predestinados socios y cuatro antes que el segundo- su padre le hizo dos regalos: un tercio de la titularidad del Ministerio Leonitense de Seguridad Interna -los otros dos, ?es necesario subrayarlo?, estaban ya reservados- y un billete para New York en compania de su cosmopolita «mon-a-mi», que dirigiria la iniciatica inmersion en la oferta de la Gran Manzana.

Al principio de nuestra estancia me resulto particularmente humillante supervisar el vestuario y modales del barbaro en restaurantes y burdeles de lujo, y ni siquiera me divertia el estupor que evidenciaba ante la paleta de pescado, cuya utilidad no sospechaba, o su zozobra por el hecho, para el insolito, de que las selectisimas prostitutas le ofreciesen a besar, antes que otra cosa, una mano encopetada. Fue en una de esas veladas exquisitas cuando, embrutecido por la bebida de calidad a la que no estaba acostumbrado, cometio el error de insultarme en publico. No mitigo mi rabia que unicamente cuatro putas anonimas e irrelevantes fueran testigos de la humillacion: mi orgullo decidio matar a Tete aunque eso supusiera renunciar a las ventajas del exilio caribeno, y si no lo hice apenas nos quedamos solos fue porque su estado etilico hubiera anestesiado los matices con que deseaba enriquecer su transito. Aquella noche, pues, durmio como un bebe, ajeno por completo al hecho de que su angel de la guarda, fija la vista en el techo y renovada la irritacion por cada uno de sus ronquidos beodos, maquinaba para el rigurosos destinos.

Por la manana, Tete habia olvidado su lamentable comportamiento de la vispera, lo que vino a constituir un valioso aliado del plan que comenzo a materializarse al atardecer de aquel mismo dia, durante una visita supuestamente ludica a los bajos fondos de New York. Como habia esperado, mi protegido se sintio a sus anchas entre las mujerzuelas vocingleras y los contertulios macerados en ginebra, y no dudo en entregarse a un jolgorio ramplon que duro setenta y dos horas ininterrumpidas. La noche que lo iba a matar, la tercera, deje que se rindiera a la saturacion alcoholica sobre el camastro de la apartada pension del Bronx que con tanto esmero habia seleccionado para el, y envie inmediato aviso a los desocupados portuarios que habia contratado como ejecutores de mi venganza. Mientras llegaban, alimente mi odio observando a Tete: grosero y desnudo, dormia con la entreabierta boca babeante y el miembro viril tan relajadamente inflamado por la satisfaccion reciente o el barrunto de previsibles agasajos matinales que me pregunte si el sopor etilico no supondria un serio obstaculo para la percepcion eficaz del dolor que le aguardaba; a caballo de esa duda tome su mano, la eleve en el aire y la deje caer: no reacciono; pellizque con fuerza su muslo, tambien sin resultado. Contrariado, masajee su pene en busca de alguna respuesta y, esta vez si, obtuve un ronroneo goloso; fue esa burla implicita hacia mis planes de revancha y hacia mi mismo la que me detuvo a meditar un cambio de rumbo: hacer una travesura satisface, pero hacerla con inteligencia excita. Obtuve una camara fotografica del

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