contemplaba el cuerpo mutilado de su hijo. Hubo un detalle: parpadeo, pero con increible lentitud; mantuvo la mirada fija en un punto entre los dos cadaveres, y sus ojos comenzaron a hundirse a la inversa, en un lentisimo atardecer bajo las pestanas, hasta que sus orbitas se convirtieron en dos lunas menguantes. Despues, los parpados volvieron a abrirse. Eso fue todo. Se incorporo, ayudado por los que lo rodeaban, y dijo:
– Los dioses te han llamado antes que a mi, hijo mio. Codiciosos de tu belleza, han querido retenerte, haciendote inmortal.
Un murmullo de admiracion celebro sus nobles y virtuosas palabras. Llegaron otros hombres: varios soldados, y alguien que parecia ser medico. Praxinoe levanto la vista, y el Tiempo, que se hallaba respetuosamente detenido, volvio a transcurrir.
– ?Quien ha hecho esto? -dijo. Su voz ya no era tan firme. Pronto, cuando nadie lo mirara, lloraria, quiza. La emocion se demoraba en acudir a su rostro.
Hubo una pausa, pero fue esa clase de momento en que las miradas se consultan para decidir quien intervendra primero. Uno de los hombres que lo acompanaban dijo:
– Los vecinos escucharon gritos en el taller esta madrugada, pero pensaron que se trataba de otra de las fiestas de ese tal Menecmo…
– ?Vimos a Menecmo salir corriendo de aqui! -intervino alguien. Su voz y su aspecto descuidado contrastaban con la respetable dignidad de los hombres de Praxinoe.
– ?Tu lo viste? -pregunto Praxinoe.
– ?Si! ?Y tambien otros! ?Entonces llamamos a los servidores de los
El hombre parecia esperar alguna clase de recompensa por sus declaraciones. Praxinoe, sin embargo, lo ignoro. Alzo la voz una vez mas para preguntar:
– ?Alguien puede decirme quien ha hecho esto?
Y pronuncio «esto» como si se tratase de una accion impia, digna del acoso de las Furias, sacrilega, inconcebible. Todos los presentes bajaron los ojos. En el taller no se escuchaba ni el sonido de una mosca, a pesar de que habia dos o tres trazando lentos circulos cerca del resplandor de las ventanas abiertas. Las estatuas, casi todas inacabadas, parecian contemplar a Praxinoe con rigida compasion.
El medico -una figura flaca y desgarbada, mucho mas palida que los propios cadaveres-, arrodillado, giraba la cabeza observando alternativamente los dos cuerpos; tocaba al viejo, e inmediatamente despues al joven, como si quisiera compararlos entre si, y murmuraba sus hallazgos con la perseverante lentitud de un nino que recitara las letras del alfabeto antes del examen. Un
Los cadaveres se hallaban frente a frente, tendidos de perfil en el suelo del taller sobre un majestuoso lago de sangre. Parecian figuras de bailarines pintadas en una vasija: el viejo, vestido con un astroso manto gris, flexionaba el brazo derecho y extendia el izquierdo por encima de la cabeza. El joven era una replica simetrica de la posicion del viejo, pero se hallaba completamente desnudo. Por lo demas, viejo y joven, esclavo y hombre libre, se igualaban en el horror social de las heridas: carecian de ojos, tenian el rostro desfigurado y cortes profundos les franjeaban la piel; por entre las piernas les asomaba una ecuanime amputacion. Habia otra diferencia: el viejo sostenia, en su crispada mano derecha, dos globos oculares.
– Son de color azul -declaro el medico como si hiciera un inventario.
Y, tras decir esto, absurdamente, estornudo. Despues dijo:
– Pertenecen al joven.
– ?El servidor de los Once! -anuncio alguien tronchado el horroroso silencio.
Pero, aunque todas las miradas rastrearon entre el grupo de curiosos que se agolpaba a la entrada del zaguan, nadie pudo advertir quien era el recien llegado. Entonces, una voz repentina, con la sinceridad a flor de palabra, acaparo de inmediato la atencion.
– ?Oh Praxinoe, noble entre los nobles!
Era Diagoras de Medonte. El y un hombre gordo de baja estatura habian llegado al taller un poco antes que Praxinoe, acompanados de otro hombre enorme y de raro aspecto que llevaba un pequeno perro en los brazos. El hombre gordo parecia haberse esfumado, pero Diagoras se habia hecho notar durante bastante tiempo, pues todos lo habian visto llorar amargamente, postrado junto a los cadaveres. Ahora, sin embargo, se mostraba energico y decidido. Sus fuerzas parecian concentrarse en el punto fijo de la garganta, con el proposito, sin duda, de dotar a sus frases de la coraza necesaria. Tenia los ojos enrojecidos y el semblante mortalmente palido. Dijo:
– Soy Diagoras de Medonte, mentor de Antiso en…
– Se quien eres -lo interrumpio Praxinoe sin suavidad-. Habla.
Diagoras se paso la lengua por los resecos labios y tomo aire.
– Quiero hacer de sicofante y acusar publicamente al escultor Menecmo por estos crimenes.
Se escucharon indolentes murmullos. La emocion, tras lenta batalla, habia vencido en el rostro de Praxinoe: sonrojado, alzaba una de sus negras cejas, tirando con lentitud de los hilos del ojo y de los parpados; su respiracion era audible. Dijo:
– Pareces estar seguro de lo que afirmas, Diagoras.
– Lo estoy, noble Praxinoe.
Otra voz clamo, con acento extranjero:
– ?Que ha pasado aqui?
Era, por fin (no podia ser otro), el servidor de los Once, el auxiliar de los once jueces que constituian la autoridad suprema en materia de crimenes: un hombreton vestido a la manera barbara con pieles de animales. Un latigo de cuero de buey se enroscaba en su cinto. Su aspecto era amenazador, pero tenia cara de necio. Jadeaba con fuerza, como si hubiera venido corriendo, y, a juzgar por la expresion de su rostro, parecia sentirse defraudado de comprobar que lo mas interesante habia ocurrido durante su ausencia. Algunos hombres (que siempre los hay en tales ocasiones) se acercaron para explicarle lo que sabian, o lo que creian saber. La mayoria, sin embargo, permanecia pendiente de las palabras de Praxinoe:
– ?Y por que crees tu, Diagoras, que Menecmo les ha hecho esto… a mi hijo y a su viejo pedagogo Eumarco?
Diagoras volvio a pasarse la lengua por los labios.
– El mismo nos lo dira, noble Praxinoe, si es preciso bajo tortura. Pero no dudes de su culpabilidad: seria como dudar de la luz del sol.
El nombre de Menecmo aparecio en todas las bocas: diferentes formas de pronunciarlo, distintos tonos de voz. Su semblante, su aspecto, fue convocado por los pensamientos. Alguien grito algo, pero se le ordeno callar de inmediato. Finalmente, Praxinoe solto las riendas del silencio respetuoso y dijo:
– Buscad a Menecmo.
Como si esta hubiera sido la contrasena esperada, la Ira levanto cabezas y brazos. Unos exigian venganza; otros juraron por los dioses. Hubo quienes, sin conocer a Menecmo siquiera de vista, ya pretendian que padeciera atroces torturas; aquellos que lo conocian meneaban la cabeza y se atusaban la barba pensando, quiza: «?Quien lo hubiera dicho!». El servidor de los Once parecia ser el unico que no acababa de comprender bien lo que estaba ocurriendo, y preguntaba a unos y a otros de que hablaban y quien era el viejo mutilado que yacia junto al joven Antiso, y quien habia acusado al escultor Menecmo, y que gritaban todos, y quien, y que.
– ?Donde esta Heracles? -pregunto Diagoras a Crantor, al tiempo que tiraba de su manto. La confusion era enorme.
– No se -Crantor encogio sus enormes hombros-. Hace un momento estaba olfateando como un perro junto a los cadaveres. Pero ahora…
Para Diagoras hubo dos clases de estatuas en el taller: unas no se movian; otras, apenas. Las sorteo a todas con torpeza; recibio empujones; oyo que alguien lo llamaba entre el tumulto; su manto tiraba de el en direccion contraria; volvio la cabeza: el rostro de uno de los hombres de Praxinoe se acercaba moviendo los labios.
– Debes hablar con el arconte si quieres iniciar la acusacion…
– Si, hablare -dijo Diagoras sin comprender muy bien lo que el hombre le decia.
Se libero de todos los obstaculos, se arranco de la muchedumbre, se abrio paso hasta la salida. Mas alla, el dia era hermoso. Esclavos y hombres libres se petrificaban frente al portico de entrada, envidiosos, al parecer, de las esculturas del interior. La presencia de la gente era una losa sobre el pecho de Diagoras: pudo respirar con libertad cuando dejo atras el edificio. Se detuvo; miro a ambos lados. Desesperado, eligio una calle cuesta arriba.