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Brunetti reprimio el deseo de subir con los demas a la lancha de la policia, ir al hospital y, de alli, a la questura, porque comprendio que era senal de cobardia. Quiza era el trallazo de terror que sintio al ver el cadaver del muchacho, o quiza, su admiracion por la incomoda integridad de Moro padre: lo cierto era que algo impulsaba a Brunetti a tratar de visualizar mejor las circunstancias de la muerte del muchacho. Los suicidios eran cada vez mas numerosos entre los jovenes: Brunetti habia leido que, con regularidad casi matematica, aumentaban en epocas de prosperidad economica y disminuian en los malos tiempos, hasta casi desaparecer durante las guerras. El suponia que su propio hijo estaba tan expuesto a las neuras de la adolescencia como cualquiera, que su moral subia y bajaba con las fluctuaciones de sus hormonas, de su popularidad o de sus resultados academicos. La idea de un Raffi suicida era inconcebible, pero lo mismo debian de pensar todos los padres.

Mientras no hubiera indicios de que la muerte del chico no se debia a un suicidio, Brunetti no estaba autorizado a interrogar a nadie respecto a cualquier otra posibilidad, ni a los companeros de clase ni, mucho menos, a sus padres. Ello supondria, ademas de una curiosidad morbosa de la peor especie, un flagrante abuso de autoridad. Admitiendolo asi, salio al patio de la academia y con el telefonino que hoy habia recordado traer, llamo a la signorina Elettra a la questura por la linea directa.

Cuando ella contesto, Brunetti le dijo donde se encontraba y le pidio que buscara en la guia telefonica la direccion de Moro, que el suponia que debia de estar en Dorsoduro, aunque no recordaba por que asociaba al hombre con este sestiere.

Ella no hizo preguntas, le dijo que aguardara y, al cabo de un momento, le informo de que el numero no figuraba en la guia. Transcurrido otro minuto, o quiza dos, la joven le dio la direccion de Dorsoduro. Le pidio que aguardase y luego le dijo que la casa se encontraba en el canal que discurre frente a la iglesia de la Madonna della Salute.

– Tiene que ser la que esta al lado de la casa baja de ladrillo que tiene muchas flores en la terraza -dijo.

Brunetti le dio las gracias, volvio a subir a los dormitorios del ultimo piso y recorrio el aun desierto pasillo, leyendo los apellidos que figuraban en los rotulos al lado de las puertas. Lo encontro al final: Moro/Cavani. Abrio la puerta sin llamar y entro. La habitacion, al igual que la de Ruffo, estaba limpia, casi aseptica: literas y, frente a ellas, dos pequenos escritorios, sin nada encima. Con un boligrafo que saco del bolsillo interior de la chaqueta, abrio el cajon del escritorio mas proximo. Utilizando la punta del boligrafo, abrio la libreta que estaba dentro. En el reverso de la tapa vio el nombre de Ernesto. Las hojas estaban cubiertas de formulas matematicas, trazadas con firme escritura vertical. Empujo la libreta al fondo del cajon y abrio la que estaba debajo, que contenia ejercicios de ingles.

Cerro el cajon y dedico su atencion al armario, situado entre los dos escritorios. En una de las puertas estaba el nombre de Moro. Brunetti la abrio presionando por debajo con el pie. Dentro habia dos uniformes en bolsas de tintoreria, una cazadora de tela tejana y una americana de tweed marron. En los bolsillos no encontro mas que unas monedas y un panuelo sucio.

En la estanteria no habia nada mas que libros de texto. No se sintio con animo de examinarlos uno a uno. Paseo una ultima mirada por la habitacion y se fue, tomando la precaucion de cerrar la puerta enganchando el boligrafo en el picaporte.

En la escalera encontro a Santini y le dijo que examinara la habitacion de Moro. Despues salio de la escuela y bajo hasta la orilla del Canale della Giudecca. Torcio a la derecha y echo a andar por la Riva, con intencion de tomar el vaporetto. Mientras caminaba, contemplaba los edificios del otro lado del canal: Nico's Bar y, encima, un apartamento en el que habia pasado muchos ratos antes de conocer a Paola, la iglesia de los Gesuati, que en tiempos habia tenido de parroco a un hombre bueno, el antiguo Consulado Suizo, ahora sin la bandera. ?Hasta los suizos nos han abandonado?, penso. Mas alla estaba el Bucintoro, de donde hacia tiempo que habian desaparecido las largas y estrechas embarcaciones, expulsadas por el dinero de los Guggenheim, y los remeros venecianos habian tenido que ceder el sitio a nuevas tiendas para turistas. Vio venir un barco de Redentore y apreto el paso hacia el imbarcadero de Palanca, para regresar al Zattere. Al desembarcar, miro el reloj y comprobo que, en realidad, no se tardaba ni cinco minutos en hacer la travesia desde la Giudecca. Aun asi, la otra isla seguia pareciendo le, como le habia parecido siempre, mas remota que las Galapagos.

Aun menos de cinco minutos tardo en salir al amplio campo que rodea la Madonna della Salute, y alli encontro la casa. Una vez mas, tuvo que vencer el impulso de retrasar la visita, y Ilamo al timbre. Dio su nombre y titulo a la mujer que contesto.

– ?Que desea? -pregunto ella.

– ?Podria hablar con el dottor Moro? -dijo el comisario, enunciando por lo menos el mas inmediato de sus deseos.

– No puede ver a nadie -respondio la mujer secamente.

– Ya lo he visto antes -dijo Brunetti y, con la esperanza de que ello diera mas fuerza a su peticion, puntualizo-: En la escuela. -Espero el efecto que pudieran tener esas palabras en la mujer, y agrego-: Es necesario que hable con el.

Ella emitio un sonido, que fue ahogado por el zumbido del dispositivo electrico de apertura de la puerta, por lo que Brunetti no llego a comprobar su naturaleza. Empujo la puerta, cruzo rapidamente un vestibulo y se paro al pie de una escalera. Arriba se abrio una puerta y una mujer alta salio al rellano.

– Suba -dijo.

Cuando Brunetti llego arriba, ella dio media vuelta, lo hizo pasar al apartamento, cerro la puerta a su espalda y se volvio hacia el. El comisario vio con sorpresa que, si bien algo mas joven que el, la mujer tenia el pelo -que llevaba cortado a ras de los hombros- completamente blanco, en fuerte contraste con ?a tez, oscura como la de una arabe, y con los ojos mas negros que Brunetti habia visto nunca.

Ella le tendio la mano:

– Soy Luisa, la prima de Eernando.

Brunetti estrecho la mano y repitio su nombre y cargo.

– Comprendo que es un momento terrible -empezo, tratando de decidir cual podia ser el mejor tono que emplear con ella. La mujer mantenia una postura rigida, con la espalda tan erguida como si le hubiesen ordenado arrimarse a una pared, y le miraba a los ojos mientras hablaba. Como Brunetti no agregara nada a ese topico, ella pregunto:

– ?Que desea saber?

– Me interesa preguntarle cual era el estado de animo de su hijo.

– ?Por que? -inquirio ella. Brunetti, que creia que la razon tenia que ser evidente, se sorprendio de la vehemencia con que la mujer hizo la pregunta.

– En un caso como este -empezo el evasivamente-, es necesario saber todo lo posible acerca de la actitud y el comportamiento de la persona, si daba alguna senal…

– ?De que? -corto ella, sin disimular la indignacion, o el desden-. ?De que iba a matarse? -Antes de que Brunetti pudiera responder, prosiguio-: SI es eso lo que quiere decir, digalo, por Dios. -Tampoco ahora espero respuesta-. La idea es ridicula. Repugnante. Ernesto nunca se hubiera matado. Era un chico sano. Es un insulto sugerirlo siquiera. -Cerro los ojos y apreto los labios, tratando de dominarse.

Antes de que Brunetti pudiera decir que el no habia hecho insinuacion alguna, el dottor Moro aparecio en la puerta.

– Ya basta, Luisa -dijo en voz baja-. No digas mas.

Aunque habia hablado el hombre, Brunetti observaba a la mujer. La rigidez de su postura desaparecio cuando su cuerpo se volvio hacia su primo. Ella levanto una mano, pero sin tratar de tocarlo. Movio la cabeza de arriba abajo y, desentendiendose de Brunetti, dio media vuelta. El la vio alejarse por el pasillo y desaparecer por una puerta del fondo.

Cuando se quedaron a solas, Brunetti fijo su atencion en el doctor. Aunque sabia que era imposible, le parecio

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