sintio el relampago en el vientre inferior. Vio la luz antes de percibir el dolor: era cegadora, perfecta, y anego sus ojos como un liquido rellena rapidamente una vasija. El dolor aguardo un poco mas, agazapado entre sus piernas; entonces se desperezo con rabia y ascendio subito hasta su conciencia como un vomito de cristales. Cayo al suelo tosiendo, y ni siquiera percibio el golpe de sus rodillas contra la piedra.

Hubo un forcejeo. Heracles Pontor se abalanzo sobre la cosa. No la trato con miramientos, como habia hecho Diagoras: la cogio de los delgados brazos y la hizo retroceder con rapidez hasta la pared; la oyo gemir -un jadeo de hombre- y volvio a usar la pared como arma. La cosa respondio, pero el apoyo su obeso cuerpo contra ella para impedirle usar las rodillas. Vio que Diagoras se incorporaba con dificultad. Entonces le dirigio a su presa rapidas palabras:

– No te haremos dano a menos que no nos dejes otra eleccion. Y si vuelves a golpear a mi companero, no me dejaras otra eleccion -Diagoras se apresuro a ayudarle. Heracles dijo-: Sujetala bien esta vez. Ya te adverti que tuvieras cuidado con sus rodillas.

– Mi amigo… habla la verdad… -Diagoras tomaba aliento en cada palabra-. No quiero hacerte dano… ?Me has comprendido? -la cosa asintio con la cabeza, pero Diagoras no disminuyo la presion que ejercia sobre sus brazos-. Solo seran unas preguntas…

La lucha cedio subitamente, como cede el frio cuando los musculos se esfuerzan en una veloz carrera. De repente, Diagoras percibio como la cosa se convertia, sin pausas, en una mujer. Sintio por primera vez la firme proyeccion de sus pechos, la estrechez de la cintura, el olor distinto, la tersura de su dureza; advirtio el crecimiento de los oscuros rizos del pelo, la emergencia de los esbeltos brazos, la formacion de los contornos. Por fin, sorprendio sus rasgos. Era extrana, eso fue lo primero que penso: descubrio que la habia imaginado (no sabia la razon) muy hermosa. Pero no lo era: los rizos de su cabello formaban un pelaje desordenado; los ojos eran demasiado grandes y muy claros, como los de un animal, aunque no advirtio el color en la penumbra; los pomulos, flacos, denunciaban el craneo bajo la piel tensa. Se aparto de ella, confuso, sintiendo aun el lento latido del dolor en su vientre. Dijo, y sus palabras se envolvieron en humo con el aliento:

– ?Eres Yasintra?

Ambos jadeaban. Ella no respondio.

– Conocias a Tramaco… El te visitaba.

– Ten cuidado con sus rodillas… -escucho a infinita distancia la voz de Heracles.

La muchacha seguia mirandolo en silencio.

– ?Te pagaba por las visitas? -no entendio muy bien por que habia hecho aquella pregunta.

– Claro que me pagaba -dijo ella. Ambos hombres pensaron que muchos efebos no poseian una voz tan viril: era el eco de un oboe en una caverna-. Los ritos de Bromion se pagan con peanes; los de Cipris, con obolos.

Diagoras, sin saber la razon, se sintio ofendido: quiza la ofensa radicaba en que la muchacha no parecia asustada. ?Habia advertido, incluso, que sus gruesos labios se burlaban de el en la oscuridad?

– ?Cuando lo conociste?

– En las pasadas Leneas. Yo bailaba en la procesion del dios. El me vio bailar y me busco despues.

– ?Te busco? -exclamo Diagoras, incredulo-. ?Si aun no era un hombre!…

– Muchos ninos tambien me buscan.

– Quiza hablas de otra persona…

– Tramaco, el adolescente al que mataron los lobos -replico Yasintra-. De ese hablo.

Heracles intervino, impaciente:

– ?Quienes creias que eramos?

– No comprendo -Yasintra volvio hacia el su acuosa mirada.

– ?Por que huiste de nosotros cuando preguntamos por ti? No eres de las que suelen huir de los hombres. ?A quienes esperabas?

– A nadie. Huyo cuando me apetece.

– Yasintra -Diagoras parecia haber recobrado la calma-, necesitamos tu ayuda. Sabemos que a Tramaco le sucedia algo. Un problema muy grave lo atormentaba. Yo… Nosotros fuimos sus amigos y queremos averiguar que le ocurria. Tu relacion con el ya no importa. Solo nos interesa saber si Tramaco te hablo de sus preocupaciones…

Quiso anadir: «Oh, por favor, ayudame. Es mucho mas importante para mi de lo que crees». Le hubiera pedido ayuda cien veces, pues se sentia desvalido, fragil como un lirio en las manos de una doncella. Su conciencia habia perdido todo rastro de orgullo y se habia convertido en una adolescente de ojos azules y cabellos radiantes que gemia: «Ayudame, por favor, ayudame». Pero aquel deseo, tan ligero como el roce de la tunica blanca de una muchacha con los petalos de una flor, y, a la vez, tan ardiente como el cuerpo nubil y deleitable de la misma muchacha desnuda, no se tradujo en palabras. [16]

– Tramaco no solia hablar mucho -dijo ella-. Y no parecia preocupado.

– ?Te pidio ayuda en alguna ocasion? -pregunto Heracles.

– No. ?Por que habia de hacerlo?

– ?Cuando lo viste por ultima vez?

– Hace una luna.

– ?Nunca te hablaba de su vida?

– A mujeres como yo, ?quien nos habla?

– ?Su familia estaba de acuerdo con vuestra relacion?

– No habia ninguna relacion: el me visitaba de vez en cuando, me pagaba y se iba.

– Pero puede que a su familia no le gustara que su noble hijo se desahogara contigo de vez en cuando.

– No lo se. No era a su familia a quien yo tenia que complacer.

– Asi pues, ?ningun familiar te prohibio que siguieras viendolo?

– Nunca hable con ninguno… -replico Yasintra, cortante.

– Pero quiza su padre supo algo de lo vuestro… -insistio Heracles con calma.

– El no tenia padre.

– Es verdad -dijo Heracles-: Quise decir su madre.

– No la conozco.

Hubo un breve silencio. Diagoras miro al Descifrador, buscando ayuda. Heracles se encogio de hombros.

– ?Puedo marcharme ya? -dijo la muchacha-. Estoy cansada.

No le respondieron, pero ella se aparto de la pared y se alejo. Su cuerpo, envuelto en un largo chal oscuro y una tunica, se movia con la bella parsimonia de un animal del bosque. Las ajorcas y brazaletes invisibles resonaban con los pasos. En el limite de la oscuridad se volvio hacia Diagoras.

– No queria golpearte -dijo.

Regresaban a la Ciudad en plena noche, por el camino de los Muros Largos.

– Siento lo del rodillazo -comento Heracles un poco apenado por el hondo silencio que habia mantenido el filosofo desde la conversacion con la hetaira-. ?Aun te duele?… Bueno, no se puede decir que no te lo adverti… Yo conozco muy bien a esa clase de hetairas bailarinas. Son muy agiles y saben defenderse. Cuando huyo, comprendi que nos atacaria si la abordabamos.

Hizo una pausa confiando en que Diagoras diria algo, pero su companero siguio caminando con la cabeza inclinada, la barba apoyada en el pecho. Las luces del Pireo habian quedado atras hacia tiempo, y la gran via de piedra (no muy concurrida pero mas segura y mas rapida que la ruta comun, segun Heracles), flanqueada por los muros que construyera Temistocles y derribara Lisandro para ser reconstruidos despues, se extendia oscura y silenciosa bajo la noche invernal. A lo lejos, hacia el norte, el debil resplandor de las murallas de Atenas destacaba como un sueno.

– Ahora eres tu, Diagoras, quien no habla desde hace mucho tiempo. ?Te has desanimado?… Bueno, me dijiste que querias colaborar en la investigacion, ?no es cierto? Mis investigaciones siempre comienzan asi: parece que no tenemos nada, y despues… ?Acaso te ha parecido una perdida de tiempo venir al Pireo para hablar con esta hetaira?… Bah, por experiencia te digo que seguir un rastro nunca es perder el tiempo, todo lo contrario: cazar es saber rastrear huellas, aunque estas parezcan no llevarnos a ninguna parte. Despues, clavar la flecha en el lomo del ciervo, a diferencia de lo que cree la mayoria de la gente, resulta ser lo mas…

– Era un nino -murmuro Diagoras de improviso, como si respondiera a alguna pregunta formulada por Heracles-. Aun no habia cumplido la edad de la efebia. Su mirada era pura. Atenea misma parecia haber brunido

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