los clientes; hube, por ejemplo, de relegar momentaneamente la formacion de nuevos ninos: los alumnos adultos, militares arrogantes e incapacitados para la sutileza, sentian menoscabado su honor por la convivencia con «los pequenos» o intuian que podia no ser todo lo exigiblemente riguroso el aprendizaje impartido en una academia que atendia tambien la educacion infantil. La estupidez humana, amigo mio, es el mayor obstaculo al que nos enfrentamos. El Gran Problema. Pero como digo, me avine a resolverlo: interrumpi la captacion sistematizada de nuevos ninos -hoy esta actividad, al menos en lo que a mi se refiere, solo se realiza esporadicamente, casi me atreveria a decir que por encargo, como la reserva a dias vista de un plato de preparacion laboriosa en un selecto restaurante- y deje que las inclemencias de la guerra fueran diezmando primero y exterminando al fin a los que constituian la ultima centuria operativa. Naturalmente, estas medidas no afectaron al Nino de los coroneles -ni, pues estaba encaprichado con ellos, a sus cuadrupeditos-. Ademas de que me hubiera opuesto a cualquier intento de depuracion de mi creacion mas lograda, el Nino me resultaba de gran utilidad: todos los nuevos alumnos que llegaban al centro recibian, a modo de iniciatica bienvenida sangrienta que sin embargo no excluia los matices de la novatada viril entre camaradas, el regalo de una visita a la mazmorra-vivienda del monstruo, en cuyas manos se ponia para la ocasion algun infeliz trasladado desde las carceles politicas nacionales de los correspondientes nuevos matriculados. El Nino, bufon y monstruo, podia mover a la burla inicial, pero destapaba enseguida las esencias del horror. Demostraba a los recien llegados que -y este era el titulo de la charla introductoria que les daba yo cuando el eco de los alaridos del compatriota destrozado resonaba aun en sus oidos- es posible inocular el infierno en el cuerpo del torturado. «… Y hacer que ese infierno se revuelva y se retuerza dentro de el. Para aprender como estais aqui escuchandome…» Creo que aun podria repetir entero aquel primer discurso, aventurarme incluso a desbrozar los que en las semanas siguientes, y siempre con demostraciones practicas de apoyo, constituian el curso completo. Te he enviado una copia completa de mis textos en correo aparte: no quiero interrumpir ahora mi narracion, pero necesito tambien que conozcas la esencia de mi obra, cuya primera convalidacion empirica tuvo lugar en Chile a partir de septiembre de 1973.

A partir de entonces, el exito fue desencadenando una afluencia de alumnos tal que decidi abandonar mi mansion de los alrededores de la capital y trasladarme a vivir al campus: el Tercer Faro del que ya tienes referencia fue acomodado para mi exclusivo disfrute. Inicialmente, el Nino y sus mascotitas se vinieron a vivir conmigo, pero el trasiego permanente de estudiantes ansiosos por ver en persona a estos monstruos que pronto llegaron a ser legendarios entre los corrillos de las aulas acabo por resultarme incomodo, y los traslade al «Paraiso en la Tierra», al edificio contiguo a la piscina que antano habia sido el gimnasio, y que ahora dividi en dos sectores: uno, en el ala izquierda, la sala de aprendizaje, desde la que los torturados podian oir, en los escasos momentos en que no les ensordecian sus propios gritos, las alegres zambullidas de sus verdugos en la piscina de la superficie, situada sobre ellos para matizar su angustia con esta perversa proximidad del paraiso.

Y dos, a la derecha, la vivienda del Nino y sus animales humanos.

Ferrer interrumpio la lectura y levanto la vista muy despacio… La noche comenzaba a cerrarse a su alrededor, pero no era la oscuridad el origen del escalofrio que habia sentido en la piel, sino el recuerdo del cartel de letras caidas que habia visto al llegar: «G mnasio ueco».

Se puso en pie; Huertas, que permanecia de guardia junto al ventanal, se giro alarmado. Ferrer argumento por gestos una urgencia fisica para tranquilizar la inquietud del capitan y, antes de salir, cogio una de las linternas. Huertas volvio a su obstinada vigilancia. Soas, sobre la gran cama matrimonial, dormia aparentemente ajeno a todo peligro.

Ferrer utilizo la linterna para iluminar el camino del vestibulo; al cruzarlo camino de la salida, no pudo evitar lanzar una mirada hacia la rotonda donde los cadaveres, ocultos por la disposicion del mobiliario pero evocados en cada sombra espectral de la noche, comenzarian de un momento a otro a pudrirse.

Una vez afuera, se dirigio con paso resuelto hacia la piscina cubierta por la lona oscura. Avanzo hasta el borde, inspiro y comenzo a girar sobre si mismo. La luna llena, pletorica de luminosidad, le permitia ver en la oscuridad: una panoramica de arboles, espacio abierto, la silueta desdibujada de alguna construccion y mas arboles. Y de pronto, cercano y macizo, amenazador, el edificio aislado, de un solo piso, cuadrado como un cubo que le habia parecido ver a la llegada. Sobre su puerta de entrada, un cartelon ajado: «G mnasio ueco».

El hogar del Nino de los coroneles.

Trago saliva y avanzo hasta la entrada.

Tres escalones descendian hacia una puerta metalica que dudo en empujar: no estaba seguro de si preferia hallarla abierta o infranqueablemente cerrada. La presion de la mano provoco un chirrido; la puerta cedio unos centimetros: estaba abierta. Dudo y volvio a empujar: esta vez la plancha se deslizo en silencio hasta dejar franco el acceso a la oscuridad, que se mantenia silenciosa y relajada como si fuera su hora de descanso. Ferrer sentia el miedo dentro de el, y trato de controlarlo racionalmente: habian pasado veinte anos y era obvio que los vestigios de su hermano y de su estela de horrores habrian desaparecido tiempo atras. Pero, ?era obvio?

Encendio la linterna. La columna de luz le mostro el espacio amplio que en tiempos habria sido la recepcion del gimnasio y un pasillo que se abria hacia el fondo. Lo enfilo, iluminando el manuscrito como si fuese un mapa.

Y dos, a la derecha, la vivienda del Nino y sus animales humanos.

El pasillo finalizaba en dos puertas: una estaba descerrajada como si un gigante la hubiese pateado; la otra, intacta aunque despintada y con oxido en los goznes, se encontraba abierta y le invitaba a entrar. Por no dejar a su espalda espacios sin explorar o por el deseo inconsciente de retrasar la entrada al segundo sector, se introdujo por el hueco de la puerta rota de su derecha y avanzo precedido por el cilindro de luz… Paredes descascarilladas, suciedad, humedades interminables: todo adquiria un tinte siniestro tras saber por Lars que clase de conocimientos se habian impartido en aquella academia malefica.

No avanzo mas en esa direccion. Volvio sobre sus pasos y traspaso la puerta de la izquierda; encontro lo mismo que en el primer lugar: nada. O todo: oscuridad, desasosiego, olores humedos del abandono a los que su imaginacion otorgo perversos origenes. En tal tesitura de sensibilidad, no fue raro que el sonido levisimo le helase la sangre: algo o alguien se habia movido a su espalda. Surgiendo repentinamente de su memoria, le escalofrio el recuerdo de su hermano, saltando sorpresivamente sobre el una lejana tarde de lluvia en que los dos ninos jugaban al escondite.

No se atrevio a volverse, pero afilo el oido hasta detectar la respiracion. Podia ser humana: ?el penultimo estertor de un agonizante o la respiracion contenida de quien, de un momento a otro, iba a atacarle? Tal vez habria permanecido asi, quieto y rivalizando con el otro en el intento de hacer inaudible su aliento, pero se sabia delatado por el haz de luz que habia esgrimido, y eso le decidio a volverse despacio, iluminando la sala en busca del que acechaba en la oscuridad. ?Por que no habia saltado aun sobre el? ?Era un fantasma del pasado, carente de corporeidad fisica sobre la que sustentarse? No, al menos tenia ojos: la linterna los ilumino a unos metros de Ferrer. Dos ojos a ras de suelo, quietos, clavados sobre el. Un animal, penso aterrado: una gran serpiente, alguno de los cocodrilos que flotaban, siniestros, en el canal; calmoso para no excitar al reptil, cambio la linterna de mano y deslizo la derecha hacia el bolsillo del pantalon, en busca de la pistola. Tal vez era un animal muerto, pensaba cuando, de repente, los ojos parpadearon con parsimonia inquietante y avanzaron hacia el. El escalofrio del miedo urgio a Ferrer a olvidar la cautela: lanzo la mano hacia el bolsillo y la cerro, aferrandola a la nada. Solo entonces recordo que habia entregado el arma a Huertas. Ahora se encontraba desarmado frente al peligro que daba la razon al paranoico capitan: los indios les habian seguido. Estaban alli. Frente a el, tal vez tambien a su alrededor, sonriendo en silencio. Los ojos reptaron unos centimetros mas en su direccion, y entonces observo, arropando la mirada obstinada en no apartarse de el, los rasgos extranamente ennegrecidos, como tiznados por alguna clase de camuflaje, de un ser humano. La terrorifica mirada fija fue lo que, paradojicamente, le dio valor para acercarse: cualquier cosa mejor que la sospecha, mas verosimil a cada instante, de hallarse frente a quien sabe que espiritu del pasado de ese lugar maldito.

El espectro, tirado en el suelo, estaba desnudo, tenia la piel del cuerpo negra como la de la cara y agonizaba: la parsimonia de su parpadeo se debia a la proximidad de la muerte o a la losa de semiinconsciencia provocada por el dolor: arrodillado junto a el, Ferrer comprobo que salpicaban su cuerpo quemaduras rosadas y frescas. Era un hombre joven, como los cinco cadaveres de la rotonda del vestibulo. Como ellos, llevaba al cuello una chapa identificativa del ejercito de Leonito y, como ellos, habia sido sometido al tormento del fuego: el fantasma no venia del pasado, sino del presente mas cercano y atroz. Era la sexta victima de La Japonesa.

Ferrer extendio una mano hacia el y dijo absurdamente:

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