las carreras: desenrollaba papiros, los volvia a enrollar, los guardaba de nuevo en el anaquel… Sus gruesas manos y su voz temblaban al mismo tiempo. Prosiguio, en tono airado:

– Nos han usado, Diagoras, a ti y a mi, para representar una horrible farsa. ?Una comedia lenea, pero con final tragico!

– ?De que hablas?

– De Menecmo, y de la muerte de Tramaco, y de los lobos del Licabeto… ?De eso hablo!

– ?Que quieres decir? ?Menecmo es inocente acaso?

– ?Oh no, no: es culpable, mas culpable que un deseo pernicioso! Pero… pero…

Se detuvo, llevandose el puno a la boca. Anadio:

– Te lo explicare todo a su debido tiempo. Esta noche debo ir a cierto sitio… Me gustaria que me acompanaras, pero te prevengo: ?lo que veremos alli no resultara muy agradable!

– Ire -replico Diagoras-, asi se trate de cruzar el Estigia, si crees que con ello descubriremos el origen de ese engano del que hablas. Dime tan solo esto: se trata de Menecmo, ?verdad?… Sonreia cuando confeso su culpa… ?y eso significa, sin duda, que pretende escapar!

– No -repuso Heracles-. Menecmo sonreia cuando confeso su culpa porque no pretende escapar.

Y, ante la expresion de asombro de Diagoras, agrego:

– ?Es por eso que hemos sido enganados! [97]

– ?Quieres quitarme la mascara?

– No, pues no saldria vivo de aqui. [99]

El lugar era una boca oscura excavada en la piedra. El friso y el suelo del umbral, tenuemente curvos, simulaban, en conjunto, unos descomunales labios de mujer. Sin embargo, un escultor anonimo habia grabado sobre el primero un androgino bigote de marmol adornado con siluetas de machos desnudos y beligerantes. Se trataba de un pequeno templo dedicado a Afrodita en la ladera norte de la colina de la Pnyx, pero cuando se penetraba en su interior, no podia evitarse la sensacion de estar descendiendo a un profundo abismo, una caverna en el reino de Hefesto.

– Determinadas noches de cada luna -le habia explicado Heracles a Diagoras antes de llegar- unas puertas disimuladas en su interior se abren hacia complicadas galerias que horadan este lado de la colina. Un vigilante se situa en la entrada; lleva mascara y manto oscuro, y puede ser hombre o mujer. Pero es importante responder bien a su pregunta, pues no nos dejara pasar si no lo hacemos. Por fortuna, conozco la contrasena de esta noche…

Las escalinatas eran amplias. El descenso se favorecia, ademas, con luces de antorchas dispuestas a intervalos regulares. Un fuerte olor a humo y especias arreciaba en cada peldano. Se escuchaban, travestidas por los ecos, la meliflua pregunta de un oboe y la respuesta viril del cimbalo, asi como la voz de un rapsoda de sexo inefable. Al final de la escalera, tras un recodo, habia una pequena habitacion con dos aparentes salidas: un angosto y tenebroso tunel a la izquierda y unas cortinas clavadas en la piedra a la derecha. El aire era casi irrespirable. Junto a las cortinas, un individuo de pie. Su mascara era una mueca de terror. Vestia un jiton insignificante, casi indecente, pero gran parte de su desnudez se tenia de sombras, y no podia saberse si era un joven especialmente delgado o una muchacha de pequenos pechos. Al ver a los recien llegados, se volvio, cogio algo de una repisa adosada a la pared y lo mostro como una ofrenda. Dijo, con voz de ambigua adolescencia:

– Vuestras mascaras. Sagrado Dioniso Bromion. Sagrado Dioniso Bromion.

Diagoras no tuvo mucho tiempo para contemplar la que le dieron. Era muy semejante a las de los coreutas de las tragedias: un mango en su parte inferior, elaborado con la misma arcilla que el resto, y una expresion que simulaba alegria o locura. No supo si el rostro era de hombre o de mujer. Su peso resultaba notorio. La sostuvo por el mango, la alzo y lo observo todo a traves de los misteriosos orificios de los ojos. Al respirar, su aliento le empano la mirada.

Aquello (la criatura que les habia entregado las mascaras y cuyo genero, para Diagoras, tremolaba indeciso con cada gesto y cada palabra en un inquietante vaiven sexual) aparto los cortinajes y les dejo paso.

– Cuidado. Otro escalon -dijo Heracles.

El antro era un sotano tan cerrado como el maternal primer aposento de la vida. Las paredes menstruaban perlas rojas y el punzante olor a humo y especias taponaba la nariz. Al fondo erguiase un escenario de madera, no muy grande, sobre el que se hallaban el rapsoda y los musicos. El publico se aglomeraba en un miserable reducto: eran sombras indefinidas que balanceaban las cabezas y tocaban con la mano libre -la que no sostenia la mascara- el hombro del companero. Una escudilla dorada sobre un tripode destacaba en el espacio central. Heracles y Diagoras ocuparon la ultima fila y aguardaron. El filosofo supuso que los trapos de las antorchas y la ceniza de los pebeteros que colgaban del techo contenian hierbas colorantes, pues producian insolitas lenguas en ardoroso tono rojo rubor.

– ?Que es esto? -pregunto-. ?Otro teatro clandestino?

– No. Son rituales -contesto Heracles a traves de la mascara-. Pero no los Sagrados Misterios, sino otros. Atenas esta llena de ellos.

Una mano aparecio de repente en el espacio que abarcaban las aberturas de los ojos de Diagoras: le ofrecia una pequena cratera llena de un liquido oscuro. Hizo girar su mascara hasta descubrir otra careta frente a el. La rojez del aire impedia definir su color, pero su aspecto era horrible, con una larguisima nariz de vieja hechicera; por sus bordes se derramaban esplendidos ejemplos de pelo. La figura -fuese hombre o mujer- vestia una tunica ligerisima, como las que usan las cortesanas en los banquetes licenciosos cuando desean excitar a los invitados, pero, de nuevo, su sexo se agazapaba en la anatomia con increible pericia.

Diagoras sintio que Heracles le golpeaba el codo:

– Acepta lo que te ofrecen.

Diagoras cogio la cratera y la figura se esfumo por la entrada, no sin antes mostrar algo asi como un relampago de su exacta naturaleza, pues la tunica no se cerraba en los costados. Pero la sangrante cualidad de la luz no permitio contestar del todo a la pregunta: ?que era aquello que pendia? ?Un vientre elevado? ?Unos pechos bajos? El Descifrador habia cogido otra cratera.

– Cuando llegue el momento -le explico-, finge que bebes esto, pero ni se te ocurra hacerlo de verdad.

La musica finalizo bruscamente y el publico comenzo a dividirse en dos grupos, disponiendose a lo largo de las paredes laterales y despejando un pasillo central. Se escucharon toses, roncas carcajadas y jirones de palabras en voz baja. En el escenario solo quedaba la silueta enrojecida del rapsoda, pues los musicos se habian retirado. Al mismo tiempo, una vaharada fetida se alzo como un cadaver resucitado por nigromancia, y Diagoras hubo de reprimir su repentino deseo de huir de aquel sotano para tomar bocanadas de aire puro en el exterior: intuyo confusamente que el mal olor procedia de la escudilla, en concreto de la materia irregular que esta contenia. Sin duda, al apartarse la gente que la rodeaba, la podredumbre habia empezado a esparcir su aroma sin trabas.

Entonces, por los cortinajes de la entrada penetro un tropel de figuras imposibles.

Se advertia primero la completa desnudez. Despues, las pandas siluetas hacian pensar en mujeres. Andaban a gatas, y mascaras exoticas albergaban sus cabezas. Los pechos bailaban con mas soltura en unas que en otras. Los cuerpos de unas cuadraban mejor con el canon de los efebos que los de otras. Las habia diestras en el gateado, briosas y juncales, y las habia obesas y torponas. Lomos y nalgas, que eran las porciones mas palmarias, revelaban distintos matices de hermosura, edad y lozania. Pero todas iban en cueros, a cuatro patas, soltando hozadores grunidos de tarascas en celo. El publico las animaba con recios gritos. ?De donde habian salido?, se pregunto Diagoras. Recordo entonces el tunel que se abria a la izquierda, en la pequena habitacion del vestibulo.

La formacion seguia un orden creciente: una en cabeza, dos detras, y asi hasta cuatro, que era el maximo de cuerpos en fila que el pasillo permitia, de modo que la insolita manada, en sus comienzos, parecia una punta de lanza viva. A la altura del tripode, el desnudo torrente se desbravo para rodearlo.

Las primeras abordaron el escenario, abalanzandose vertiginosas sobre el rapsoda. Como aun seguian

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