ambos esperasen aquel encuentro, y, mientras la muchedumbre se dispersaba y los gritos -insultos soeces ahora- iban amainando, los dos hombres se dirigieron calle abajo por una de las estrechas salidas del agora.
– La plebe, furiosa, insulta a los espartanos en honor a Dioniso -dijo Diagoras, despectivo, acomodando torpemente su impetuosa forma de andar a los pesados pasos de Heracles-. Confunden la borrachera con la libertad, el festejo con la politica. ?Que nos importa en realidad el destino de Tebas, o de cualquier otra ciudad, si hemos demostrado que nos trae sin cuidado la propia Atenas?
Heracles Pontor, que, como buen ateniense, solia participar en los violentos debates de la Asamblea y era un modesto amante de la politica, dijo:
– Sangramos por la herida, Diagoras. En realidad, nuestro deseo de que Tebas se libere del yugo espartano demuestra que Atenas nos importa mucho. Hemos sido derrotados, si, pero no perdonamos las afrentas.
– ?Y a que se debio la derrota? ?A nuestro absurdo sistema democratico! Si nos hubieramos dejado gobernar por los mejores en lugar de por el pueblo, ahora poseeriamos un imperio…
– Prefiero una pequena asamblea donde poder gritar a un vasto imperio donde tuviera que callarme -dijo Heracles, y de repente lamento no disponer de ningun escriba a mano, pues le parecia que la frase le habia quedado muy bien.
– ?Y por que tendrias que callarte? Si estuvieras entre los mejores, podrias hablar, y si no, ?por que no dedicarte primero a estar entre los mejores?
– Porque no quiero estar entre los mejores, pero quiero hablar.
– Pero no se trata de lo que tu quieras o no, Heracles, sino del bienestar de la Ciudad. ?A quien dejarias el gobierno de un barco, por ejemplo? ?A la mayoria de los marineros o a aquel que mas conociera el arte de la navegacion?
– A este ultimo, desde luego -dijo Heracles. Y anadio, tras una pausa-: Pero siempre y cuando se me permitiera hablar durante la travesia.
– ?Hablar! ?Hablar! -se exaspero Diagoras-. ?De que te sirve a ti el privilegio de hablar, si apenas lo pones en practica?
– Te olvidas de que el privilegio de hablar consiste, entre otras cosas, en el privilegio de callar cuando nos apetece. Y dejame que ponga en practica este privilegio, Diagoras, y zanje aqui nuestra conversacion, pues lo que menos soporto en este mundo es la perdida de tiempo, y aunque no se muy bien lo que significa perder el tiempo, discutir de politica con un filosofo es lo que mas me lo recuerda. ?Recibiste mi mensaje sin problemas?
– Si, y debo decirte que esta manana Antiso y Eunio no tienen clase en la Academia, asi que los encontraremos en el gimnasio de Colonos. Pero, por Zeus, pense que vendrias mas temprano. Llevo aguardandote en la Stoa desde que se abrieron los mercados, y ya es casi mediodia.
– En realidad, me levante con el alba, pero hasta ahora no habia dispuesto de tiempo para acudir a la cita: he estado haciendo algunas averiguaciones.
– ?Para mi trabajo? -se animo Diagoras.
– No, para el mio -Heracles se detuvo ante un puesto ambulante de higos dulces-. Recuerda, Diagoras, que el trabajo es mio aunque el dinero sea tuyo. No estoy investigando el origen del supuesto miedo de tu discipulo sino el enigma que crei advertir en su cadaver. ?A cuanto estan los higos?
El filosofo resoplo, impaciente, mientras el Descifrador rellenaba la pequena alforja que colgaba de su hombro, sobre el manto de lino. Reanudaron el camino por la calle en pendiente.
– ?Y que has averiguado? ?Puedes contarmelo?
– La verdad, poca cosa -confeso Heracles-. En una de las tablillas del monumento a los Heroes Eponimos se anuncia que la Asamblea decidio ayer organizar una batida de caza para exterminar a los lobos del Licabeto. ?Lo sabias?
– No, pero me parece justo. Lo triste es que haya sido necesaria la muerte de Tramaco para llegar a esto.
Heracles asintio.
– Tambien he visto la lista de nuevos soldados. Al parecer, Antiso va a ser reclutado de inmediato…
– Asi es -afirmo Diagoras-. Acaba de cumplir la edad de la efebia. Por cierto, si no caminamos mas deprisa se marcharan del gimnasio antes de que lleguemos…
Heracles volvio a asentir, pero mantuvo el mismo ritmo parsimonioso y torpe de sus pasos.
– Y nadie vio a Tramaco salir a cazar esa manana -dijo.
– ?Como lo sabes?
– Me han dejado consultar los registros de las Puertas Acarnea y File, las dos salidas que conducen al Licabeto. ?Rindamos un pequeno homenaje a la democracia, Diagoras! Tal es nuestro afan por recabar datos para poder discutir en la Asamblea, que apuntamos incluso el nombre y la clase de aquellos que entran y salen diariamente de la Ciudad transportando cosas. Son largas listas en las que encuentras algo parecido a: «Menacles, mercader meteco, y cuatro esclavos. Odres de vino». De esta forma creemos controlar mejor nuestro comercio. Y las redes de caza y otros implementos de esta actividad son anotados escrupulosamente. Pero el nombre de Tramaco no venia, y esa manana nadie salio de la Ciudad llevando redes.
– Puede que no las llevara -sugirio Diagoras-. Quiza solo pretendia cazar pajaros.
– A su madre le dijo, sin embargo, que iba a tender trampas para las liebres. Al menos, asi me lo refirio ella. Y me pregunto: si deseaba cazar liebres, ?no era mas logico hacerse acompanar por un esclavo que vigilara las trampas o azuzara a las presas? ?Por que se marcho solo?
– ?Que supones entonces? ?Que no se marcho a cazar? ?Que alguien lo acompanaba?
– A estas horas de la manana no acostumbro a suponer nada.
El gimnasio de Colonos era un edificio de amplio portico al sur del agora. Inscripciones con los nombres de celebres atletas olimpicos, asi como pequenas estatuas de Hermes, adornaban sus dos puertas. En el interior, el sol se despenaba con fogosa violencia sobre la palestra, un rectangulo de tierra removida con pico, sin techo, dedicado a las luchas pancratistas. Un denso aroma a cuerpos aglomerados y a unguentos de masaje suplantaba el aire. El lugar, pese a ser amplio, se hallaba atestado: adolescentes mayores, vestidos o desnudos; ninos en pleno aprendizaje;
Dos luchadores se enfrentaban en aquel momento sobre la palestra: sus cuerpos, desnudos por completo y brillantes de sudor, se apoyaban el uno en el otro como si pretendieran embestirse con las cabezas; los brazos ejecutaban nudos musculares en el cuello del oponente; era posible percibir, pese al estruendo de la multitud, los mugidores bramidos que proferian, debido al prolongado esfuerzo; blancas hilazas de saliva pendian de sus bocas como extranos adornos barbaros; la lucha era brutal, despiadada, irrevocable.
Nada mas entrar en el recinto, Diagoras tiro del manto de Heracles Pontor.
– ?Alli esta! -dijo en voz alta, y senalo un area entre la muchedumbre.
– Oh, por Apolo… -murmuro Heracles.
Diagoras percibio su asombro.
– ?Exagere al describirte la belleza de Antiso? -dijo.
– No es la belleza de tu discipulo lo que me ha sorprendido, sino el viejo que charla con el. Lo conozco.
Decidieron que la entrevista tendria lugar en los vestuarios. Heracles detuvo a Diagoras, que ya se dirigia impetuosamente al encuentro de Antiso, para entregarle un trozo de papiro.
– Aqui estan las preguntas que has de hacerles. Es conveniente que hables tu, pues eso me permitira estudiar mejor sus respuestas.
Mientras Diagoras leia, un violento estrepito de los espectadores les hizo mirar hacia la palestra: uno de los pancratistas habia lanzado un salvaje cabezazo hacia el rostro de su adversario. Hubiera podido afirmarse que el sonido se escucho en todo el gimnasio: como un haz de juncos quebrados al mismo tiempo por la impetuosa pezuna de un enorme animal. El luchador trastabillo y a punto estuvo de caer, aunque no parecia afectado por el impacto sino, mas bien, por la sorpresa: ni siquiera se llevo las manos al deformado semblante -exangue al principio, roturado por el destrozo despues, como un muro deshecho a cornadas por una bestia enloquecida-, sino que retrocedio con los ojos muy abiertos y fijos en su oponente, como si este le hubiera gastado una broma inesperada, mientras, bajo sus parpados inferiores, la bien apuntalada armazon de sus facciones se desmoronaba sin ruido y una espesa linea de sangre se desprendia de sus labios y sus grandes fosas nasales Aun asi, no cayo.