desarmarla, se sirvio de los pies descalzos para golpearla en varias zonas debiles que su ceguera dejaba indefensas. Uso el talon: le parecio que aplastaba un enorme insecto.
Cuando todo termino, jadeante, confuso, observo que Yasintra continuaba desnuda e inmovil contra la pared, como el la habia dejado; tan solo parecia haberse limpiado un poco la sangre del rostro. A Heracles casi le disgusto que ella no lo atacara tambien: hubiese querido reunir una furia con otra, una lucha encadenada a otra lucha, la perpetuacion de un golpe constante. Ahora solo disponia del aire y de los objetos a su alrededor para destruir, arrancar, aniquilar. Cuando recupero la voz, dijo:
– ?En que momento la reclutaron?
– No lo se. Cuando ellos me enviaron aqui, me dijeron que acatara sus instrucciones. Ella no habla, pero sus gestos resultan faciles de entender. Y yo ya conocia las ordenes.
– ?Los Sagrados Misterios! -murmuro Heracles, con desprecio. Yasintra lo miro sin comprender-. Ponsica me dijo que era devota de los Sagrados Misterios, como Menecmo. Ambos mentian.
– Quiza no -sonrio la bailarina-, porque no te dijeron que clase de Sagrados Misterios adoraban.
Heracles alzo una ceja y la contemplo. Le dijo:
– Vete. Largate de aqui.
Ella recogio su peplo y su cinturon del suelo y, docilmente, cruzo la habitacion. En la puerta, se volvio hacia el.
– Tu esclava era la encargada de matarte, no yo. Ellos hacen las cosas a su manera, Descifrador: ni tu ni nadie puede comprenderlos. Por eso son tan peligrosos.
– Vete -repitio el, jadeante, casi sin resuello.
Ella le dijo aun:
– Huye de la Ciudad, Heracles. No viviras mas alla del amanecer.
Cuando Yasintra se marcho, Heracles pudo mostrar por fin todo el cansancio que sentia: se recosto en la pared y se froto los ojos. Necesitaba recobrar la paz de sus pensamientos, limpiar las herramientas mentales de su trabajo y volver a empezar, con calma…
Un ruido lo sobresalto. Ponsica intentaba incorporarse en el suelo. Al girar hacia un lado, la mascara surtio dos espesas lineas de sangre por las aberturas de la mirada. El aspecto de aquel rostro blanco y falso dividido por una doble columna rojiza era espantoso. «Es imposible», penso Heracles. «Le rompi varias costillas. Debe de estar agonizando. No puede moverse.» Recordo la fabula de los automatas inexorables disenados por el sabio Dedalo; los movimientos de Ponsica le hicieron pensar en un mecanismo maltrecho: se apoyaba en una mano, se erguia, volvia a caer, volvia a apoyarse, con ademanes de pantomima truncada. Por fin, comprendiendo quiza que su intencion era vana, cogio el punal y se arrastro hacia Heracles con denodado empeno. Sus ojos vomitaban dos regueros paralelos de humores.
– ?Por que me odias tanto, Ponsica? -pregunto Heracles.
La vio detenerse a sus pies, la respiracion hirviendole en el pecho, y alzar la daga, tremula, amenazandole con un gesto derrotado. Pero las fuerzas la traicionaron y el cuchillo cayo al suelo, estrepitoso. Exhalo, entonces, un profundo suspiro que en su extremo final parecio convertirse en un grunido de rabia, y quedo inmovil, pero aun su misma respiracion semejaba una muestra de furia, como si se negara a capitular antes de cumplir su objetivo. Heracles la contemplaba maravillado. Por fin, se acerco con la cautela del cazador que desconfia de la agonia de la presa recien cobrada. Queria entender su conducta antes de sacrificarla. Se inclino y la despojo de la mascara. Contemplo aquel rostro enhebrado de cicatrices y la flamante destruccion de los ojos. La vio boquear como un pez.
– ?Cuando, Ponsica? ?Cuando comenzaste a odiarme?
Era tanto como preguntar cuando habia decidido convertirse en un ser humano, en una mujer libre, porque de repente le parecio que el odio la habia manumitido de algun modo, como la voluntad de un rey poderoso. Recordo el dia en que la vio en el mercado, solitaria y poco requerida por los clientes; y los anos de eficaz servicio, el silencio de sus gestos, la docilidad de su conducta, su sumision cuando el le pidio (?le ordeno?) que usara una mascara… No pudo encontrar ningun resquicio en todo aquel tiempo, ningun instante de sospecha, de explicacion.
– Ponsica -susurro en su oido-, dime por que. Aun puedes mover las manos…
Ella respiraba con esfuerzo. Su devastado rostro de perfil, con los ojos como crias de pajaro o de serpiente aplastadas en sus propios cascarones, ofrecia un aspecto atroz. Pero a Heracles le importaba mas su respuesta que su belleza. Le preocupaba que ella muriese sin contestarle. Observo su mano izquierda, que aranaba el suelo. No percibio palabras. Dirigio la mirada hacia la derecha, que habia dejado de sostener el punal. No percibio palabras.
Penso, ante aquel horrible silencio: «?Cuando fue? ?Cuando te brindaron la libertad o cuando la encontraste tu? Quizas acudias realmente a Eleusis, como tantos otros, y los hallaste a ellos…». Se inclino un poco mas y advirtio su olor: era el mismo que habia sentido en el aliento de los cadaveres de Eumarco y Antiso. Con Eunio no lo habia percibido. «Pero, claro», se dijo, «Eunio apestaba a vino».
Y de repente escucho los latidos de un corazon. ?El suyo? ?El de ella? Quizas el de ella, porque desfallecia. «Esta sufriendo terribles dolores, pero no parece importarle.» Se alejo de aquellos latidos. Y el recuerdo de su obsesionante pesadilla volvio a invadirlo, pero esta vez se aferro a su agobiada conciencia como si el estado de vigilia fuera la luz que aquella densa tiniebla precisaba para extinguirse. Vio el corazon recien arrancado, la mano que lo aferraba; distinguio al soldado y escucho, por fin, sus diafanas palabras.
Y recordo entonces lo que habia olvidado, aquel pequeno detalle que el sueno le habia estado gritando con feroz algarabia desde el principio.
A pesar de que la agonia de Ponsica se prolongo durante largo rato, Heracles permanecio inmovil, de pie junto a su cuerpo, mirando hacia ninguna parte. Cuando ella murio, el dia ya habia nacido en el exterior y los rayos de sol cruzaban el dormitorio pobremente iluminado.
Pero Heracles continuaba inmovil. [120]
XI [121]
El hombre descendio por los empinados peldanos de piedra hasta el lugar donde la muerte aguardaba. Era una camara subterranea iluminada por lamparas de aceite que constaba de un pequeno vestibulo y un pasillo central horadado de celdas. Pero el olor que trasminaba no era el de la muerte, sino el del instante previo: la agonia. La diferencia entre ambos efluvios quiza fuera muy sutil, penso el hombre, pero cualquier perro podria percibirla. Ademas, le parecia logico que hediera asi, ya que se trataba de la carcel donde los condenados a la pena capital esperaban el cumplimiento de la sentencia.
Permanecia intocable desde los tiempos de Solon, como si las sucesivas autoridades hubieran temido acercarse a ella para remozarla de alguna forma. En el vestibulo, los porteros solian jugarse a los dados las guardias nocturnas y soltaban juramentos con las tiradas mas importantes -«?El perro, Eumolpo! ?Debes pagar, por Zeus!»-. [122] Mas alla, breves escaleras conducian a la densa tiniebla de las celdas, donde los reos languidecian contando el tiempo que les quedaba antes de la llegada de las tinieblas definitivas. Aunque estos habitaculos carecian, como es logico suponer, de las mas elementales comodidades, se habian hecho notables excepciones en algunos casos: Socrates, por ejemplo, que estuvo encerrado en el penultimo de la derecha -algunos porteros afirman que en el ultimo de la izquierda-, poseia un camastro, una lampara, una pequena mesa y varias sillas que siempre estaban ocupadas por las numerosas visitas que recibia. «Pero ello fue debido», explican los porteros, «a que paso mucho tiempo antes de que la sentencia se cumpliera, pues el final de su juicio coincidio con los Dias Sagrados, cuando el barco de peregrinos viaja a Delos y las ejecuciones se prohiben, ya se sabe… Pero el no se quejaba por la demora, que va… ?Tenia una paciencia, el pobre…!». Sea como fuere, tales casos no eran frecuentes. Y, desde luego, no se habia hecho ninguna excepcion con el unico condenado que acechaba en aquel momento la hora fatidica: iba a ser ejecutado ese mismo dia.
El portero de turno era un joven esclavo melio llamado Anfio. El hombre penso, no por primera vez, que Anfio hubiera podido ser apuesto, pues su cuerpo era esbelto y sus maneras mucho mas educadas que las de otros de su condicion, pero que algun travieso dios, o quiza diosa, al tirar de las traillas de su ojo izquierdo al nacer, habia convertido su rostro -donde la barba nacia por islotes debido a una curiosa tina- en un enigma inquietante. ?Con