– Weisz -apunto la mujer-. Es periodista.
Todos los de la mesa asintieron. La eleccion obvia. Carlo Weisz era corresponsal, habia trabajado en el
– ?Donde esta esta manana? -pregunto el abogado.
– En alguna parte de Espana -repuso Salamone-. Lo han enviado para escribir acerca de la nueva ofensiva de Franco. Tal vez la ofensiva final: la guerra espanola agoniza.
– Es Europa la que agoniza, amigos mios.
El comentario provenia de un empresario adinerado -con mucho el donante mas generoso- que rara vez hablaba en las reuniones. Habia huido de Milan y se habia instalado en Paris hacia unos meses, despues de que entraran en vigor en septiembre las leyes antisemitas. Sus palabras, pronunciadas con discreto pesar, impusieron un momento de silencio, pues tenia razon y ellos lo sabian. Ese otono habia sido funesto en el continente: los checos claudicaron en Munich a finales de septiembre y luego, la segunda semana de noviembre, un Hitler envalentonado habia desatado la Kristallnacht, haciendo anicos los escaparates de los comercios judios en toda Alemania, arrestando a destacadas figuras de la comunidad hebrea, perpetrando espantosas humillaciones en las calles.
Al cabo Salamone, en voz baja, dijo:
– Es cierto, Alberto, no se puede negar. Y ayer nos toco a nosotros, nos atacaron, nos han dicho que cerremos el pico si sabemos lo que nos conviene. Pero, asi y todo, este mismo mes habra ejemplares del
En Espana, el 23 de diciembre, una hora despues de que amaneciera, los canones de los nacionales efectuaron la primera descarga. Carlo Weisz, tan solo medio dormido, la oyo, y la sintio. Probablemente estaban a unos kilometros al sur. En Mequinenza, donde el Segre confluye con el Ebro. Se levanto, se libero de la capelina impermeable con la que habia dormido y salio por la entrada -la puerta habia desaparecido hacia tiempo- al patio del monasterio.
Un amanecer de El Greco: una imponente nube gris se elevaba en el horizonte, tenida de rojo por los primeros rayos de sol. Mientras miraba, unos fogonazos titilaron en la nube y, al momento, unas detonaciones, similares al retumbar del trueno, remontaron el Segre. Si, estaban en Mequinenza. Les habian dicho que se prepararan para una nueva ofensiva, la campana de Cataluna, justo antes de Navidad. Bueno, pues alli estaba.
Con la intencion de avisar a los demas, volvio a la habitacion en la que habian pasado la noche. En su dia, antes de que llegara la guerra, la estancia habia sido una capilla. Ahora las altas y estrechas ventanas estaban ribeteadas de fragmentos de vidrieras, mientras que el resto relucia por el suelo. Ademas habia agujeros en el techo y una de las esquinas habia saltado por los aires. En algun momento sirvio de carcel para prisioneros, cosa que resultaba evidente por los garabatos que se apreciaban en el enlucido de las paredes: nombres, cruces coronadas con tres puntos, fechas, suplicas para no caer en el olvido o una direccion sin ciudad. Hizo las veces de hospital de campana, como atestiguaban un monton de vendas usadas apiladas en un rincon y las manchas de sangre en la arpillera que cubria los viejos jergones de paja.
Sus dos companeros ya estaban despiertos: Mary McGrath, del
– Parece que han empezado -comento la corresponsal.
– Si -convino Weisz-. Estan en Mequinenza.
– Sera mejor que nos pongamos en marcha -dijo Navarro en espanol.
Reuters ya habia enviado antes a Weisz, ocho o nueve veces desde 1936, y esa era una de las frases que aprendio nada mas llegar.
Weisz se arrodillo junto a su mochila, cogio una petaca de tabaco y un librillo de papel de fumar -se habia quedado sin Gitanes hacia una semana- y se puso a liar un cigarrillo. Durante unos meses aun tendria cuarenta anos, era de estatura mediana, delgado y fuerte, y tenia el cabello largo y oscuro, no del todo negro, que se echaba hacia atras con los dedos cuando le caia por la frente. Habia nacido en Trieste y, al igual que la ciudad, era medio italiano, por parte de madre, y medio esloveno -Eslovenia fue tiempo atras austriaca, de ahi el apellido- por parte de padre. De su madre habia heredado un rostro florentino ligeramente afilado, de facciones duras, unos ojos inquisitivos, una tez levemente cenicienta y llamativa: un rostro noble tal vez, un rostro habitual en los retratos renacentistas. Aunque no del todo. Estaba tocado por la curiosidad y la compasion; no era un rostro iluminado por la codicia de un principe o el poder de un cardenal. Weisz retorcio un extremo del cigarrillo, se lo llevo a los labios y encendio un chisquero, que daba lumbre aunque soplara el viento.
Navarro, que llevaba la tapa del delco con los cables colgando -el metodo mas seguro para que un vehiculo siguiera en su sitio por la manana-, fue a arrancar el coche.
– ?Adonde nos lleva? -le pregunto Weisz a McGrath.
– Dijo que a unos kilometros al norte. Cree que los italianos controlan la carretera al este del rio. Puede ser.
Iban en busca de una brigada de voluntarios italianos, lo que quedaba del Batallon Garibaldi, ahora parte del 5.° Cuerpo del Ejercito Popular. En un principio el Batallon Garibaldi, junto con los batallones Thaelmann y Andre Marty, aleman y frances respectivamente, constituian la XII Brigada Internacional, los ultimos restos de las unidades de voluntarios extranjeros que habian acudido en ayuda de la Republica. Pero en noviembre el bando republicano desmovilizo al grueso de este contingente. Una compania italiana habia decidido seguir luchando, y Weisz y Mary McGrath iban tras la noticia.
«Arrojo ante una derrota casi segura.» Porque el gobierno republicano, despues de tres anos de guerra civil, solo conservaba Madrid, sitiada desde 1937, y la esquina nororiental del pais, Cataluna, motivo por el cual el gobierno se habia trasladado a Barcelona, a unos ciento treinta kilometros de las estribaciones que se alzaban sobre el rio.
McGrath enrosco el tapon de la cantimplora y encendio un Old Gold.
– Despues -continuo-, si los encontramos, iremos a Castelldans a enviar un cable.
Castelldans, una localidad situada al norte que hacia las veces de cuartel general del 5.° Cuerpo del Ejercito Popular, contaba con un servicio de radiotelegrafia y un censor militar.
– Tiene que ser hoy sin falta -contesto Weisz.
Las descargas de artilleria provenientes del sur se habian intensificado, la campana de Cataluna habia dado comienzo y tenian que enviar noticias lo antes posible.
McGrath, una corresponsal cuarentona, le respondio con una sonrisa complice y miro el reloj.
– Es la una y veinte en Chicago. Lo publicaran para la tarde.
Aparcado junto a una pared en el patio habia un vehiculo militar. Mientras Weisz y McGrath observaban, Navarro solto el hierro del capo y retrocedio cuando se cerro de golpe, luego ocupo el asiento del conductor y provoco una serie de explosiones -bruscas y ruidosas, el motor carecia de silenciador- y una columna de humo negro. El ritmo de las explosiones fue ralentizandose a medida que Navarro le daba al estarter. A continuacion se volvio con una sonrisa triunfal y les indico que se subieran.
Era el coche de un oficial frances, de color caqui, aunque descolorido hacia tiempo a causa del sol y la lluvia. El coche habia participado en la Gran Guerra y, veinte anos despues, habia sido enviado a Espana a pesar de los tratados de neutralidad europeos:
Cuando salian, un hombre con habito de monje aparecio en el patio y se los quedo mirando. No tenian idea de que hubiese alguien en el monasterio. Estaria escondido. Weisz lo saludo con la mano, pero el hombre se limito a