cabello gris en torno a su fino rostro y unos ojos extraordinarios. Por debajo de los pliegues de la capa, asomaban unas botas con lazos, pasadas de moda.
– Cassie nos ha dicho que se llama usted Kincaid y estabamos emocionadas, ?un escoces, como nosotras! Nos llamamos MacKenzie. Nuestro abuelo tenia una casa preciosa en Perthshire. -Las frases fluian de su boca sin parar-. En los buenos tiempos debio ser como Followdale. Me la imagino…
Kincaid, divertido, la interrumpio:
– ?Ya no viven en Escocia?
– Uy, no. Nuestro padre… bueno, eran tantos hermanos que tuvo que buscar un trabajo. Le dieron un empleo en Essex cuando era bastante joven. Estuvo de parroco en Dedham durante cuarenta anos antes de jubilarse. Pero todo eso parece tan lejos… -le sonrio, un poco nostalgica-. Emma y yo seguimos alli, aunque la rectoria la llevan otros. Criamos cabras. Unos animales maravillosos, ?no cree? Tan limpios, y la leche y el queso de cabra tienen buen mercado hoy en dia. Aunque papa nunca llego a aprobarlo. ?Y usted, senor Kincaid? ?De donde procede su familia?
– Soy inmigrante de segunda generacion, como ustedes. Mi padre se marcho de Edimburgo para Cheshire antes de que yo naciera, y se caso con una inglesa, asi que mis reservas ancestrales estaran bastante diluidas. Pero trateme…
– Me llamo Emma MacKenzie -intervino la mujer que Kincaid habia observado en el mostrador-. Y mi hermana, Penelope. -Le dio la mano con firmeza, secamente-. Encantada.
Con su cabello lacio, en forma de molde de puding, la chaqueta impermeable de hombre y aquella expresion impenetrable, le recordo a su maestro de escuela. El unico adorno de aquella mujer eran unos binoculos colgados del grueso cuello. Las hermanas Adefesias, las apodo, y luego se noto el rubor en el rostro.
– No creo que al senor Kincaid le apetezca oir toda la historia de nuestra familia, Penny. Y nosotras tenemos que irnos a prepararnos para el coctel.
Emma se despidio con un gesto y se llevo a su hermana con la delicadeza de un acompanante escolar.
– Senorita MacKenzie -la llamo el, cuando ya casi estaban en la puerta-, encantado de conocerla. Tal vez nos veamos en el coctel.
Ella lo recompenso con una sonrisa radiante.
Unos golpes en la puerta hicieron que Kincaid volviera en si y se diera cuenta de que en el balcon habia refrescado. Entro y abrio la puerta: era Sebastian Wade, que ya volvia a levantar los nudillos.
– Perdone -dijo Wade-, a veces me dejo llevar por el entusiasmo. He venido para ofrecerme para acompanarlo a la pequena reunion y ensenarle la casa, si es que no lo ha hecho Cassie.
– Me prometio una vuelta, pero no se llego a materializar. Me gustaria ver la casa.
– Bueno, ya vera lo que hay, distincion prefabricada con todo el confort moderno. ?Sale asi, estilo caballero informal de fin de semana? -Miro la camisa abierta de Kincaid y sus pantalones de pana.
– No, cojo la chaqueta -respondio Kincaid, dandose cuenta de que, tras tanto deliberar, habian tomado la decision por el. Y se dejo llevar como una concha a merced de las olas.
– Su suite -dijo Sebastian, en su parodia de guia- se llama Sutton Suite, porque desde el balcon tienes vistas sobre Sutton Bank. Muy sutil, ?verdad? Todas tienen nombres que asombran por lo imaginativos que son. Asi es mucho mas personal, le da un toque hogareno, como denominar una casa adosada de los suburbios «Chalet unifamiliar». Justo debajo esta la suite Thirsk, que actualmente ocupan nuestro prometedor diputado Patrick Rennie y su esposa Marta, con su cola de caballo y su lazo de terciopelo. Muy de campo. Poseen varias semanas a lo largo del ano.
Kincaid se hizo el nudo de la corbata ante el espejo del salon, se puso la chaqueta y palpo los bolsillos en busca de la cartera y las llaves.
– Esta manana -prosiguio Sebastian mientras cerraban la puerta y bajaban los tres peldanos hasta el vestibulo-, la suite de al lado de la suya, en este mismo piso, la Richmond, ha sido ocupada por Hannah Alcock, una cientifica o algo asi, que parece muy profesional y muy eficiente. Y guapa, ademas, flaca y filiforme, si es que a uno le gustan las mujeres que parecen inteligentes. -Y dirigio una mirada maliciosa a Kincaid.
– ?A usted no?
– Ah, si, a mi muchas mujeres me parecen esteticamente hermosas -respondio Sebastian con la taimada ambiguedad que Kincaid empezaba a reconocer-. La puerta a su derecha da al balcon sobre la piscina.
La abrio y le hizo un gesto para que pasara. Lo asalto una vaharada de olor a cloro, y su primera impresion de la pequena galeria fue que habia caido en un sueno mediterraneo de pacotilla. El suelo estaba cubierto de ladrillos rojos barnizados, lleno de plantas verdes por todos los rincones, y una barandilla negra de hierro forjado daba a la piscina de abajo.
– Que ingenioso, ?verdad? Un punto de vista privilegiado para ver a nuestros huespedes retozando alegremente en la piscina, nuestro mayor atractivo. Cuando los compradores nos visitan, funciona, se lo aseguro. A no ser que alguna huesped pese cien kilos y lleve un tanga.
Kincaid se echo a reir.
– No le parece que yo pueda ser el cliente ideal, ?verdad?
Sebastian lo observo, dejando de lado por un momento su tono mordaz.
– No, me da la impresion de que las apariencias no le seducen facilmente. Tal vez tenga otras debilidades. Pero usted no habria elegido este lugar, a menos que le hubieran regalado las vacaciones, ?no?
Kincaid reflexiono.
– No, tiene razon: es un lugar muy agradable, pero no lo habria escogido. Demasiado estructurado. Demasiado acogedor. Me siento un poco como un nino de campamentos.
– Si se porta bien, hay pastel de postre. Vamos, pues. Mas vale disfrutar a fondo de la experiencia, si no piensa repetir. -Sebastian volvio a ponerse profesional-. Hay unas escaleras traseras en el vestibulo del primer piso -le indico, senalando el lado opuesto al de Kincaid- que llevan a la puerta trasera de la piscina. Tambien hay una zona termal, justo debajo de nosotros. Se mantiene caliente y los chorros pueden abrirse cuando se quieren usar. A mi me gusta; es una de las ventajas del trabajo.
Kincaid se imagino que Sebastian Wade, en su continuo juego competitivo con la direccion, aprovechaba todas las ventajas del trabajo por principio.
Recorrieron el balcon y entraron en el vestibulo de enfrente, mas fresco.
– La estructura no es simetrica. -Sebastian senalo la parte trasera de la casa-. Esta suite la ocupan los Lyle, de Hertfordshire o algun sitio igual de aburrido. Un quisquilloso, antiguo militar, aunque no se diria, porque parece tonto de remate. Esta tarde me ha puesto la cabeza como un bombo hablando interminablemente sobre sus experiencias en Irlanda. Como si el solo hubiera derrotado el IRA. Pero yo dudo que se haya enfrentado a nada mas peligroso que el Cuerpo de Ingenieros.
Kincaid sonrio ante la idea de que Sebastian, con su indiscreta capacidad de observacion de los detalles, describiera a alguien como quisquilloso.
– En medio hay un estudio de dos pisos. De los Hunsinger, Maureen y John. Unos hippies retrogrados que tienen una tienda de productos naturales en Manchester. Llegaron la semana pasada con sus hijos sanisimos. - Sebastian miro inquisitivo a Kincaid-. Ya sabra que no todos los huespedes llegan y se marchan a la vez…
Se dirigieron por el vestibulo hacia el porche.
– Los Frazer, por ejemplo, de la suite de delante, ya llevan aqui una semana. Son padre e hija.
Kincaid espero la broma, pero no llego. Sebastian abrio la puerta que daba al porche, desviando la mirada.
– ?Como son? -pregunto Kincaid, curioso.
– Dejare que se forme una opinion por si solo -dijo Sebastian, un poco secamente. Tras un silencio incomodo, cedio-. Un divorcio asqueroso. Angela tiene solo quince anos y ha pagado los platos rotos. Ninguno de los dos la quiere, y ella lo sabe.
El tono falso habia desaparecido; hablaba con amargura.
Kincaid tuvo la impresion de que se habia asomado bajo el cascaron por segunda vez en aquella tarde. Un atisbo, sin embargo, que no iba a pasar de eso, pues Sebastian emprendio el descenso por las amplias escaleras hasta la entrada y continuo su monologo.