Negros y un regimiento compuesto por ciento cincuenta ninos de entre siete y once anos salidos de nuestra escuela, cuyo viejo lema -«Ferocidad Gratuita, cuanto mas mejor»- podia reconocerse en la iniciales F.G. cosidas, a modo de charreteras, en las mangas de sus diminutos uniformes.
Si estos eran los pescadores y los indios el pescado a capturar, los poblados inocentes constituyeron el cebo: hasta entonces, las atrocidades cometidas sobre ellos por los hombres de Canchancha, aunque ciertamente brutales, habian sido esporadicas e incluso casuales, jamas alentadas por el concepto delicado y riguroso del Mal que ahora, cada madrugada, espoleaba a los ninos a jugar con la tortura y muerte de los moradores del poblacho de turno, elegido siempre al azar. Los habitantes de las dos o tres docenas de aldeas acotadas en la zona de restriccion podian moverse con libertad dentro de esta, pero no abandonarla: permanentemente vigilados por los Pumas Negros, eran prisioneros sin cadenas ni cerrojos cuyas unicas actividades consistian en tener panico al siguiente amanecer, en rogar a lo largo de la noche que fuese el pueblo proximo y no el suyo, que fuesen los vecinos de al lado y no ellos y sus hijos, los elegidos por los ninos.
La provocacion acabo por lograr su proposito: mi ley marcial, que tensaba el aguante de los cebos humanos prohibiendoles enterrar los cadaveres de sus seres queridos, molestar a las ratas hambrientas que solte en los poblados o -te asombraria el mazazo psicologico, personal y colectivo, que acaba por suponer esta sutileza- emitir, bajo amenaza de muerte, el menor sonido corporal durante las horas de luz solar, enfurecio a los guerreros invisibles, que se volvieron de carne y hueso para proteger a los suyos. La ferocidad que desplegaron, de contundencia paralela a la nuestra, favorecio mis planes: la sangre llamo a la sangre, el odio al odio y la guerra a la guerra, pero estos logros, al ser previsibles, fueron solo secundarios. Mi verdadero exito radico en conseguir que, fuera de la linea B, el horror se mantuviese en secreto, fuese desconocido… En una palabra, no existiese. A los oidos de los soldados de la linea A llegaban rumores de inconcretas operaciones antiguerrilleras, y mas alla de esa ultima frontera con la realidad nada, absolutamente nada, ocurria en los alrededores de la Montana Profunda. Leonito era tan solo -compruebalo en cualquier libro de historia, remontate a los comentarios de los turistas de la epoca o a los analisis del mas especializado historiador, busca en tu propia memoria de valedor de los derechos humanos- un pais centroamericano hermoso aunque sometido, eso si, a un regimen dictatorial ni mejor ni peor que cualquier otro del continente. La ocultacion estaba tan bien articulada que incluso los representantes de dictaduras amigas invitados a visitar la zona se asombraban por la inimaginada existencia de mi guerra-probeta. Hasta los mas torpes de ellos intuian que mis conocimientos y tecnicas, aunque todavia en desarrollo, podian resultarles en un futuro cercano utiles en sus cometidos de represion, y tan seguro estaba del hermetismo de mi laboratorio al aire libre que cuando un grupo financiero del pais propuso construir en la costa atlantica de Leonito, justo al sur de la Montana, un complejo dedicado al turismo de lujo -los famosos seis faros gracias a los cuales tu y tus detectives «me habeis descubierto»-, no solo no me opuse a esa iniciativa que a cualquier otro habria impuesto respeto o cautela, sino que la apoye con estusiasmo: me divertia la idea de permitir a dos pasos del infierno de mi propiedad un -este era el nombre del proyecto- «Paraiso en la Tierra», a cuya inauguracion contribui organizando a una distancia prudente del evento, y tan cuidadosamente como si fuese el menu de mi boda, una emboscada en la que cayeron numerosos guerreros indios. La batalla entre los sitiados y las fuerzas regulares adulto-infantiles duro toda la noche -lo mismo que la fiesta- y no escatimo parafernalia artillera: fue mi modesta aportacion de fuegos artificiales a la lujosa recepcion que transcurria, reposada y ajena, unos kilometros al sur, en el «Paraiso en la Tierra». Precisamente alli, me presento el amigo panameno a dos inversores chilenos que parecian muy afligidos por el dificil momento que atravesaba su pais: Salvador Allende acababa de ganar las elecciones generales, y nuestros invitados deseaban, ademas de contrastar mi opinion sobre la circunstancia alarmante de que por primera vez un socialista hubiese ganado limpiamente unas elecciones generales en el continente, proponerme una eventual colaboracion futura. La naturaleza abrupta del tema propicio la pronta sinceridad de las partes, y me parecio adecuado finalizar la velada en mi casa, donde enseguida se prescindio de los tapujos: el mismo dia del triunfo de Allende se habia puesto en marcha un engranaje de salvacion nacional, todavia clandestino, que contaba no obstante con el beneplacito y apoyo de los principales sistemas financieros del pais, ademas de con la solidaridad del lejano pero comprensivo vecino norteamericano. En cuanto a mi, habian oido hablar de los avances en materia de represion que estaba desarrollando y deseaban saber si estaba interesado en colaborar con la flamante empresa que representaban. Por toda respuesta -aunque controlando la euforia que me conmovia: ?por fin un proyecto de envergadura!, ?el primer pais para cuya represion global me reclutaba el Azar!-, pedi a los chilenos que me acompanasen al sotano de la mansion. Aunque las luces del amanecer comenzaban a inundar las estancias, el descenso por las escaleras de piedra fue sumergiendonos en una oscuridad mas negra que la propia noche… Desde semanas atras mantenia recluido al Nino de los coroneles a causa de la crisis depresiva aguda que padecia. Era la primera -y tambien la mas clemente- de las que le atacarian desde entonces. La fiera no dormia ni encontraba reposo, y los fantasmas de sus victimas, incansables, gritaban dentro de el a pesar de los balsamos autoexculpatorios con que yo masajeaba su mente en los momentos de lucidez que le otorgaba la locura. Ajeno a todo, distribuia su tiempo entre la languidez obstinada y las convulsiones rabiosas, que descargaba con brutalidad frenetica e imprevisible contra las paredes de piedra, contra si mismo o, mas frecuentemente, contra las ocho mascotitas aterradas que integraban la cuadra particular que a estas alturas, y exceptuando mi permanente observacion, constituia su unica compania «humana». La mente del Nino era una balanza que, de forma arbitraria, podia inclinarse hacia el autismo irreversible o hacia una tormenta cerebral igualmente sin retorno: ?los coletazos de la conciencia, que se resistia a morir? Fuese como fuese, seguia resultandome de extraordinaria utilidad para rubricar veladas como la que comparti con aquellos nuevos clientes. Ordene traer a un detenido de la prision mas cercana e invite a los chilenos a presenciar el espectaculo. La orgia de ferocidad del Nino, alentada con una opipara racion de cocaina, fue el telon de fondo de mi exposicion magistral sobre la tortura como arma moderna de represion. Cuando conclui, no cabia duda a los chilenos de lo que mis conocimientos podian aportar a su causa, aunque ellos, mas que experimentos con seres humanos bestializados, deseaban que instruyese a un selecto grupo de oficiales del ejercito chileno, que debian estar preparados para cuando las actuaciones del gobierno de Allende justificasen el inevitable golpe de estado. Uno de mis visitantes, lo recuerdo como si fuera hoy, me miro con miedo o estupor antes de abandonar la sala, y solo cuando algun tiempo despues me concedio su amistad y confianza supe que, mas que la brutalidad del Nino, lo que le habia impactado vivamente, a pesar de su experiencia profesional forjada en mil inimaginables violencias, era la obscenidad de las mascotitas, cuya cualidad inicialmente humana habia reducido mi talento a animalesca sumision: ya adolescentes, pero aislados desde la infancia en jaulas a ras de suelo, solo podian desplazarse a cuatro patas o comunicarse mediante los sonidos ininteligibles que naturalmente habian desarrollado entre ellos, y verlos comer, recular ante la amenaza del latigo o aparearse era una poderosa metafora de lo que mis metodos podian lograr. Aquella noche apenas dormi. Veia el proyecto Nino de los coroneles extendiendose por toda Iberoamerica y veia a Leonito, sede central del evento, forzada a adecuar sus infraestructuras para abastecer la creciente demanda de los regimenes de inspiracion autoritaria. En cuanto a mi, me imaginaba dirigiendo la red, aun no definida, aun por inventar, del sistema represivo de un continente en el que, gracias al status de tercer mundo, las escasas protestas de los defensores de los derechos humanos, si bien encontraban algun eco en los circulos progresistas europeos, llegaban hasta nosotros, duenos satisfechos del poder, como una vocecilla patetica que movia a la risa y a la burla. Eramos impunes, eramos amos. Podiamos ser dioses. ?Como no dejarme tentar? Ante mi estaba la posibilidad de retomar la batalla personal que la entrada de los aliados en Paris me habia obligado a abandonar. Ante mi estaba la posibilidad de ganar, en otro momento y lugar del Tiempo, una parte de la guerra que los nazis habian perdido en Europa. Si sabia conciliar las voluntades adecuadas, Chile seria solo el principio.
Y Dios me ayudo en el empeno; o, si te molesta mi altisima pretension, digamos al menos el cielo; el cielo con una de sus furias benefactoras: el ciclon que en 1971 asolo las costas de Leonito se llevo consigo el glamour del complejo hotelero «Paraiso en la Tierra», pero no sus instalaciones y edificios. Por tan inesperado golpe de suerte, encontre un lugar donde «abrir mis locales al publico», que fueron inaugurados por veintitres oficiales jovenes chilenos: el «Paraiso en la Tierra» se convirtio asi en la primera academia clandestina de torturadores del mundo; tambien en la mas lujosa, gracias a la remodelacion practicada en sus amplios salones, sus soleadas suites, sus completos gimnasios y sus cuidadas piscinas y pistas de tenis, donde los matriculados llegados de todas las esquinas del continente -pronto se unieron a los chilenos uniformados argentinos, uruguayos o brasilenos- podian promover amistades y relajar la tension de los cursillos. A pocos kilometros se encontraba, ademas, la guerra de la Montana, territorio plagado de cobayas humanas gratuitas -a las que no defendian organizaciones humanitarias, periodistas ni otros molestos testigos- con las que poner en practica lo aprendido en las clases teoricas. La demanda fue tal que me obligo -servidumbres del exito- a plegarme a ciertas exigencias de