estuviera viva, haber hecho el ridiculo muriendome durante la firma de mi novela, defraudando a las personas que hicieron cola para esperarme. Y me duele, si, me duele acordarme de mis libros, mis diccionarios, mis peliculas y mis musicas, por no hablar de mis chales de seda, mi surtida bisuteria oriental y otras preciosas posesiones… ?Acaso no gozare del balsa-

mo del olvido? ?Mis manos estan vacias! Lo cual no impide que me pese yo misma a mi misma. ?Uf, que cansancio! ?Quiero una silla! Ya que todo lo podeis, dadme una silla divina, en la que mi cuerpo encaje a la perfeccion. Una silla-silla.

Obedientes, produjeron un rustico ejemplar de la especie. Era de teca, y ofrecia solidos brazos y palas, asi como un comodo asiento forrado con cretona de vivos colores. Antes de depositar mi trasero olfatee la inmensidad circundante, desconfiada. Yo habia visto un mueble similar en alguna terrena parte.

– No, querida. No en la Tierra, sino en el cine, que era, alla abajo, lo mas semejante a este Paraiso, del que podras disfrutar mientras se prolongue tu estancia entre nosotros.

– ?Como que mientras…? -Me excite-. ?Es lo mio un mero transito? ?Vais a re-abandonarme?

Lejos de responderme, se extendieron en de-talles.

– Pertenece al mobiliario del chale de alta montana de Que el cielo la juzgue, aquel perverso melodrama en technicolor protagonizado por Gene Tierney y Cornel Wilde. Aqui se sentaba ella para maquinar maldades tales como deshacerse de su cunado poliomielitico ahogandole en el bucolico lago adyacente, o cargarse al hijo que llevaba en sus entranas fingiendo un accidente domestico. Que gran mujer, Gene Tierney. Podriamos emplazarla pero, hasta que te trajimos con nosotros, he estado muy entretenido tirandome a River

Phoenix y Manolo, intentando reconciliar a Trotski y Lenin…

Terenci habia hablado con su propia voz, y me senti mas a gusto. A gusto, pero tristisima.

Me desplome en el sillon y, por fortuna, este no cedio al recibir la losa de mi infortunio.

Manolo me acaricio el pelo.

– Tranquila, que te lo vamos a contar. Confia en nosotros -dijo por si mismo.

Levante las piernas y las doble, juntando los botines sobre el asiento; apoye la frente en mis rodillas, que mostraban algun que otro moreton reciente y estaban sucias de tierra del jardin. Me estire los calcetines y suspire profundamente. Un momento. ?Que botines, que rodillas, que jardin? ?Que calcetines?

?De que me habian vestido?

– ?No entiendo nada! ?Quiero llorar! -berree, con profundo desconsuelo-. ?Llorar, llorar y llorar! Y me importa muy poco que tu, Manolo, te pongas nervioso o que tu, Terenci, me tomes el pelo. No me pasare la muerte sometida a este tipo de convencionalismos sociales.

– Por mi no te reprimas -replico Manolo-. El llanto es algo que aqui se echa mas de menos que esa cursi postal del Nilo que pretendias endilgarnos hace poco. Ojala nosotros lloraramos, ojala nos doliera algo.

Abri, pues, las compuertas. Una eternidad despues, reconfortada yo y ellos taciturnos, nos deslizamos por la superficie de un mar inmenso forma-

do por mis lagrimas. Cada uno de nosotros llevaba un banador a rayas y un flotador amarillo y blanco, con cabeza de patito, cenido a la cintura.

Te lo pronostique -observo Manolo, mi-rando al otro-. Todavia podemos aprovecharla. Aun posee la facultad de aceptar el absurdo y de hurgar en el con la curiosidad de Alicia.

Bostece. -Me aburro -dije-. Nadar me fastidia cuando no diviso la orilla.

– La adornan tambien algunas cualidades de Wendy que no nos vendran mal -completo Te-renci-. Es muy intuitiva para la decoracion de interiores. En cuanto entra en una habitacion va-cia, con cuatro chorradas la convierte en suya, sin rebosar por ello esa feminidad pendiente que resulta tan amenazadora. Y es muy dada a la sobreprotec-cion de infantes.

– Eso, al nivel en que nos movemos -asintio Manolo-, tiene su utilidad.

No les entendia. El llanto habia aliviado mi dolor de cabeza, pero la pobre se habia quedado hueca, y en su interior los vocablos se algodonaban. Agradeci, sin embargo, que continuaran utilizando la formula individual de expresion para comunicarse. Lo agradeci tanto que, en lugar de continuar reganandoles, chapotee perezosamente en mis lagrimas y concedi:

– Siempre quise poseer un salvavidas como este. Como eramos pobres, tenia que conformarme con uno de corcho. Muchas gracias.

Salvavidas para una muerta, menuda paradoja. Como un titulo de novela policiaca francesa de los sesenta. Una de Japrisot, por ejemplo.

– ?Sufri mucho? -pregunte.

– Tengo hambre -me corto Manolo-. Os propongo un almuerzo por todo lo alto en nuestro restaurante favorito del Barrio. Antes pasaremos por mi despacho, el marco mas apropiado para una conversacion seria.

Travieso, Terenci saco el pitorro a nuestros flotadores, uno tras otro. Al expandirse, el aire comprimido emitio una infinita, triple y entremezclada pedorreta que, supuse, fue a sumarse al remanente de la capa de ozono.

2

Los origenes

Habiamos nacido en el Barrio. Veniamos del Ba-

rrio. Eramos el Barrio. Hijos de una posguerra y de una geografia concretas, llevabamos el mas amargo antojo de la Historia de nuestro pais tatuado en la espalda. Perteneciamos a las calles de aquella ninez. Y eso lo cambiaba todo.

Quien no ha vivido en el Distrito V de Barcelona, entre los anos cuarenta y sesenta del siglo veinte, carece de instrumentos para desentranar las raices que mis amigos y yo compartiamos. Ni siquiera a nosotros nos era dado disolverlas. El solar que nos alimentaba, del que saliamos, habia sido roturado desde hacia siglos con el sudor de quienes realizaron, fuera de las murallas delimita-das por la Rambla, arduos trabajos y turbios encargos para aquellos que, intramuros, se ensenorearon de la Ciudad, y nos poseyeron sin acercarse a nues-tra mugre. En las sordidas viviendas en donde nos amontonabamos, ignorabamos a quien iban a parar los dineros de nuestro alquiler, solo el llamado procurador pasaba puntualmente a depositar sobre la mesa la contundente y solita intimidacion:

desahucio. Palabra funesta. Su sonido acompano las pesadillas de mi ninez, porque habia visto amontonados en las aceras colchones y enseres de cocina, muebles desparejos y orinales desportillados, habia visto a mujeres que lloraban, abrazadas a sus criaturas y a sus bultos envueltos en panuelos marrones de percal.

Ninguno de nosotros se hizo jamas con la coartada del olvido. Tampoco del perdon.

Veniamos de esas tierras que, mucho antes de nuestro nacimiento, fueron huertos, iglesias, hostales para pobres, barracas, hospicios, conventos, casas de caridad, lavaderos publicos, edificios insalubres que se apoyaban unos en otros como para no desequilibrarse, invadidos por la misma peste a cagaderos comunes. Veniamos de fabricas en donde abraso sus pulmones el proletariado surgido de aquella industrializacion fermentada al vapor por los amos que respiraban el aire limpido de su otra ciudad o de sus mansiones campestres y sus torres del litoral. Veniamos, y eso estaba en nuestra sangre -en la masa de la sangre, solian decir las madres de entonces- de una densidad de pobladores por metro cuadrado unica en el mundo, de viviendas ilegales construidas en patios interiores y azoteas, del hacinamiento y de la precariedad. Veniamos de las aguas fecales, de la ropa perennemente humeda porque ni el sol se atrevia a acercarse a nosotros. La tercera muralla, que dio origen a la Ronda y al Paralelo, nos emparedo, consumo la segregacion; eramos propiedad ajena y esa nueva

barrera resulto terminante para retenernos, para que nuestro hedor de Barrio sur no alcanzara las orondas

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