de pie en el umbral, su imagen dibujada por las sombras. Vestia un largo peplo atado con fibula al hombro derecho. El seno izquierdo, atrapado apenas por un cabo de tela, se mostraba casi desnudo. [77]

– Sigue trabajando, no quiero molestarte -dijo Yasintra con su voz de hombre.

Heracles no parecia molesto.

– ?Que quieres? -dijo. [78]

– No interrumpas tu labor. Parece tan importante…

Heracles no sabia si ella se burlaba (resultaba dificil saberlo, porque, segun creia, todas las mujeres eran mascaras). La vio avanzar lentamente, comoda en la oscuridad.

– ?Que quieres? -repitio. [79]

Ella se encogio de hombros. Con lentitud, casi con desgana, acerco su cuerpo al de el.

– ?Como puedes estar tanto tiempo ahi sentado, a oscuras? -pregunto con curiosidad.

– Estoy pensando -dijo Heracles-. La oscuridad me ayuda a pensar. [80]

– ?Te gustaria que te diera un masaje? -murmuro ella.

Heracles la miro sin responder. [81]

Ella extendio sus manos hacia el.

– Dejame -dijo Heracles. [82]

– Solo quiero darte un masaje -murmuro ella, juguetona.

– No. Dejame. [83]

Yasintra se detuvo.

– Me gustaria hacerte disfrutar -musito.

– ?Por que? -pregunto Heracles. [84]

– Te debo un favor -dijo ella-. Quiero pagartelo.

– No es necesario. [85]

– Estoy tan sola como tu. Pero puedo hacerte feliz, te lo aseguro.

Heracles la observo. El rostro de ella no mostraba ninguna expresion.

– Si quieres hacerme feliz, dejame a solas un momento -dijo. [86]

Ella suspiro. Volvio a encogerse de hombros.

– ?Te apetece comer algo? ?O beber? -pregunto.

– No quiero nada. [87]

Yasintra dio media vuelta y se detuvo en el umbral.

– Llamame si necesitas algo -le dijo.

– Lo hare. Ahora vete. [88]

– Solo tienes que llamarme, y vendre.

– ?Vete ya! [89]

La puerta se cerro. La habitacion quedo a oscuras otra vez. [90]

IX

Como los delitos que se le imputaban a Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, eran de sangre -de «carne», como pretendian algunos-, el juicio se celebro en el Areopago, el tribunal de la colina de Ares, una de las instituciones mas venerables de la Ciudad. Sobre sus marmoles se habian cocinado las fastuosas decisiones del gobierno en otros tiempos, pero, tras las reformas de Solon y Clistenes, su poder se habia visto reducido a una simple magistratura encargada de juzgar los homicidios voluntarios, que solo ofrecia a sus clientes condenas de muerte, perdidas de derechos y ostracismos. No habia ateniense, pues, que se deleitara observando las gradas blancas, las severas columnas y el alto podio de los arcontes situado frente a un pebetero redondo como un plato donde espumaban olorosas hierbas en honor de Atenea, cuyo aroma -afirmaban los entendidos- recordaba vagamente el de la carne humana asada. Sin embargo, en ocasiones, se celebraba un pequeno festin a costa de algun acusado notable.

El juicio de Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, habia despertado gran expectacion, mas por la nobleza de las victimas y la sordidez de los crimenes que por el mismo, pues Menecmo no pasaba de ser uno de los muchos herederos de Fidias y Praxiteles que se ganaban la vida vendiendo sus obras, como quien vende carne, a mecenas aristocraticos.

Pronto, tras el anuncio estridente del heraldo, no quedo ni un solo espacio libre en las historicas gradas: metecos y atenienses pertenecientes al gremio de escultores y ceramistas, asi como poetas y militares, componian la mayoria del hambriento publico, pero no faltaban los simples ciudadanos curiosos.

Los ojos se hicieron grandes como bandejas y hubo murmullos de aprobacion cuando los soldados presentaron al acusado, atado por las munecas, magro de carnes pero recio y consistente. Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, erguia el torso y levantaba mucho la cabeza, aderezada de mechones de cabello gris, como si en vez de una condena fuera a recibir un honor militar. Escucho con calma la jugosa lista de las acusaciones y, acogiendose a la ley, guardo silencio cuando el arconte orador lo requirio para rectificar lo que creyera oportuno en los cargos que se le imputaban. ?Hablaras, Menecmo? Nada: ni un si, ni un no. Seguia irguiendo el pecho con el terco orgullo de un faisan. ?Se declararia inocente? ?Culpable? ?Ocultaba un terrible secreto que pensaba revelar al final?

Desfilaron los testigos: sus vecinos sazonaron el preambulo hablando de los jovenes, por lo general vagabundos o esclavos, que frecuentaban su taller so pretexto de posar como modelos para sus obras. Se comentaron sus aficiones nocturnas: los gritos picantes, los grunidos golosos, el agridulce olor de las orgias, la media docena diaria de efebos desnudos y blancos como pastelillos de nata. Muchos estomagos se contrajeron al escuchar tales declaraciones. Varios poetas afirmaron despues que Menecmo era buen ciudadano y mejor autor, y que se esforzaba afanosamente por recuperar la antigua receta del teatro ateniense, pero como eran artistas tan insipidos como aquel al que pretendian ensalzar, los arcontes hicieron caso omiso de sus testimonios.

Le toco el turno a la casqueria de los crimenes: se acentuaron los ribetes sangrientos, la carne retazada, la delicuescencia de las visceras, la crudeza inane de los cuerpos. Hablo el capitan de la guardia de frontera que habia encontrado a Tramaco; opinaron los astinomos que hallaron a Eunio y Antiso; las preguntas aparejaron una guarnicion de despojos; la fantasia adobo un cadaver con tarazones de piernas, rostros, manos, lenguas, lomos y vientres. Por fin, al mediodia, bajo los tostadores dominios de los corceles del Sol, la oscura silueta de Diagoras, hijo de Jampsaco, del demo de Medonte, subio las escalinatas del podio. El silencio era sincero: todos esperaban con devoradora impaciencia lo que suponian que seria el principal testimonio de la acusacion. Diagoras, hijo de Jampsaco, del demo de Medonte, no los defraudo: fue firme en sus respuestas, impecable en la clara pronunciacion de las frases, honrado en la exposicion de los hechos, prudente a la hora de juzgarlos, con cierto regusto amargo al final, un poco duro en algun punto, pero en general satisfactorio. Al hablar, no miro hacia las gradas, donde Platon y algunos de sus colegas se sentaban, sino hacia el podio de los arcontes, a pesar de que estos no parecian prestar la mas minima atencion a sus palabras, como si ya tuvieran segura la sentencia y su declaracion fuera considerada un mero aperitivo.

A la hora en que el hambre empieza a inquietar las carnes, el arconte rey decidio que el tribunal ya contaba con suficientes testimonios. Sus limpidos ojos azules se volvieron hacia el acusado con la cortes indiferencia de un caballo.

– Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio: este tribunal te concede el derecho a defenderte, si asi lo deseas.

Y de repente, el solemne redondel del Areopago, con sus columnas, su oloroso pebetero y su podio, se concreto en un solo punto hacia el que convergieron las glotonas miradas del publico: el rostro poco hecho del escultor, sus carnes oscuras surcadas por los cortes de la trinchante madurez, sus ojos adornados de parpadeos y su cabeza espolvoreada de cabellos grises.

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