tampoco lo era Tramaco, pero yo conozco el interior de sus almas, y puedo asegurarte que en ellas brilla una porcion nada desdenable de la Idea de Virtud… y ese brillo despunta en sus miradas, en sus hermosos rasgos, en sus armonicos cuerpos. Nada en este mundo, Heracles, puede resplandecer tanto como ellos sin poseer, al menos, un poco de la dorada riqueza que solo otorga la Virtud en si -se detuvo, como avergonzado del arrebato de sus propias palabras. Sus ojos pestanearon varias veces en un semblante completamente enrojecido. Entonces, mas calmado, agrego-: No ofendas a la Verdad con tu inteligencia, Heracles Pontor.
Alguien carraspeo en algun lugar de la destrozada y vacia palestra, cubierta de escombros: [25] era Eumarco. Diagoras se aparto de Heracles, dirigiendose impetuosamente a la salida.
– Te espero fuera -dijo.
– Por Zeus Tonante, que jamas habia visto discutir asi a dos personas, salvo a los maridos con las mujeres - comento Eumarco cuando el filosofo se marcho. A traves de la hoz negra de su sonrisa se observaba la obstinada persistencia de un diente, curvo como un pequeno cuerno.
– Y no te sorprenda, Eumarco, si mi amigo y yo terminamos casandonos -repuso Heracles, divertido-: Somos tan diferentes que me parece que lo unico que nos une es el amor -ambos compartieron, de buen grado, una breve carcajada-. Y ahora, Eumarco, si no te molesta, vamos a dar un pequeno paseo mientras te cuento la razon de haberte hecho esperar…
Caminaron por el interior del gimnasio, sembrado de las ruinas de la destruccion reciente: veianse, aqui y alla, paredes agrietadas por embestidas violentas, muebles arrasados que se mezclaban con jabalinas y discobolos, arenas holladas por pisadas colosales, baldosas cubiertas por la piel desprendida de los muros en forma de enormes flores de piedra caliza del color de los lirios. Sepultados bajo los escombros yacian los pedazos de una vasija rota: uno de ellos mostraba el dibujo de las manos de una muchacha, los brazos alzados, las palmas hacia arriba, como reclamando ayuda o intentando advertir a alguien de un inminente peligro. Una nube moteada de polvo se retorcia en el aire. [26]
– Ah, Eumarco -dijo Heracles cuando terminaron de hablar-, ?como te pagaria este favor?
– Pagandomelo -replico el viejo. Volvieron a reir.
– Una cosa mas, buen Eumarco. He podido observar que en la repisa de Eunio, el amigo de tu pupilo, hay una pequena jaula con un pajaro. Se trata de un gorrion, el tipico regalo de un amante a su amado. ?Sabes quien es el amante de Eunio?
– ?Por Febo Apolo que de Eunio no se nada, Heracles, pero Antiso posee un regalo identico, y puedo decirte quien se lo hizo: Menecmo, el escultor poeta, que anda loco por el! -Eumarco tiro del manto de Heracles y bajo la voz-. Esto me lo conto Antiso hace tiempo, y me hizo jurar por los dioses que no se lo diria a nadie…
Heracles medito un instante.
– Menecmo… Si, la ultima vez que vi a ese estrafalario artista fue en el funeral de Tramaco, y recuerdo que su presencia me sorprendio. Asi que Menecmo le regalo a Antiso un pequeno gorrion…
– ?Y te extrana? -chillo el viejo con su voz rasposa-. ?Por los ojos zarcos de Atenea, que ese bello Alcibiades de pelo dorado recibiria de mi parte un nido completo, aunque debido a mi condicion de esclavo y a mi edad, de nada me sirviera regalarselo!
– Bien, Eumarco -Heracles parecia de repente mucho mas feliz-, ahora debo marcharme. Pero haz lo que te he dicho…
– Si sigues pagandome como hasta ahora, Heracles Pontor, tu orden sera como decirle al sol: «Sal todos los dias».
Dieron un rodeo para no tener que regresar por el agora, que a esas horas de la tarde estaria abarrotada debido a las fiestas Leneas, pero aun asi la aglomeracion de los juegos publicos, los obstaculos de las farsas improvisadas, el laberinto de la diversion y la lenta violencia de la multitud que les embestia dificultaron su marcha. No hablaron durante el camino, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Al fin, cuando llegaron al barrio de Escambonidai, donde Heracles vivia, este dijo:
– Acepta mi hospitalidad por una noche, Diagoras. Mi esclava Ponsica no cocina excesivamente mal, y una cena tranquila al final del dia es la mejor manera de recobrar fuerzas para el siguiente.
El filosofo acepto la invitacion. Cuando penetraban en el oscuro jardin de la casa de Heracles, Diagoras dijo:
– Queria pedirte excusas. Creo que pude haber mostrado mi desacuerdo en el gimnasio de manera mucho mas discreta. Lamento haberte herido con ofensas innecesarias…
– Eres mi cliente y me pagas, Diagoras -replico Heracles con la misma calma de siempre-: Todos los problemas que tengo contigo los considero dentro del negocio. En cuanto a tus excusas, las asumo como un rasgo de amistad. Pero tambien son innecesarias.
Mientras avanzaban por el jardin, Diagoras penso: «Que hombre tan frio. Nada parece rozar su alma. ?Como puede llegar a descubrir la Verdad alguien a quien la Belleza no le importa y la Pasion, ni siquiera de vez en cuando, le arrebata?».
Mientras avanzaban por el jardin, Heracles penso: «Aun no he determinado con exactitud si este hombre es tan solo un idealista o si ademas es idiota. En cualquier caso, ?como puede presumir de haber descubierto la Verdad, si todo cuanto sucede a su alrededor se le pasa desapercibido?». [27]
De repente, la puerta de la casa se abrio con violenta embestida y aparecio la oscura silueta de Ponsica. Su mascara sin rasgos permanecia inexpresiva, pero sus delgados brazos se movian con impetu inusual frente a su amo.
– ?Que ocurre?… Un visitante… -descifro Heracles-. Calmate… ya sabes que no puedo leerte bien cuando estas nerviosa… Comienza de nuevo… -entonces se escucho un desagradable bufido proveniente de la oscuridad de la casa; enseguida, ladridos agudisimos-. ?Que es eso? -Ponsica movia las manos freneticamente-. ?El visitante?… ?Me visita un perro?… Ah, un hombre con un perro… Pero ?por que lo has dejado pasar en mi ausencia?
– Tu esclava no ha tenido la culpa -bramo desde la casa una voz potente con extrano acento-. Pero si deseas castigarla, dimelo y me marchare.
– Esa voz… -murmuro Heracles-. ?Por Zeus y Atenea Portaegida…!
El hombre, inmenso, surgio con impetu del umbral. No podia saberse si sonreia, pues su barba era muy espesa. Un perro pequeno, aunque espantoso y de cabeza deforme, aparecio ladrando a sus pies.
– Quiza no reconozcas mi rostro, Heracles -dijo el hombre-, pero supongo que no has olvidado mi mano derecha…
Alzo la mano con la palma abierta: un poco por encima de la muneca se retorcia la piel, horadada por un violento nudo de cicatrices, como el lomo de un viejo animal.
– Oh, por los dioses… -susurro Heracles.
Los dos hombres se saludaron con efusion. Un instante despues, el Descifrador se volvia hacia un boquiabierto Diagoras:
– Es mi amigo Crantor, del
El perro se llamaba Cerbero. Al menos, asi lo llamaba el hombre. Sobrellevaba una frente inmensa y ondulada de pliegues, como la de un toro viejo, y desnudaba una desagradable coleccion de dientes dentro de una boca rosacea que contrastaba con la blancura enferma de su rostro. Sus ojillos, astutos y bestiales, parecian de satrapa persa. El cuerpo era un pequeno esclavo que se arrastraba detras de su amo cefalico.
El hombre tambien portaba una ostentosa cabeza, pero su cuerpo, alto y robusto, constituia una columna digna de aquel capitel. Todo en el parecia exagerado: desde sus maneras a sus proporciones. Su rostro era amplio, de frente despejada y grandes fosas nasales, pero el pelo lo cubria casi por completo; las manos, inmensas y bronceadas, se hallaban recorridas por gruesas venas; torso y vientre poseian la misma desmesurada anchura; los pies eran macizos, casi cuadrados, y, en ellos, todos los dedos parecian de identica longitud. Vestia un enorme y abigarrado manto gris que, sin duda, habia sido fiel companero de sus aventuras, pues se adaptaba como un molde rigido a la silueta.
El hombre y el perro, en cierto modo, se parecian: en ambos era posible vislumbrar el mismo brillo violento en la mirada; ambos, al moverse, sorprendian, y no era facil anticipar el proposito de sus gestos pues parecia que