distanciados como es posible estarlo, y se que nosotros les queriamos y que ellos tambien nos querian.

Helene y yo salimos del restaurante muy tarde. Dejando a nuestra espalda el rumor de las ultimas voces, seguimos el sendero de baldosas que orillaba la piscina y despues se internaba en la sombra entre los arboles inmensos. El parque del hotel era muy grande, del edificio central a nuestro bungalow habia cinco minutos de camino. Esos cinco minutos actuaban como un cedazo. Ya solo se oia un chirrido continuo y relajante de insectos y, cuando levantabas la cabeza, el cielo por encima de los cocoteros estaba tan lleno de estrellas que te daba la sensacion de que tambien a ellas las oias chirriar. Invisibles, en la playa de abajo, las olas rompian cadenciosamente. Caminabamos en silencio, rendidos. Sabiamos que pronto estariamos acostados uno al lado del otro, nuestros cuerpos tensos se preparaban para el descanso. Nos dimos la mano. Me acuerdo de mi temor infantil, aquellos dias, de que Helene se alejase de mi, pero ella recuerda, por su parte, que estabamos juntos, verdaderamente juntos.

Al final, la manana de la partida, las plazas libres en el minibus se las dieron a una pareja de suizos ayurvedicos que forzosamente sabian lo que les habia sucedido a Delphine y a Jerome y, al no hacer la menor alusion al suceso, pensaban sin duda dar prueba de una discrecion de buena ley. Se contentaron con saludarnos colectivamente con un gesto de la cabeza y, al ver que Jerome, sentado delante, encendia un cigarrillo, le informaron de que, incluso con las ventanillas abiertas, el humo les molestaba. El viaje, en consecuencia, estuvo jalonado de numerosas paradas-pitillo en las que todos se apeaban, salvo los ayurvedicos, que, minoritarios, no se atrevian a quejarse, pero que daban a entender visiblemente que lo haciamos adrede para jorobarles. Primero llegamos a Galle por la carretera de la costa, llena de barreras, atestada de convoyes de socorro, con los arcenes flanqueados por un desfile de desplazados de quienes nos preguntabamos adonde irian con sus hatillos y sus carretillas. En los accesos de la ciudad, el trafico se volvio aun mas lento, pero las imagenes del exodo se terminaron en cuanto el minibus entro en la carretera de las montanas. Una vez abandonada la linea costera, circulamos por una naturaleza exuberante y a la vez apacible. La gente de los pueblos atendia a sus asuntos y nos saludaba sonriendo a nuestro paso. Jerome y Philippe recuperaban intactas las impresiones de su viaje de mochileros, doce anos antes. Era como si nada hubiera ocurrido, e incluso como si nadie, lejos de la costa, supiera que habia ocurrido algo.

En un momento del viaje, mientras fumabamos a la orilla de la carretera, Philippe me llevo un poco aparte y me pregunto:

– Tu, que eres escritor, ?vas a escribir un libro sobre todo esto?

Su pregunta me pillo desprevenido, yo no habia pensado en ello. Dije que no, a priori.

– Deberias -insistio Philippe-. Si yo supiese escribir lo haria.

– Pues hazlo. Estas en mejor situacion para hacerlo.

Philippe me miro con aire esceptico, pero menos de un ano despues lo hizo, y lo hizo bien.

Despues de los hospitales de Tangalle y de Matara, lo reconfortante del de Ratnapura era que alli curaban a los vivos en vez de clasificar a los muertos. En lugar de cadaveres por el suelo, habia heridos en camas o, para los recien llegados, en jergones que entorpecian los pasillos hasta el punto de que era dificil circular por ellos. Nos parecia incomprensible y casi sobrenatural que hubieran encontrado a Tom a cincuenta kilometros de la costa, pero no era la ola la que le habia lanzado hasta alli, sino que habia una explicacion mas prosaica: evacuaban hacia este hospital, en la retaguardia, a las personas por las que todavia se podia hacer algo. Algunas estaban seriamente heridas, se oian estertores, gemidos, las medicinas y los vendajes escaseaban, el personal medico estaba desbordado, habrias podido creerte en un dispensario en tiempo de guerra. No se cuantas puertas empujamos hasta que Ruth se inmovilizo en un umbral y nos indico con un gesto a Helene y a mi que la imitaramos. Ella le habia visto, queria hacer durar aquel instante en que ella le veia sin que el la viese. Habia una veintena de camas y ella nos senalo la de Tom. Con los ojos abiertos, el miraba hacia delante. Era un tipo macizo, con el pelo al rape, el torso desnudo y vendado. No sabia que Ruth estaba alli, pero sobre todo no sabia que estaba viva, se encontraba en la misma situacion que ella la vispera. Por fin, Ruth se acerco. Entro en el campo de vision de Tom. Se quedaron un momento frente a frente sin decir nada, el recostado en las almohadas, ella de pie a los pies de la cama, y despues ella se lanzo a sus brazos. Todo el mundo en la sala les miraba, muchos empezaron a llorar. Sentaba bien llorar por el encuentro de un hombre y una mujer que se amaban y se creian muertos. Era bueno ver que se miraban y se tocaban con aquel embeleso. Tom tenia hundida la caja toracica y un pulmon perforado, su estado era grave pero le cuidaban bien. Tenia en la cabecera una novela manoseada de espionaje, en ingles, algunas latas de cerveza y un racimo de uvas, y todo ello se lo habia llevado un viejecito desdentado al que Tom no conocia pero que velaba por el y todos los dias desde su llegada le hacia aquel genero de ofrendas. El viejecito estaba alli, modestamente sentado en el borde de la cama. Tom le presento a Ruth, que le beso con gratitud. Despues ella nos acompano a Helene y a mi hasta el aparcamiento del hospital, donde nos esperaban los demas. Se despidio de todos. En cuanto Tom estuviera en condiciones de viajar, volverian a Escocia. Para ellos, la historia terminaba bien.

Ya he dicho que Helene perdio en el regreso el papel donde habia apuntado la direccion de Ruth y Tom. No sabiamos su apellido, parece por tanto dificil saber que habra sido de ellos. Han pasado tres anos en el momento en que escribo esto. Si se han atenido a sus planes, deben de vivir en la casa que Tom ha construido con sus manos y habran tenido un hijo, quiza dos. ?Hablan algunas veces de la ola? ?De aquellos dias terribles en que los dos creyeron que el otro habia muerto y que la vida del superviviente quedaba sepultada? ?Formamos parte de su relato como ellos forman parte del nuestro? ?Que recuerdan de nosotros? ?Nuestros nombres? ?Nuestras caras? Yo he olvidado las suyas. Helene me dice que Tom tenia los ojos muy azules y que Ruth era guapa. A veces piensa en ellos, y su evocacion se resume en esperar con todo su corazon que sean felices y envejezcan juntos. Por supuesto, al esperar esto piensa mas bien en nosotros.

De la embajada de Francia en Colombo nos mandaron a la Alianza Francesa, habilitada como centro de acogida y celula de apoyo para los turistas siniestrados. Habian extendido colchones en las aulas y colocado en un tablero en la entrada una lista de desaparecidos que se alargaba continuamente. Unos psiquiatras ofrecian sus servicios. Docilmente, Delphine accedio a ver a uno, que despues comunico su inquietud a Helene: Delphine sobrellevaba demasiado bien el golpe, se prohibia a si misma flaquear, el derrumbamiento cuando regresara seria aun mas rotundo. Habia algo irreal, anestesiante, en aquella atmosfera de cataclismo, pero pronto la realidad la atraparia. Helene movia la cabeza, sabia que el psiquiatra tenia razon. Pensaba en la habitacion de la nina, alla en Saint-Emilion, en el momento en que Delphine cruzase la puerta. Para posponerlo, casi habriamos preferido no volver, no de inmediato, no todavia, estar todos juntos un poco mas en el ojo del ciclon, pero ya se organizaba el retorno, se hablaba de la plazas disponibles en un avion que despegaria a la manana siguiente. Jerome pidio que le llevaran, esta vez solo, al hospital adonde habian trasladado el cuerpo de Juliette. A su regreso, dijo a Delphine que estaba bonita, nada danada, y despues le dijo a Helene, sollozando, que le habia mentido a Delphine: a pesar de la camara frigorifica, Juliette se descomponia. Su hijita se descomponia. Hubo despues todo un embrollo respecto a la incineracion. Delphine y Jerome querian l levarse con ellos el cuerpo, pero no querian un entierro. Cuando todo se vuelve totalmente insoportable, sucede algo, un detalle, aun mas insoportable que todo lo demas: para ellos era la imagen de un pequeno feretro. No querian seguir al ataud de su hija. Preferian que la incinerasen. Les explicaron que no era posible: por motivos sanitarios, el cuerpo debia ser repatriado en un feretro recubierto de plomo que despues no se podia abrir ni quemar. Si se la llevaban, habria que enterrarla. La otra solucion, si querian incinerarla, era hacerlo alli mismo. Al final de una discusion larga y encrespada, fue la solucion a la que se resignaron. Era ya de noche, Jerome y Philippe se fueron al hospital, volvieron mucho mas tarde con una botella de whisky de la que ya se habian bebido la mitad y que nosotros terminamos, y despues seguimos bebiendo en un restaurante que ellos conocian y donde cenaban ritualmente la primera noche de cada estancia en Sri Lanka. Cuando llego la hora del cierre, el dueno accedio gustoso a vendernos otra botella. Nos ayudo a aguardar sin acostarnos la hora de embarcar en el avion, al que subimos borrachos y donde nos dormimos de inmediato.

De aquella ultima noche en Colombo conservo un recuerdo de huida alocada, despavorida. En un momento se oficio una ceremonia budista y al momento siguiente ya habia concluido, la incineracion se hizo a la carrera, un sucio trabajo que no deseo a nadie, despues del cual solo queda emborracharse y largarse. Podriamos habernos

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