que Moro habia envejecido diez anos durante el breve periodo transcurrido desde que lo habia visto marchar. Tenia la cara palida y los ojos apagados y enrojecidos por el llanto, pero era en su figura donde Brunetti percibia un cambio mas acusado, porque se habia encorvado como la de un anciano.

– Perdone que venga a importunarlo en este momento, dottore -empezo-, pero confio en que, si ahora me permite hablar con usted, no tenga que volver a molestarlo. -Incluso a Brunetti, versado como estaba en las artes de la falacia profesional, la excusa le sonaba forzada y artificial, y comprendia que lo distanciaba del otro hombre y de su dolor.

Moro agito la mano derecha en el aire, en un ademan que tanto podia ser de rechazo como de aceptacion. Cruzo los brazos oprimiendose el estomago y bajo la cabeza.

– Dottore -prosiguio Brunetti-, ?durante los ultimos dias o semanas, su hijo le dio algun motivo para sospechar que pudiera estar planteandose semejante idea? -Moro aun tenia la cabeza inclinada, por lo que Brunetti no podia verle los ojos, ni siquiera saber si el medico le prestaba atencion. Agrego-: Dottore, comprendo lo duro que esto tiene que ser para usted, pero necesito esa informacion.

Sin levantar la mirada, Moro dijo:

– No lo creo.

– ?Como?

– No creo que comprenda lo duro que es.

Esta verdad hizo enrojecer a Brunetti. Cuando se le enfrio la cara, Moro seguia sin mirado. Al cabo de lo que a Brunetti le parecio mucho rato, el medico alzo la cabeza. No tenia lagrimas en los ojos y su voz era tan serena como cuando habia hablado a su prima:

– Le ruego que se marche, comisario. -Brunetti fue a protestar, pero el medico le atajo levantando la voz, aunque sin abandonar su tono sereno e impersonal-. Por favor, no discuta conmigo. No tengo nada que decirle. Ni ahora ni en el futuro. -Deshizo la postura protectora de sus brazos y los dejo caer a cada lado del cuerpo-. No tengo nada mas que decir.

Brunetti comprendia que seria inutil insistir ahora, pero tambien sabia que volveria y que repetiria la pregunta, cuando el doctor hubiera tenido tiempo de superar la fase mas aguda de su dolor. Desde que se habia enterado de la muerte del muchacho, Brunetti sentia el deseo de saber si aquel hombre tenia otros hijos, pero no se atrevia a preguntar. Tenia la impresion, basada en pura teoria, de que su existencia siempre podia ser un consuelo, aunque limitado. Trato de ponerse en el lugar de Moro y adivinar el solaz que encontraria el en la supervivencia de uno de sus hijos, pero su mente se resistia a plantear siquiera tal horror. Ante la sola idea, una fuerza mas poderosa que el tabu le nublaba la mente. Y Brunetti, sin atreverse a tender la mano ni a decir una palabra mas, salio del apartamento.

En la parada de la Salute, tomo el Uno hasta San Zacearia y se encamino hacia la questura. Ya estaba cerca cuando un grupo de adolescentes, dos chicos y tres chicas, bajaron en cascada por el Ponte dei Greci y fueron hacia el, cogidos del brazo, lanzando risas al aire. Brunetti se paro en medio de la acera, para dejarse arrollar por aquella ola de juventud exuberante. Al llegar junto a el, los jovenes lo sortearon dividiendose como las aguas del mar Rojo. Brunetti estaba seguro de que, en realidad, ni se habian fijado en su persona: el no era mas que un obstaculo estacionario que salvar.

Las chicas llevaban sendos cigarrillos en la mano. Normalmente, cuando veia fumar a los jovenes, Brunetti sentia el deseo de decirles que, si en algo estimaban su salud y bienestar, lo dejaran. Pero hoy se volvio a mirarlos, invadido por una reverencia casi religiosa por su juventud y su alegria.

Cuando llego a su despacho, el sentimiento se habia desvanecido. Encima de la mesa encontro el primero de los muchos formularios que generaba un caso de suicidio. No se molesto en llenarlo. Hasta que tuviera el informe de Venturi no sabria como debia proceder.

Llamo a la oficina de agentes, pero ni Vianello ni Pu-cetti estaban. Marco la extension de la signorina Elettra y le pidio que iniciara una busqueda exhaustiva, por todas las vias a su alcance, oficiales y extraoficiales, de informacion acerca de las actividades de Fernando Moro, tanto en su calidad de medico como en la de miembro del Parlamento. Ella dijo que ya habia empezado a buscar y que aquel mismo dia tendria algo para el.

La idea del almuerzo le desagradaba: comer le parecia una extravagancia incongruente. Sentia un vivo deseo de ver a su familia, pero comprendia que en su actual estado de animo se mostraria tan solicito que les haria sentirse incomodos. Llamo a Paola y le dijo que no podria ir a almorzar, que un imprevisto lo retenia en la questura, y que si, si, comeria algo y estaria en casa a la hora de todos los dias.

– Espero que no sea algo muy malo -dijo Paola, dandole a entender que habia captado el tono, a pesar de que el se habia esforzado por hablar con naturalidad.

– Hasta luego -dijo, resistiendose a decirle lo ocurrido-. Un beso a los chicos de mi parte -agrego antes de colgar.

Se quedo sentado a su escritorio, sin moverse, unos minutos; luego se acerco unos papeles y se puso a leerlos. Entendia cada palabra pero no estaba seguro de comprender lo que querian decir. Los aparto a un lado, volvio a acercarlos y los leyo otra vez. Ahora las frases tenian sentido, pero no comprendia por que debia uno encontrar importante su mensaje.

Fue a la ventana y contemplo la grua que montaba guardia permanente en la iglesia y en la restauracion que aun no habia empezado. El habia leido, o le habian dicho, cuanto costaba diariamente a la ciudad mantener las gruas, igualmente inmoviles, que se alzaban sobre el solar del teatro de la opera. ?Adonde iba todo aquel dinero?, se preguntaba. ?Quien cosechaba los enormes beneficios de tanta inactividad? Distraidamente, para ocupar la mente en cuestiones ajenas a la muerte de los jovenes, empezo a hacer calculos someros. Si las gruas costaban cinco mil euros al dia, la ciudad pagaba casi dos millones de euros por tenerlas alli durante un ano, tanto si funcionaban como si no. Estuvo un rato en la ventana, mientras los numeros bullian en su cabeza con una actividad mucho mayor que la que habian desplegado aquellas gruas en largo tiempo.

Bruscamente, se volvio de espaldas a la ventana y regreso a la mesa. No tenia llamadas que hacer, de modo que abandono el despacho, bajo la escalera y salio de la questum. Se fue al bar que estaba al pie del puente, donde tomo un panino y una copa de vino tinto, mientras dejaba desfilar ante sus ojos las palabras del diario.

6

Aunque lo demoro todo lo que pudo, al fin Brunetti no tuvo mas remedio que regresar a la questura. Entro en la oficina de agentes en busca de Vianello, al que encontro alli en compania de Pucetti. Este ultimo fue a levantarse, pero Brunetti lo detuvo con un ademan. En la oficina no habia mas que otro agente, en una mesa apartada, hablando por telefono.

– ?Tienen algo? -pregunto el comisario.

Pucetti miro a Vianello, sentado frente a el, reconociendole la preferencia en hacer uso de la palabra.

– Lo he llevado a su casa -empezo el inspector-, pero no me ha dejado entrar. -Se encogio de hombros-. ?Y usted, comisario?

– He hablado con Moro y con una prima que estaba en la casa. Ella ha dicho que el chico no ha podido suicidarse. Parecia muy segura. -Algo impidio a Brunetti decir a los dos hombres lo facil que habia sido para Moro echarlo de su casa.

– ?Una prima, dice? -pregunto Vianello, imitando el tono neutro de su superior.

– Eso me ha dicho. -En todos ellos, cavilaba Brunetti, se habia instalado el habito de ponerlo todo en cuarentena, de buscar el minimo comun denominador moral posible. Se pregunto si existiria una especie de ecuacion psicologica que correlacionara anos de servicio en la policia con la incapacidad de confiar en la bondad humana. Y si era posible, o durante cuanto tiempo seria posible, ir y venir entre su mundo profesional y su mundo particular sin introducir en este la contaminacion de aquel.

Entonces se dio cuenta de que Vianello acababa de hablar.

– ?Como dice?

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