– ?Senor! -grito-. ?Hay que irse!
Lanzo dos granadas al azar contra las posiciones de los soldados y se arrastro hacia Ferrer. Las explosiones se produjeron cuando estaba ya junto a el.
– Senor -repitio en voz baja, suplicante-. Tiene que irse…
– ?Y tu?
– Me quedare para detenerlos, senor. Para que usted tenga tiempo de salir.
A Ferrer le desbordo la responsabilidad inesperada: ese hombre al que no conocia iba a morir por el.
– Vayase -repitio Anselmo mientras vaciaba su mochila de municion y la iba distribuyendo por los bolsillos. Ferrer, instintivamente, se cino a la espalda el zurron que le habia dado Leonidas. Antes de regresar a suposicion de tiro, Anselmo se acerco a Ferrer y le apreto el brazo-. Y cuentelo. Cuente lo que nos hicieron aca. Cuente lo que le hicieron a la Montana.
Ferrer lo miro atonito: no le exigia una promesa, ni siquiera una palabra de compromiso. Simplemente, confiaba en que contaria la verdad. Y por eso iba a morir. Nunca nadie le habia enfrentado de forma tan contundente a su deber. Supo que nunca podria olvidar a Anselmo, y supo que ahora, pasase lo que pasase, tendria que cumplir el juramento mudo que se hizo en ese instante: si, contaria todo lo que estaba viendo y todo lo que estaba pasando. Contaria la verdad.
Corrio hacia la salida tras dirigir una ultima mirada al difunto Laventier: deseo sinceramente que los soldados respetasen su cadaver y, mientras salia hacia el exterior, le tranquilizo pensar que no habia razon alguna para temer lo contrario.
Las instrucciones de los indios habian sido claras, no podia perderse: tomando el sendero que se abria a unos cincuenta pasos a la derecha, veria el claro donde comenzaban las posesiones de La Leyenda de la Montana, en las cuales, una vez a salvo, le tocaria mentir a Soas para hacerle creer que habia escapado de los indios o ni siquiera habia llegado a estar en su poder. Detras de el, el fragor de los disparos entre Anselmo y los soldados llegaba hasta sus oidos: cada vez mas alejado pero frenetico y desesperado. Avanzo.
Al poco, se hizo el silencio. No podria asegurar si habian transcurrido unos segundos o una hora desde que salio de la Montana Profunda.
Y, en primera instancia, tampoco supo si se trataba de una alucinacion cuando en el camino frente a el vio al capitan Rodrigo Huertas, sonriente y ufano en su impecable uniforme nuevo. Venia al frente de un grupo de soldados fuertemente armados.
– Luis Ferrer… Viajero infatigable y companero de aventuras -exclamo el militar entre la socarroneria y la euforia impostada; por un instante, parecio que iba a lanzarse a abrazarle como un buen camarada, pero la mirada de Ferrer, macerada por los dramaticos sucesos de las ultimas horas, le disuadio, y Huertas volvio a ser el de siempre. Aunque, a la vez, parecia otro hombre. Ferrer penso que el acobardado paranoico del Desfiladero del Cafe se habria esfumado al regresar a la civilizacion, reencarnandose en este gallito con ropa de camuflaje sobre la que aun se apreciaba la raya del planchado; un Huertas feliz porque Roberto Soas, una vez ambos a salvo, seguramente le habria concedido una segunda oportunidad.
– ?Donde esta Soas? -pregunto.
El capitan ni siquiera parecio haberle oido.
– Vaya, miren a quien tenemos aqui -dijo repentinamente severo, mirando por encima del hombro de Ferrer y obligandole a volverse. Por el camino que acababa de recorrer avanzaba un todoterreno descubierto que maniobro hasta detenerse en una explanada lateral.
Cuatro soldados obligaron a apearse a Anselmo, empujandolo con las culatas. Traia las manos atadas con alambres apretados con alicates, y las munecas le sangraban abundantemente. Se movia con torpeza por la brutal paliza que en los pocos minutos transcurridos desde su captura habian tenido los soldados tiempo de propinarle, pero para no comprometer a Ferrer evito mirarle. Descendieron dos soldados mas, bromeando a proposito de la valija de Laventier, que uno de ellos traia abierta y volteada hacia abajo. Otro soldado, mas alla, registraba con rictus decepcionado la camisa y el pantalon que hasta hace un rato habia llevado el frances. Por la carretera se escuchaba el rumor de nuevos camiones aproximandose. Los guardianes de Anselmo ordenaron al indio pararse en un claro y se apartaron de el; el ultimo de ellos le coloco en la boca un objeto metalico del que extrajo algo parecido a una anilla antes de alejarse tambien, un poco mas precipitadamente. La explosion de la granada desintegro a Anselmo, convirtiendolo en un pantalon vaquero lleno de carne que se sostuvo unos instantes en pie antes de desmadejarse hacia el suelo. Ferrer sintio la rabia dentro de si. Tambien el miedo: los soldados se comportaban como gelidos asesinos de objetivos claros. Leonidas le habia contado la verdad.
Miro a Huertas, horrorizado. El capitan le sostuvo la mirada sin dejar de sonreir y se encogio de hombros.
– ?Como pito, que barbaro! -dijo con un teatral gesto de sorpresa.
– ?Donde esta Soas? -volvio a preguntar Ferrer, esta vez gritando.
– ?Te vas a chivar de que hicimos volar a tu amigo?
– Quiero verle. Y supongo que el a mi tambien.
– En eso acertaste. ?Soldado! ?Lleven al civil al campamento! -grito; y luego, para subrayar que la animadversion hacia el por haber presenciado sus debilidades en la soledad del Paraiso en la Tierra continuaba viva:
– ?Pero antes me lo registran, no vaya a ir armado!
Y se fue, dandole la espalda.
Un soldado arranco groseramente el zurron de la espalda de Ferrer y la registro. No encontro indicios de sospecha en el manuscrito ni en la manta que envolvia el pergamino con la extravagante declaracion de guerra. Y mucho menos, siendo Ferrer periodista, en la estilografica de Laventier: sin proponerselo, habia burlado la seguridad militar. Al subir al todoterreno, llevaba consigo un arma mortal.
El campamento donde se habia instalado el regimiento se encontraba a diez minutos de recorrido que la inexperiencia del soldado conductor y las irregularidades de la zona convirtieron en ajetreado. Cuando traspasaron la barrera de entrada, el cabo de guardia volvio a pasar por alto la pluma, aunque Ferrer noto como se despertaba su codicia ante el hermoso objeto: miro a su propietario como si lo fotografiara mentalmente por si mas tarde se encontraba con su cadaver y podia desvalijarlo.
El coche maniobro hasta una estructura de madera de quince o veinte metros de altura sobre la que se asentaba, ideada para seguir la evolucion de las obras, una casamata con grandes cristaleras; la atalaya era, segun le informo el chofer con la unica frase pronunciada en todo el recorrido, la oficina del «senor Soas», al que, siguiendo las instrucciones recibidas, corrio a informar de su llegada.
Ferrer, tras preguntar a un oficial, subio por la escalera hasta el ultimo piso de la torre y exploro la plataforma circular que rodeaba la casamata, avanzando con precaucion por la estrechisima superficie de madera a la que solo separaba del abismo una fragil barandilla metalica. Divisaba las instalaciones que habia observado desde el aire al llegar a Leonito y la gran explanada de piedra bajo la que se ocultaba el hogar de los indios… Hacia rato que no se escuchaban disparos, y la tranquilidad mas absoluta reinaba en medio de oscuros presagios… ?Cuando se produciria la gran explosion de la Montana? La conciencia de que podia ocurrir en cualquier instante mantenia los musculos de Ferrer involuntariamente tensos.
Tras concluir el recorrido, empujo con suavidad la puerta de la casamata. Estaba abierta, y entro y cerro tras de si.
El interior le recordo a una habitacion de hotel espaciosa y desangelada, con elementos decorativos baratos o simplemente funcionales: habia una cama, una amplia mesa de trabajo y otra de despacho. A la espera de Soas, decidio continuar con el manuscrito. Apenas lo palpo, resono en su
Ahora no estaba en juego la megalomania del Canchancha buscador de oro, sino la mia propia: era imperioso, esta vez si, acabar con los indios de la Montana. Cada dia que sobreviviesen constituia una amenaza a mis planes, y el halo mitico de un caudillo como Leonidas podia convertirse en un indeseable ejemplo que habia que eliminar de raiz. Recurri a dos frentes. Por un lado, la siempre infalible guerra sucia: tras la programada caida de los coroneles, habian permanecido en Leonito algunos centenares de Pumas Negros clandestinamente acuartelados en las otrora bulliciosas instalaciones del Paraiso en la Tierra, cuyos inmuebles y terrenos, no se si lo habia mencionado, constaban como bienes a mi nombre en el Registro Nacional de la Propiedad: un subterfugio