Se callo cuando ella le rodeo la cara con las manos y le dio un beso en los labios.
– Perdonado -dijo la joven-. Y, ahora, ven conmigo.
– ?Adonde?
– Kamal -dijo unicamente Sarah-. La Czerny lo tiene en su poder…
En los dos patios interiores se habia desatado una lucha salvaje. En las zonas situadas mas hacia el oeste, tambien habian aparecido de pronto soldados que habian escalado temerariamente la roca que ascendia casi en vertical. Otros combatientes, entre los que se contaba Hingis, habian subido con la red despues de asaltar a los que bajaban en ella y dar la senal de que los remontaran. Y, una vez controlada la torre del elevador, no habian dejado de subir mas y mas, de manera que los esbirros de la Hermandad pronto habian quedado en minoria.
Mirara donde mirara, Sarah veia caer luchadores vestidos de negro que habian sido abatidos. Delante del refectorio estallo una carniceria cruenta cuando un peloton de lacayos de la condesa se abalanzo con sus punales relucientes contra un grupo de soldados. El tintineo de las armas y los gritos de los hombres llegaban hasta Sarah y Hingis, que avanzaban agachados junto al muro con la esperanza de que no los alcanzara una de las balas que surcaban silbando el aire.
Sarah no cabia en si de gozo por ver al amigo con vida. Eso la animaba, le daba nuevas fuerzas y calmaba el malestar y la debilidad. Le relato a toda prisa la curacion de Kamal y la muerte por tortura de Polifemo, y una ira salvaje parecio apoderarse del suizo, por lo general impasible. Empunando la pistola que le habian dado sus aliados griegos, avanzo a hurtadillas por detras de Sarah, decidido a hacerselo pagar a la persona responsable, que habia puesto cobardemente los pies en polvorosa.
De nuevo se produjo un intenso intercambio de disparos entre los griegos, a un lado, y los esbirros de la Hermandad al otro, y Sarah y Hingis se vieron obligados a buscar refugio tras una roca. Durante un breve alto el fuego, Sarah se atrevio a salir del escondrijo y paseo la mirada por el patio: ni rastro de la condesa ni de Cranston.
– Han desaparecido -senalo enfurecida-. Como si se los hubiera tragado la tierra.
– No pueden estar muy lejos -grito Hingis para superar el clamor de balas que habia vuelto a estallar, y tosio cuando una nube de polvora quemada los alcanzo-. Los soldados controlan el elevador. No pueden huir.
– Lo se -dijo Sarah, pero no estaba muy segura.
Aunque Ludmilla de Czerny era su enemiga y, en muchos sentidos, su contraria, tambien se le parecia en cierto modo. Por eso Sarah sabia que la condesa no se dejaria vencer tan facilmente y que, en cualquier caso, escondia un as en la manga…
– ?Alli! -grito de repente Hingis senalando la cara este del farallon, donde el patio limitaba con un edificio alto y perpendicular, alrededor de cual transcurria un camino angosto limitado por un muro que llegaba a la altura de las rodillas.
Detras, Sarah diviso algo que le arranco un grito sordo: las formas redondas de un globo aerostatico que se elevaba con una lentitud majestuosa hacia el cielo de color gris acero.
– ?No!
Haciendo caso omiso de la lluvia de balas que seguia colmando el aire porque el ultimo reducto de sectarios se habia atrincherado debajo del
Al ver el globo, Sarah se habia dado cuenta subitamente de cual era el as que escondia la condesa. Comprendio que la resistencia que ofrecian con obediencia ciega los peones de aquella mujer tenia como unica finalidad cubrirle la retirada. Todo en ella pugnaba por no consentir que la causante de tanta desgracia huyera.
– ?Espera! -grito, terriblemente furiosa, mientras veia elevarse el globo, cuya esfera, formada por tiras de tela azules y blancas, y cubierta con una red de malla estrecha, casi podia verse entera por encima del edificio-. ?No escaparas, vibora!…
Habia llegado al edificio y ya torcia por la callejuela que conducia hacia el globo cuando alguien le cerro el paso empunando un revolver cuyo canon la apuntaba.
– ?Cranston! -exclamo sin aliento.
– Exacto. La condesa me ha encargado que le comunique que aqui acaba su camino -la informo el medico con una insolencia de lo mas arrogante.
– Digale a esa zorra que se vaya a la mierda -contesto Sarah, prescindiendo del vocabulario de una lady y empleando la jerga que de nina habia pillado al vuelo en las cantinas de los puertos de Nueva York y Shanghai.
Cranston no reacciono a la provocacion. Una sonrisa sadica se dibujo en su semblante mientras doblaba el dedo sobre el gatillo con gozosa lentitud.
En ese momento llego Hingis, empunando tambien su arma. Durante una milesima de segundo, Cranston se distrajo y no supo a quien de los dos debia apuntar. Entonces Sarah actuo.
Rapidamente cogio impulso y esgrimio el sable. El acero golpeo una vez en el aire, pero luego le atraveso el pecho a Horace Cranston.
El medico se estremecio y retrocedio tambaleandose. Su arma se disparo, pero erro el tiro y la bala partio sin rumbo fijo. La camisa blanca y radiante de Cranston se tino de rojo por debajo de la casaca y su rostro expreso la mas absoluta incredulidad. El revolver le resbalo de las manos, asio con manos temblorosas el sable que llevaba a la altura del pecho y lo desenvaino. El acero tintineo al caer al suelo y Cranston choco de espaldas contra el muro bajo.
– Usted…, usted ha… -fue todo lo que consiguio decir en su aturdimiento.
– Yo le hice un juramento, ?recuerda? -le pregunto Sarah.
Se le acerco y, mientras el aun la miraba despavorido, le dio un fuerte empujon que lo lanzo por encima del pretil hacia el profundo abismo.
– Vamos -la exhorto Hingis.
Los dos siguieron la callejuela que rodeaba el edificio hasta una puerta que estaba abierta y conducia a una plataforma escarpada de roca. Tenia forma de cuadrante. Alli, a unos cinco metros del suelo, estaba suspendido el globo. Habian descolgado una escalerilla de cuerda por la que probablemente tenia que subir Cranston despues de haber ejecutado el asesinato. En aquel momento soltaron las amarras y tiraron el lastre, y el globo ascendio hacia las alturas.
En el cesto que colgaba del enorme objeto, Sarah vio a tres personas: a Ludmilla de Czerny, a uno de sus sirvientes encapuchados y al hombre por el que habia emprendido la larga odisea que la habia llevado de Londres a Praga y, finalmente, a las profundidades del Edades.
Kamal…
Vio su atletica figura, su porte orgulloso y su rostro, palido pero lleno de vida. Lo miro a los ojos oscuros y retrocedio aterrorizada.
Porque, incluso en la distancia, Sarah Kincaid se dio cuenta de que en el semblante de su amado no se reflejaba ninguna alegria al verla, ningun afecto, ninguna senal de que la reconocia.
– ?Kamal, no! -grito mientras el hombre al que pertenecia su corazon la miraba como un desconocido y el globo seguia elevandose en el cielo. La unica respuesta que obtuvo fue la