vestido chino a cuadros marrones hasta que la Sociedad de Acogida a los Refugiados le regalo dos vestidos de segunda mano, demasiado grandes incluso para las mujeres norteamericanas. La sociedad estaba formada por un grupo de ancianas misioneras pertenecientes a la Primera Iglesia Bautista China y, debido a sus regalos, mis padres no pudieron rechazar su invitacion para que se afilias en a la iglesia, como tampoco pudieron hacer caso omiso del consejo practico que les dieron aquellas senoras, a saber, que mejorasen su ingles mediante la clase de estudios biblicos los miercoles y, mas adelante, gracias a sus practicas en el coro los sabados por la manana. Asi fue como mis padres conocieron a los Hsu, los Jong y los St. Clair. Mi madre percibio que las mujeres de estas familias tambien dejaron atras tragedias inenarrables, en China, asi como esperanzas que ni siquiera sabian empezar a expresar en su fragil ingles; o, por lo menos, mi madre reconocio el aturdimiento en el semblante de aquellas mujeres y vio con que rapidez se movian los ojos cuando ella les explicaba su idea del Club de la Buena Estrella.
Mi madre atesoraba la idea de ese club desde la epoca de su primer matrimonio en Kweilin, antes de que llegaran los japoneses, y por ello considero el club como su historia de Kweilin, la historia que siempre me contaba cuando estaba aburrida, cuando no tenia nada que hacer, cuando habia fregado todos los cuencas y restregado dos veces la mesa de formica, cuando mi padre se dedicaba a leer el periodico y fumar un Pall Mall tras advertimos que no le molestaramos. En esas ocasiones mi madre sacaba una caja de viejos sueteres de esquiar, enviados por unos parientes de Vancouver a quienes nunca habiamos visto. Cortaba de un tijeretazo el borde de un sueter y extraia un crespo cabo de hilo, que ataba a un trozo de carton, y mientras empezaba a enrollar ritmicamente la lana, me contaba su historia. En el transcurso de los anos me conto siempre la misma historia, con excepcion del final, cada vez mas oscuro, que arrojaba largas sombras sobre su vida y, finalmente, tambien sobre la mia.
– Sonaba con Kweilin antes de haberla visto -empezaba a contar mi madre, hablando en chino-. Sonaba con los picos recortados que se alzaban a lo largo de un rio curvilineo, sus orillas cubiertas de un magico musgo verde. Las cumbres de aquellos picos estaban envueltas en blancas brumas, y si fueras capaz de deslizarte por aquel rio y alimentarte con el musgo, serias lo bastante fuerte para escalar la cima. Si resbalaras, caerias en un mullido lecho de musgo y te echarias a reir. Y una vez llegaras a la cima, podrias verlo todo y sentirias tal felicidad que te bastaria para no volver a preocuparte en toda tu vida.
»En China, todo el mundo sonaba con Kweilin, y cuando llegue alli comprendi cuan miseros eran mis suenos, cuan pobres mis pensamientos. Al ver las colinas me rei y estremeci al mismo tiempo. Los picos parecian gigantescas cabezas de pescado frito que trataran de saltar fuera de una tina de aceite. Detras de cada colina veia las sombras de otro pescado, y luego otro y otro. Entonces las nubes se movieron un poco y las colinas se convirtieron de repente en elefantes monstruosos que avanzaban en silencio hacia mi. ?Te lo imaginas? Y al pie de la colina habia cuevas ocultas, en cuyo interior colgaban jardines rocosos con las formas y colores de coles, melones, nabos y cebollas. Estas cosas eran tan extranas y hermosas que jamas podrias imaginarlas.
»Pero no fui a Kweilin para ver lo hermosa que era. El hombre que era mi marido nos llevo, a mi y a nuestros dos pequenos, porque creyo que alli estariamos a salvo. Era funcionario del Kuomintang, y tras alojamos en una pequena habitacion de una casa de dos plantas se marcho al noroeste, a Chungking.
»Sabiamos que los japoneses estaban ganando, aunque los periodicos decian lo contrario. Cada dia, a cada hora, millares de personas llegaban a la ciudad y atestaban las aceras, en busca de un sitio donde vivir. Procedian de todos los puntos cardinales, eran ricos y pobres, de Shanghai, de Canton, del norte, y no solo chinos, sino tambien extranjeros y misioneros de todas las religiones. Y no faltaban, por supuesto, el Kuomintang y sus funcionarios militares, los cuales se consideraban por encima de todo el mundo.
»Formabamos una poblacion de sobras mezcladas. De no haber sido por los japoneses, habrian existido muchos motivos para que aquellas gentes diferentes lucharan entre si. ?Te das cuenta? Gente de Shanghai con campesinos nortenos, banqueros con barberos, conductores de jinrikisha con refugiados birmanos. Todo el mundo miraba con desprecio a alguien. No importaba que compartieran la misma acera para escupir y padecieran la misma diarrea galopante. Todos despediamos el mismo hedor, pero cada uno se quejaba de que otro olia peor. En cuanto a mi, detestaba a los oficiales de las fuerzas aereas norteamericanas, los que hablaban con aquellos sonidos incomprensibles que me hacian enrojecer. Pero los peores eran los campesinos del norte, que se sonaban con las manos y luego manoseaban a la gente y transmitian a todo el mundo sus sucias enfermedades.
»Asi pues, comprenderas con que rapidez Kweilin perdio su belleza para mi. Ya no subia a las cumbres para exclamar: ?Que hermosas son estas colinas!, y solo me interesaba saber a cuales de ellas habian llegado los japoneses. Me sentaba en los rincones oscuros de mi casa, con un bebe en cada brazo, llena de nerviosismo, esperando. Cuando las sirenas anunciaban un bombardeo, mis vecinos y yo nos poniamos en pie de un salto y corriamos a las cuevas profundas para ocultamos como animales salvajes. Pero no puedes permanecer en la oscuridad durante mucho tiempo. Algo dentro de ti empieza a desvanecerse y entonces te vuelves como una persona hambrienta, desesperadamente ansiosa de luz. Hasta alli llegaba el estruendo de las explosiones, y luego el sonido de la lluvia de piedras. Ya no deseaba las coles ni los nabos del jardin rocoso colgante, y solo veia las entranas goteantes de una antigua colina que podria derrumbarse sobre mi. ?Puedes imaginar lo que se siente cuando uno no quiere estar dentro ni fuera, cuando desea estar en ninguna parte y desaparecer?
»Cuando los ruidos del bombardeo se alejaban, saliamos de las cuevas como gatitos recien nacidos que se abrieran paso con las garras, de regreso a la ciudad, y siempre nos asombraba ver de nuevo las colinas alzadas contra el cielo ardiente, incolumes, en vez de haber sido arrasadas.
»La idea del Club de la Buena Estrella se me ocurrio una noche de verano tan calurosa que incluso las mariposas nocturnas caian al suelo desmayadas, sus alas demasiado pesadas a causa del calor humedo. Todo estaba tan lleno de gente que no habia espacio para que circulara el aire fresco. Desde las cloacas se alzaban olores insoportables hasta mi ventana en el segundo piso, y el hedor no tenia mas sitio adonde ir que mis narices. Oia gritos durante todas las horas del dia y de la noche. No sabia si se trataba de un campesino que degollaba a un cerdo profugo o de un oficial que azotaba a un campesino medio muerto por yacer en la acera, impidiendole el paso. Ni siquiera me asomaba a la ventana para averiguarlo, pues, ?de que me habria servido? Y fue entonces cuando pense que necesitaba alguna cosa que me ayudara a moverme.
»Mi idea consistia en una reunion de cuatro mujeres, una para cada esquina de la mesa de
»Cada semana una de nosotras daba una fiesta a fin de recaudar dinero y levantamos el animo. La anfitriona tenia que servir comida
»?Con que buenos alimentos nos regalabamos a pesar de nuestras parcas asignaciones! No reparabamos en que el relleno de los bunuelos era sobre todo de calabaza filamentosa y que las naranjas estaban muy agujereadas por los gusanos. Comiamos frugalmente, no como si la comida fuera escasa, sino para afirmar que no podiamos engullir un bocado mas porque ya nos habiamos atracado antes. Nos sabiamos en posesion de lujos que poca gente podia permitirse. Eramos privilegiadas.
»Tras llenamos el estomago, llenabamos un cuenco con dinero y lo colocabamos a la vista de todas. Entonces nos sentabamos a la mesa de
»Una vez empezabamos a jugar, nadie podia hablar, excepto para decir