arrancara. Yo me sentia cansada. A esa hora ya habria llegado a casa, la senora Clay me habria estado esperando en la cocina con un vaso de leche y un trozo de pastel amarillo. Por un momento, casi eche de menos sus irritantes atenciones. Barley se habia sentado a mi lado, aunque tenia cuatro asientos para elegir, y yo pase la mano bajo su brazo.

– Deberia estudiar -dijo, pero no abrio su libro enseguida. Habia demasiado que ver cuando el tren acelero al cruzar la ciudad. Pense en todas las veces que habia estado alli con mi padre: cuando subimos a Montmartre, o cuando contemplamos el camello deprimido del Jardin des Plantes. Ahora se me antojaba una ciudad que nunca hubiera visto antes. Ver a Barley mover los labios sobre Milton me dio sueno, y cuando dijo que queria ir al vagon restaurante a merendar, negue con la cabeza, amodorrada.

– Eres un desastre -me dijo sonriente-. Quedate a dormir, y yo me llevare el libro.

Siempre podemos ir a cenar si te entra hambre.

Mis ojos se cerraron casi en cuanto salio por la puerta, y cuando los abri de nuevo, descubri que estaba aovillada en el asiento vacio como una nina, con la larga falda de algodon subida por encima de los tobillos. Alguien estaba sentado en el banco opuesto leyendo un diario, y no era Barley. Me enderece al instante. El hombre estaba leyendo Le Monde, y el periodico le ocultaba casi por completo. No veia su torso ni su cara. Un maletin de piel negra descansaba a su lado.

Durante una fraccion de segundo imagine que era mi padre, y una oleada de gratitud y confusion me invadio. Despues vi los zapatos del hombre, que tambien eran de piel negra y muy relucientes, la punta perforada con un dibujo elegante y los cordones de piel terminados en borlas negras. Tenia las piernas cruzadas, y los pantalones negros del traje eran impecables, asi como los calcetines de seda negros. No eran los zapatos de mi padre.

De hecho, eran unos zapatos un poco raros, o tal vez lo eran los pies que encerraban, aunque no logre entender esa sensacion. Pense que un desconocido no tendria que haber entrado mientras yo dormia. Se trataba de un hecho tambien desagradable, y confie en que no me hubiera estado observando mientras estaba dormida. Me pregunte si podria levantarme y abrir la puerta del compartimiento sin que se diera cuenta. Despues repare en que habia corrido las cortinas que daban al pasillo. Nadie que atravesara el vagon podria vernos. ?O las habia corrido Barley antes de salir, para que pudiera dormir sin ser molestada?

Lance una mirada subrepticia a mi reloj. Eran casi las cinco. Un maravilloso paisaje desfilaba al otro lado de la ventanilla. Estabamos entrando en el sur. El hombre parapetado tras el periodico estaba tan inmovil que empece a temblar. Al cabo de unos momentos comprendi lo que me estaba asustando. Ya llevaba despierta muchos minutos, pero durante todo el rato que habia estado mirando y escuchando el hombre no habia pasado ni una sola pagina del periodico.

El apartamento de Turgut se hallaba en otra parte de Estambul, sobre el mar de Marmara, y tomamos un trasbordador para llegar. Helen se quedo de pie ante la barandilla, mirando las gaviotas que seguian el barco, asi como la impresionante silueta de la ciudad vieja. Me coloque a su lado y Turgut senalo agujas y cupulas, y su voz potente se impuso al viento.

Cuando desembarcamos, descubrimos que su barrio era mas moderno que el que habiamos visto antes, pero en este caso moderno significaba del siglo XIX. Mientras paseabamos por calles cada vez mas silenciosas, lejos del muelle del trasbordador, vi un segundo Estambul, nuevo para mi: arboles majestuosos e inclinados, hermosas casas viejas de piedra y madera, edificios de apartamentos que habrian podido pertenecer a un barrio parisino, aceras limpias, macetas con flores, cornisas adornadas. De vez en cuando, el viejo imperio islamico irrumpia en la forma de un arco en ruinas o una mezquita aislada, una casa turca con un segundo piso proyectado hacia fuera. Pero en la calle de Turgut, Occidente habia

efectuado una pacifica y completa invasion. Mas adelante, vi sus equivalentes en otras ciudades: Praga y Sofia, Budapest y Moscu, Belgrado y Beirut. Esa elegancia prestada se encontraba en todo Oriente.

– Entren, por favor. -Turgut se detuvo ante una hilera de casas antiguas, nos precedio por la escalera frontal doble y miro el interior de un pequeno buzon, en apariencia vacio, con el nombre de «Profesor Bora». Abrio la puerta y se aparto-. Por favor, bienvenidos a mi humilde morada, donde todo es de ustedes.

Entramos primero en un vestibulo de suelo y paredes de madera pulimentada, donde imitamos a Turgut y nos quitamos los zapatos para calzarnos las zapatillas bordadas que nos dio. Despues nos condujo hasta una sala de estar, y Helen emitio una nota de admiracion, que yo no pude evitar repetir. La sala estaba banada por una luz verdosa muy agradable, mezclada con tonos rosas y amarillos. Al cabo de un momento cai en la cuenta de que era la luz del sol, que se filtraba a traves de unos arboles que se alzaban ante dos ventanas grandes con vaporosas cortinas de un antiguo encaje blanco. La habitacion contaba con muebles extraordinarios, muy bajos, tallados en madera oscura, con cojines de ricas telas. Un banco repleto de almohadas cubiertas de encaje corria a lo largo de tres paredes. Las paredes encaladas estaban llenas de grabados y cuadros de Estambul, el retrato de un anciano con fez y otro de un hombre mas joven con traje negro, un pergamino enmarcado cubierto de fina caligrafia arabe. Habia descoloridas fotografias viradas en sepia de la ciudad y vitrinas que albergaban servicios de cafe de laton. Las esquinas estaban llenas de jarrones vidriados rebosantes de rosas. Pisabamos mullidas alfombras de color escarlata, rosa y verde claro. En el centro de la sala se alzaba sobre unas patas una gran bandeja redonda, muy pulimentada, como si esperara la siguiente comida.

– Es muy bonita -dijo Helen, al tiempo que se volvia hacia nuestro anfitrion, y recorde el agradable aspecto que adoptaba cuando la sinceridad relajaba las duras arrugas que rodeaban su boca y ojos-. Es como en Las mil y una noches.

Turgut rio y desecho el cumplido con un ademan de su enorme mano, pero no cabia duda de que estaba satisfecho.

– Es todo gracias a mi mujer -dijo-. Quiere mucho nuestras viejas artes y artesanias, y su familia le paso muchas cosas hermosas. Hasta puede que haya algo del imperio del sultan Mehmet. -Me sonrio-. No hago el cafe tan bien como ella, eso es lo que me dice, pero hare un esfuerzo maximo.

Nos acomodo en los muebles, muy juntos, y pense con placer en todos aquellos objetos dignificados por el tiempo que significaban comodidad: almohadon, divan y, al fin y al cabo, una otomana.

El «esfuerzo maximo» de Turgut resulto ser la comida, que trajo de una pequena cocina situada al otro lado del vestibulo. Rehuso nuestros insistentes ofrecimientos de ayudarle.

Como habia conseguido pergenar un banquete en tan poco tiempo desafiaba a mi

imaginacion. Debia estar esperandole. Trajo bandejas con salsas y ensaladas, un cuenco con melon, un guiso de carne y verduras, brochetas de pollo, la mezcla omnipresente de pepinos y yogur, cafe y una avalancha de dulces rellenos de almendras y miel. Comimos con apetito, y Turgut nos animo a devorar hasta que nos quejamos.

– Bien -dijo-. No puedo permitir que mi mujer piense que los he matado de hambre.

A todo esto siguio un vaso de agua con algo blanco y dulce en el plato que lo acompanaba.

– Esencia de rosas -dijo Helen, y lo probo-. Muy bueno. En Rumania tambien hay.

Dejo caer un poco de la pasta blanca en el vaso y bebio, y yo la imite. No estaba seguro de que efecto obraria el agua en mi digestion, pero no era el momento de preocuparse por esas minucias.

Cuando estabamos a punto de estallar, nos reclinamos contra los bajos divanes (ahora comprendi su uso, recuperarse tras una gigantesca comida) y Turgut nos miro con satisfaccion.

– ?Estan seguros de que han comido bastante? -Helen rio y yo gemi un poco, pero de todos modos el volvio a llenar nuestros vasos y las tazas de cafe-. Estupendo. Bien,

vamos a hablar de lo que aun no hemos podido comentar. Antes que nada, me asombra pensar que ustedes tambien conocen al profesor Rossi, pero aun no entiendo su relacion.

?Es el director de su tesis, joven?

Y se sento en una otomana, inclinado hacia nosotros con aire expectante.

Mire a Helen y ella hizo un leve movimiento de cabeza. Me pregunte si la esencia de rosas habia suavizado sus sospechas.

– Bien, profesor Bora, temo que no hemos sido del todo sinceros con usted en este punto -confese-. Pero nos hemos embarcado en una mision peculiar y no sabemos en quien confiar.

– Entiendo. -Sonrio-. Tal vez son mas sagaces de lo que creen.

Eso me dio que pensar, pero Helen volvio a asentir y continue. -El profesor Rossi tambien posee un interes especial para nosotros, no solo porque es el director de mi tesis, sino debido a cierta informacion que nos comunico, me comunico, y porque ha…, bien, ha desaparecido.

Вы читаете La Historiadora
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату